Relicario de dolor, donde habitan las memorias Escondidas en el baúl del pasado, La nostalgia las ciñe en un velo de tristeza. Infortunios que marcaron el camino, Quedando grabados en el alma. Un eco que resuena en el silencio, Intentando encontrar la paz. Asfixiando las esperanzas marchitas, Sueños robados por el tiempo. Penalidades perversas que azotan el corazón, Encadenando la alegría en la oscuridad. Noches de insomnio donde la mente vaga, Ahogándose en un mar de dudas. Luces desterradas que ya no iluminan, Influyendo en el alma con su sombra. Desesperanza que se apodera del ser, Abandonando las oraciones a un dios inexistente. De repente, un destello en la lejanía, Es la esperanza que resurge de las cenizas, Sueños que se reavivan con el nuevo amanecer. Otra vez la luz se abre paso en la oscuridad, Resplandores del destino que iluminan la senda, Es la lucha constante por la felicidad. Sueños arrebatados que se vuelven a conquistar.
La mujer yace sobre la acera en la calle, amplia calle, que, poco a poco, se va llenando de viandantes, de curiosos y curiosas, de personas que, en lugar de participar en la manifestación convocada en otra zona de la ciudad, desembocan en esa calle o emergen del metro con la intención de visitar las tiendas, ojear escaparates, desayunar en las terrazas, gastar su dinero en compras estupendas, pero que ven de improviso su intención alterada por la contemplación del cuerpo yacente, de la mujer desmayada.
La mujer yace sobre la acera y un corro de gente la mira. El cuerpo inerte transmite serenidad, sueño, cierto tipo de armonía en la postura; no hay nada dislocado ni descolocado, ni la melena rojiza, ni los zapatos, ni la falda, ni el jersey, ni el abrigo siquiera. Extrañeza y curiosidad, sin embargo, en quienes observan.
Nadie hace nada, por el momento. La inmovilidad se extiende, se contagia, como la luz del día que avanza.
Entonces, un rayo tenue de sol sobre la acera y un gesto. Un hombre avanza, se inclina sobre la mujer, comprueba respiración, pulso. Asiente con alivio. Pero no hay alivio en el corro, sólo expectación. La sirena azul anuncia la ambulancia. Los sanitarios, mujer y hombre y mujer, se abren paso, comprueban constantes, hablan. No hay nada anómalo aparte de la inmovilidad y la postración de la mujer. Hacen un intento cauteloso para levantarla, pero no pueden. Deciden subirla a la camilla. Tampoco pueden. Qué está pasando. El corro murmura. Varias personas se acercan, son hombres y mujeres, se inclinan, agarran piernas y brazos, tiran hacia arriba con delicadeza y sin éxito.
La mujer yace inconsciente sobre la acera, indiferente a la incredulidad reinante y a las leyes físicas que deberían permitir su levantamiento y traslado.
Alguien propone que sean las mujeres quienes lo intenten. “Es su día”, dice. Se produce una discusión salpicada de “venga ya”, “ya empezamos”, “qué tendrá que ver”, “qué absurdo”… Y sin embargo, un grupo de mujeres se acercan y lo intentan, sin éxito.
Un médico psiquiatra discute con una neuróloga sin alcanzar un diagnóstico, ni siquiera una sospecha de diagnóstico. Quizá un filósofo…
“Será cuando ella quiera”, bromea alguien.
La mañana avanza entre la muchedumbre creciente y las cámaras de televisión de todas las cadenas, que se han acercado a dar cobertura al extraño fenómeno.
La mujer yacente sobre la acera ignora haberse convertido en noticia y en foco de atención de tanta gente. Su semblante continúa sereno, dormido.
Una niña lo intenta. Parece que animada por su madre, conocedora, sin duda, del valor de los símbolos y las alegorías que a veces se anhelan en la vida; pero tampoco hay éxito en este caso.
Se ha acordonado la zona. Se ha levantado una carpa para albergar a la mujer yacente. Se ha establecido un retén de vigilancia y asistencia. La atención mediática se mantiene, pero la gente se cansa.
Cae la tarde y refresca. La noche es fría. Algunos curiosos permanecen fieles a su curiosidad y pasan la noche en vela, como en una vigilia civil y laica. Canturrean y beben sobre la inmutabilidad y lo extraordinario.
FINAL 1
Pasan los días. La mujer continúa inalterable. El mundo se hace eco del extraño fenómeno de la mujer yacente que apareció el ocho de marzo en plena calle comercial de la capital del reino. Aparecen reportajes, documentales y un corto.
