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Los viejos rockeros nunca mueren, pero envejecen (Rafael Toledo Díaz)

Categoría: La caja negra

Aquella tarde, como tantas otras, estaba esperando a mi nieto a la salida del gimnasio porque sus padres se habían empeñado en apuntar al chiquillo a kárate. Decían que tenía que reforzar el tema físico y la autodefensa y, sobre todo, para que no fuese distinto a sus compañeros del cole. Lo cierto es que el crío andaba agobiado con tantas actividades extraescolares, que si inglés, matemáticas etc… Pero el caso es que con el kárate estaba contento porque le gustaba ponerse el kimono y ensayar esos movimientos casi ceremoniosos de las katas, así que a la hora de merendar salía con un hambre de mil demonios y el jodío se comía el sandwich en un pispás nada más verme porque, evidentemente, era yo el encargado de recogerle.

Como era mi costumbre, siempre llegaba con bastante antelación a su salida y, mientras esperaba, me gustaba observar a la gente, el tránsito de la calle… cualquier cosa ante mis ojos me servía para aguardar pacientemente sin mirar al reloj.

Esa tarde, sin embargo, andaba un poco descolocado, pues el fin de semana anterior habían cambiado la hora, de modo que tuve que echar un vistazo al peluco para asegurarme de no haber llegado tarde, porque empezaba a anochecer.

Reconozco que, desde la acera, la vista era amplia y allí podía ver el pequeño parque que había entre los pisos y las calles que confluían. Un lugar inusualmente salvaje, un paraje natural, casi rústico, quiero decir sin embaldosar, porque de un tiempo a esta parte la ciudad está repleta de losas, asfalto y hormigón, sin apenas espacio para la naturaleza. Será la nueva manía de técnicos y concejales para tratar de ahorrar en limpieza viaria pues parece que pavimentar parques y plantar árboles de diseño, y a ser posible de hoja perenne, son proyectos sostenibles. Luego, muy ufanos van pregonando a boca llena que han ampliado las zonas verdes del barrio o de la ciudad, ja, me río yo de eso.

Evidentemente, ante la falta de espacios adecuados, aquella arboleda, por el terreno y su sombra, era ideal para jugar a la petanca. Por eso, y como estaba oscureciendo, los últimos jubilados recogían las pesadas bolas de metal después de una tarde de partidas. Esa imagen tan era habitual que apenas le presté atención. Sin embargo, en uno de los bancos estaban recostados tres individuos que despertaron mi curiosidad; a pesar de la distancia podía distinguir sus pintas que, sin llegar a ser estrafalarias, eran chocantes por el contraste entre la edad y la vestimenta.

No era habitual ver a gente mayor embutida en ropa de cuero negro tan ajustada, con cazadoras repletas de parches y logos. Los tres individuos, a través de bromas, vacilaban entre sí simulando tocar la guitarra, moviendo la cabeza de arriba a abajo y bebiendo botes dobles de cerveza que, seguramente, habían comprado en la tienda de chinos de la esquina.

Inmediatamente, asocié la calvicie de uno de ellos y la escasa y endeble melena de los otros al otoño pues, de repente, una ráfaga de viento desprendió una gran cantidad de hojas de los plátanos. Al momento, supongo que para compensar esta semejanza decadente y casi triste, el instinto me trasladó a su juventud, que también fue la mía.

Me atrevo a pensar que, como tantos otros, de adolescentes escuchábamos música de los Credence Clearwater Revival y de los nativos americanos que formaron la banda de Redbone, pero después mis gustos musicales enseguida derivaron al pop frente al rock y, a través del tiempo, aunque tampoco pueda presumir de cabellera, he ido reafirmando mi gusto por las melodías de los Beatles u otros grupos nacionales como fueron CRAG, es decir: Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán.

Sospecho que aquellos colegas del parque, ahora envejecidos, fueron seguidores de grupos autóctonos como Leño, Barricada, Barón Rojo, Extremoduro y tantos otros de aquella época gloriosa de los ochenta, donde cada cual reivindicaba a su manera.

Pero la realidad era que no me identificaba con ellos y recelaba de aquellos tipos caducos, pues los asociaba a los gamberros de mi juventud. En aquellos años, como en tantas otras ciudades había pandillas que solo se divertían buscando bronca, actuaban de forma irreflexiva para alardear, porque la violencia callejera no es patrimonio de ninguna generación. No podía remediarlo, me faltaba afinidad para comprenderlos, porque esos horteras del parque daban el perfil de aquellos macarras que tuve que aguantar.

Ahora, y de vez en cuando, me cruzo con algunos tipos de aquella época que fueron unos “malotes”; como yo, hoy se comportan afablemente y pasean a sus nietos como abuelos venerables dignos de respeto y admiración, y eso me cabrea.

Estaba distraído, elucubrando sobre todos esos pensamientos tan absurdos como lejanos cuando el crío salió impaciente demandado su bocadillo, que ni siquiera me dio un beso.

Fue más tarde y ya por la noche cuando volví a recordar la imagen de aquellos fulanos. Entonces apareció el “Pepito Grillo” de mi conciencia mostrando la dualidad del yin y el yang que me persigue constantemente y me hace dudar sobre mi conducta.

Reflexionando, admití que me había formado un prejuicio negativo sobre personas que no conozco. Entonces me pregunté: ¿Con qué derecho juzgaba su modo de comportarse?, ¿qué razón me asistía para emitir un veredicto tan demoledor como injustificado?, ¿solo por su imagen tan incongruente a mis ojos? Yo, que a pesar de apostar por la melodía frente al ruido y ser políticamente correcto tengo a “Hair” como musical y película de culto; que me fascina la escena donde el personaje de Berger, con un aspecto desaliñado, canta y baila sobre la mesa de un banquete rompiendo el protocolo, el exceso de riqueza y la parafernalia de la sociedad burguesa, una escena magistral sobre la reivindicación. No, no tenía ningún derecho ni argumentos para criticarles, y con ese remordimiento me dormí aquella noche.

Al día siguiente, de nuevo volví a la rutina, al atardecer, otra vez esperaba a mi nieto mirando al parque; todo parecía igual y aquellos individuos, aunque habían cambiado de banco, seguían comportándose de la misma forma, a su rollo, bromeando y sin molestar a nadie, parecían unos rockeros trasnochados. Fue entonces, mirando la evidente desnudez de los árboles, cuando me acordé del famoso eslogan: “Los viejos rockeros nunca mueren” y observándoles pensé: “pero envejecen”.

De repente, cuando vi asomar al chiquillo, se interrumpieron mis pensamientos. Salía exaltado y dando brincos e, inusualmente, me abrazó. Sorprendido le pregunté: qué pasa criatura; “abuelo, abuelo, me ha dicho el profe que le diga a mamá que tiene que comprarme otro cinturón para el traje, que tiene que ser amarillo porque me han cambiado de nivel y de grupo”.

Estaba tan contento el jodío que ni siquiera me preguntó por el bocadillo. Entonces lo saqué de la bolsa, se lo di y, apresurándolo, le dije: vamos, vamos rápido que está empezando a chispear, que va a caer un chaparrón y nos vamos a calar. Precisamente antes de cruzar, pasamos justo al lado de los viejos rockeros, que seguían a su bola, ajenos a los goterones que empezaban a caer. Pero mi sentir ya no fue de rechazo o reparo porque, aunque tengamos diferentes pautas o ideología, generacionalmente, estaba vinculado a ellos.

Reconozco que siempre estuve muy condicionado por la suspicacia, pero aprendí la lección, fuera prejuicios y allá cada cual con su indumentaria. La tarde se había tornado oscura, arreció la lluvia y de los árboles volvieron a desprenderse las últimas hojas…


Memoria de día (Maite Martín-Camuñas/Rosa Caporuscio)

Categoría: La caja negra

Abro el monedero, una pieza de plástico por su mitad inferior en color marrón oscuro y la otra mitad en color marrón clarito, dos cremalleras, una frontal y la otra en el lado anterior. Nada fino ni elaborado, un monedero de esos miles de ellos que hay, anónimos y vulgares, de esos que millares de personas llevan en los bolsillos, en el bolso, en la mochila.

En la pieza central que acabo de abrir, encuentro un montón de tarjetas que saco para comprobar, entre ellos un carnet de identidad, una tarjeta de transporte, la tarjeta de la seguridad social, otra del banco, un par de ellas de fidelización de algunas grandes superficies, de esas que engañan al consumidor prometiendo grandes ventajas mediante su uso y que luego te pasas meses esperando dichos beneficios sin recibir nada. Aparte de eso encuentro anacrónicas tarjetas de visita, algunas de agencias de viajes, de abogados, de salones de belleza, nada que pueda diferenciar ese monedero de otros miles de ellos iguales.

La diferencia, la encuentro al descorrer la cremallera del lateral, allí brillando, llamando a mi imaginación, me tropiezo con una pequeña llave de hierro con una tarjetita de identificación que dice “para abrir la caja cuando se acabe la fiesta”.

Ilustración de Rosa Caporuscio

Cuando amanece (Maite Martín-Camuñas)

Categoría: La caja negra

Comenzar a escribir nada más despertarme, puede ser gratificante o frustrante, todo depende de por donde se dirija el cerebro medio dormido y embotado aun por besos medio olvidados. Por bocas que fueron mías por un mínimo instante. Bocas amadas por el beso, por la efervescencia que despertaron dentro, lenguas inquietas que batallaron un día, derrotando en la contienda o siendo sometidas ellas, vencedoras de mil batallas, rendidas a mi lengua ansiosa de encontrar otra lengua capaz de iniciar esa refriega.

Pero puede que el cerebro a veces vaya por el camino de la memoria y traiga al sueño adolescencias tristes y lejanas, donde otra boca traicionó mi boca.

Pasiones que fueron, son, dolorosas por lo que fui capaz de entregar sobre la piel ajena. Pasiones que fueron fragmentarias, tan sólo la batalla de las lenguas tuvo rival en esa pendencia.

Ahora comienzo a despertarme, mis sentidos se desperezan. Oigo a niños por la calle camino de la escuela, arrastrando sus pesadas mochilas (¡los pobres!) con libros aburridos que no cuentan la historia, esa que estamos comenzando a repetir, y que por callar aquella, la vieja, la verdadera, tendrán que vivirla en sus carnes jóvenes y puras.

Una vuelta al pasado, un quiebro en las voluntades, un dolor sordo en el alma. Volver a vivir aquel día de la marmota una y otra vez, por no enseñar la memoria.

Mi tacto siente el peso del bolígrafo entre mis dedos medio marchitos, es duro, grueso y tímidamente caldeado por el calor de mis propias manos. En la otra mano siento las aristas del papel, frío, duro, pesado. Mi olfato busca y logra hallar el aroma lejano de un café menguado, abandonado en esa taza que no llegó a tener una mano que la izara, una boca que la besara hasta sorber su oscuro contenido.

De repente escucho bocinas lejanas, gentes con prisas que busca el atajo para llegar a tiempo allá donde les esperen.

A mí no me espera nadie, yo aguardo sola lo que pueda llegar a mi nueva madrugada. Ante mis ojos, el cuarto se va inundando de luz, los objetos recuperan sus contornos y el volumen los hace reales, los matices los dotan de una nueva vida.

Con el despertar de mi cuerpo, retornan los pequeños dolores que ya me aquejan, vinieron poco a poco, de uno en uno, con la delirante idea de quedarse.

Yo intento ignorarlo, hacer como que no los percibo, pero son insistentes, escuecen, laten, pinchan, invalidan los movimientos, quieren cercarme, quedarse en mi compañía, pero soy cobarde, prefiero estar sola, vivir a mi aire, mover mis piernas, mis brazos, mi cuerpo a mi manera, sin la comparsa de dolores irritantes que me recuerdan que esas bocas son la ausencia de aquellos amantes. De amaneceres confusos, lejanos, cobardes. Grandes amores, pequeños fracasos, todo quedó en la memoria. Se acabó la fiesta de los dulces años.


Sacudida (Eva Soria)

Categoría: La caja negra

No fui muy avispado para captar la ironía que se escondía detrás de las sonrisas de las últimas fotografías de verano.
La noticia de la separación de mis padres nos pilló a todos así, no sé cómo decirlo. Sentí como si de repente una tormenta de agua y viento me lanzara contra la pared del salón. Las palabras más punzantes se entrelazaban con otras más dulces, formando una nube de algodón de azúcar, fácil de digerir: lo sentimos, aunque lo más importante sois vosotros, seguimos siendo una familia.
Y llegó el momento de contárselo a mi mejor colega o eso creía yo. Le mandé un WhatsApp y quedamos en el parque de siempre.
∑: ¿Qué tal tío? Hace tiempo que no te veo, desde nuestras famosas fiestas en Alicante ¿Has empezado ya el curso?
∏: ¡Qué alegría! ¿Qué tal vas? ¡Qué va! Empezamos la semana que viene y tendré que compaginarlo con el curro. Y aunque da para poco, al menos tengo para pagar la habitación. ¡Hostias! ¡Qué bien nos lo pasamos en verano! Menos mal que tenemos el chalet de tus padres en la playa y el barquito para nuestras fiestas ibicencas.
∑: De eso te quería hablar, bueno, no de eso en concreto. Mis padres se separan y estoy hecho polvo. Van a vender todo, a empezar de cero, cada uno por su lado.
∏:¡No jodas, macho! ¡Oye! Pero el chalet y el barco no lo venderán, ¿verdad? Lo pueden alquilar y sacarle provecho, además es nuestro búnker secreto de fiestas. ¿Qué vas a hacer? ¿Con quién te vas a ir?
∑: ¡Joder! Ya veo tus prioridades. Estoy mal, no me quiero ir de aquí. Yo también tendré que replantear mi vida. Cambiar de universidad, buscar un curro para ayudar en casa. ¡Yo qué hostias sé!!!
Cuando nos despedimos, percibí cómo se rompía otra relación. Después de 20 minutos entre conversación y despedidas, los pensamientos de uno y otro saltan la valla de lo inconfesable, donde no existen drones de vigilancia, donde no hace falta amordazar el primer impulso arrojado por la verdad.
Y entonces….
“¡Me cago en tó! … a ver a quién encuentro yo ahora que tenga chalet en la playa y barquito para pasar el verano”.
“¡Cabrón! Se acabó la fiesta para ti también”.


Cuando acabó todo, salieron a la calle y el mundo les pareció como creían que siempre había sido (Carlos Lapeña)

Categoría: La caja negra

A pesar de las voces de protesta y algún intento de aferrarse al vaso o encerrarse en el cuarto de baño, el sentir general fue de comprensión y aceptación… de satisfacción, en realidad.

La fiesta había estado bien, había sido un éxito; más todavía, había sobrepasado las previsiones más optimistas, las mejores expectativas. Y había durado tanto… Mucho más de lo previsto, mucho más.

Había durado tanto que nadie recordaba el principio, ni la fecha en que decidieron acudir, ni las circunstancias que la habían propiciado.

Había durado tanto que no reconocieron el mundo del exterior, ese que ahora los deslumbraba con tanto foco, los ensordecía con esos himnos, los estremecía con ese olor rancio, los confundía con el tacto áspero de los uniformes y frío de las armas.

Les pareció un mundo ordenado y limpio, con los caminos bien definidos y las calles recién barridas. Y anduvieron hasta sus casas y se acostaron y tuvieron unos sueños turbios y despertaron con el sonido de las alarmas y las proclamas.


¿Y si sólo fuera una rana? (Carmen Paredes)

Categoría: La caja negra

No había hecho nada más que saltar
y pronto supe que aquel charco 
era una verdadera ciénaga
sonreí a pesar de todo
y aparenté ser feliz
hasta quedar anegada 
me abalancé entonces hacia otra balsa
brillante e inmensa
y en su profundidad fría y oscura
                                         aterida
brinco ahora en torno al arroyo
que aparece
                                ahí
iluminado por el sol 
No quiero que acabe la fiesta


Dicen que la distancia (Ismael Sesma)

Categoría: La caja negra

El enfado se ha llenado de silencios y lo has agradecido. Bajas al garaje con el impulso decidido de arrancar el coche y conducir. Hacer kilómetros sin rumbo, buscar la separación física, aminorar esa sensación que culebrea en tu cuerpo y zumba como una espuma que te iguala a los animales que deben estar afuera; no los ves, pero seguro que están por ahí. Salir por alguna autovía con la conciencia embotada, ya habrá tiempo de discernir el sentido de la ausencia de gritos, amenazas y ruidos. Los otros coches no existen; ves sus luces blancas o rojas como anécdotas, viajas solo.

Pisar el acelerador sin miedo, atravesar los sube y baja de yesos, los campos llenos de oscuridad, las indicaciones de pueblos y gasolineras, como si la máquina tuviese vida propia y decidiese tu destino, hasta detener el coche en algún lugar iluminado y lleno de banderas, por pura inercia. Aparcar, estirar las piernas, buscar un punto de apoyo acodado en la barra de un bar. Reconocer que los kilómetros aportan serenidad a lo sucedido; enhebran un hilo que, a pesar de todo, te mantiene unido a ella, como si la atracción mantuviese una relación inversa con la cercanía.

– Estoy lejos – le dirías-. Dame un par de horas y vuelvo.

Terminarías tu cerveza y volverías a casa en el disfrute del paseo, fantaseando el futuro con las ventanillas bajadas, recogiendo el hálito de la noche, llena de silencio y sosiego. Llegarías a su lado con la mirada acuosa y culpable, como una mancha de humedad que se extiende por el rostro. Ella estaría allí, como una Penélope rubia con mirada entre enfadada, escéptica y picante. Intentarías explicar, pero ella acercaría su dedo a tus labios imponiendo silencio. Entonces era suficiente; sus manos, su piel y el resto de la noche harían el resto. Eso era antes, cuando podías devorar los kilómetros antes de sentir el cansancio como un candado.

Esta vez, tu coche ha elegido otra carretera. La zona es sinuosa y tienes que esforzarte. Ves pasar paisajes desacostumbrados; la oscuridad tiene otros brillos. Paras en un bar de carretera, luminoso de colores y poco ambiente. El camarero tiene un chaleco verde a juego con la mesa de billar del fondo, en la que unos jóvenes alargan la noche entre botellines.

– No estoy lejos –le dices-. Dame una hora y vuelvo.

– Haz lo que creas. No te voy a esperar despierta –te dice.

La diferencia te punza adentro. Los días y sus tareas están anclados al calendario de tu móvil, como soldaditos de plomo alineados; ciertos e imperturbables. El sexo ahora es azul; las pieles tienen otra textura, las caricias son escasas y avaras. La distancia oscurece la atracción. Las tragaperras cantan mientras el camarero seca unas cucharillas con ademanes de autómata, sus ojos cansados se reflejan en los tuyos.

– La vida hay que tomarla como viene –te dice-.

– ¿Y cómo viene?

– Unas carambolas aderezadas con alcohol, o viceversa y a dormir, que mañana es día de nada, como hoy – continúa, llevando su mirada a la mesa de billar-.

El camarero suelta la perorata con intención de iniciar conversación, pero no estás por la labor, tu cabeza está en la conversación con ella; buscas asideros. Pagas en silencio, sales del bar y aspiras la noche; tu voluntad mira hacia adelante. A pesar del cansancio, carretera y manta, te dices. Sigues camino.


Final amargo (Carlos Gamarra)

Categoría: La caja negra

Se han roto los cristales
La música se acabó
Mi sombra me busca y no me encuentra

He incendiado los libros de poemas
y he ahorcado a la guitarra
con sus propias cuerdas

Terminé electrocutando al piano
y comiendo tortugas fritas en aceite

Pondré la memoria a recargar
tengo baja la batería

      Se acabó la fiesta

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