Alguien observa que el contorno se difumina y mujer y acera se parecen, se fusionan.
Al fin, la mujer desaparece fundida, y confundida, con la calle.
FiINAL 2
Es al amanecer del día siguiente, nueve de marzo, cuando la mujer despierta por sí misma. Tarda unos segundos en situarse y comprender dónde y cómo está. Sus gestos y su mirada así lo indican. Se levanta, por fin, sin aceptar la ayuda de la policía, se atusa el pelo y la ropa y, elegante y segura, echa a andar calle arriba, entre aplausos.
FINAL 3
Días después, sin que se hayan producido cambios, un equipo de científicos certifica que, efectivamente, se trata de un ser vivo yacente, inexplicablemente unido al suelo.
La noticia provoca el descontrol en la afluencia de personas que se acercan al lugar. No pasa mucho tiempo hasta que varias corrientes religiosas envuelven el caso de mística y empiezan las ceremonias y las peregrinaciones.
Las autoridades deciden dar un giro a la situación. Excavadoras y grúas cortan y extraen cuatro metros cuadrados de acera y tierra, con la mujer yacente como centro y motivo principal.
En un tiempo récord goza de un lugar preeminente en el museo de arte contemporáneo.
FINAL 4
Días después, sin que se hayan producido cambios, un equipo de científicos certifica que, efectivamente, se trata de un ser vivo yacente, inexplicablemente unido al suelo.
La noticia provoca el descontrol en la afluencia de personas que se acercan al lugar. No pasa mucho tiempo hasta que varias corrientes religiosas envuelven el caso de mística y empiezan las ceremonias y las peregrinaciones.
Las autoridades deciden dar un giro a la situación. Excavadoras y grúas cortan y extraen cuatro metros cuadrados de acera y tierra, con la mujer yacente como centro y motivo principal.
A las pocas horas, la mujer yacente muere, como marchitada.
Mi abuela se levantaba sin despertador, la primera, fuera invierno o verano. Ponía la leche a calentar y preparaba los desayunos; tostaba el pan, colocaba nuestro tazón preferido, las cucharas, un jarrón con flor seca en el centro de la mesa, la servilleta siempre doblada a la derecha. Cuando todo estaba listo, avisaba a mi abuelo y ambos nos despertaban con brío. Cada uno con su ritmo, llenábamos de gritos y carreras la casa, peleábamos por un sitio en el baño, hasta que nos encaminábamos a la cocina.
La mesa, ya preparada, parecía sacada de una película. Todos desayunábamos, menos ella, que miraba con gesto atento. Entre ambos nos ayudaban a cepillarnos los dientes, peinarnos y prepararnos para salir al colegio. Mi abuelo nos arreaba escaleras abajo mientras ella se quedaba sola. Desayunaba un recuelo hecho con los posos del café de la tarde anterior y terminaba las tostadas que habíamos dejado. La comida no se tira, era un mantra que repetía en cuanto había ocasión. Mi abuela prefería la radio a la tele, las cacerolas a la olla a presión, nos inculcó la liturgia del orden y el reposo en las comidas, el sosiego y el análisis de los problemas vitales. Rara vez levantaba la voz, su presencia y sus gestos solían ser suficientes. Se acostaba la última, después de comprobar que todos dormíamos con la felicidad instalada en el rostro. Y si a alguno nos asaltaban las pesadillas, ejercía de vigía; sus manos firmes transmitían protección y cariño.
Desde que tengo memoria vestía de negro, pero su carácter irradiaba luz. En el barrio era respetada por su conocimiento de las hierbas; preparaba infusiones con mimo y atención concentrada, después de escuchar las dolencias de los conocidos que le consultaban. Solían curarse, o al menos, mejorar; no era raro que en casa hubiese muestras de agradecimiento, siempre que no fuesen excesivas. Eludía los corrillos de vecindad, pero nunca negaba un comentario de ánimo o una frase certera a quien los necesitaba.
Una mañana que íbamos juntos, reconvino a un policía por tratar mal a un indigente que recogía su hatillo de pertenencias después de pasar la noche al raso debajo de un alero. El policía se revolvió, llamó a sus compañeros y terminamos en comisaría. Yo iba con la cabeza gacha; ella me empujó el mentón para mirarlos a la cara. Por fin, pudo hablar con un inspector; no recuerdo lo que le dijo, pero la imagen que me queda es una mezcla de firmeza, seriedad y convicción que dieron resultado; el policía le pidió disculpas. Al salir, se permitió sonreír con el mismo orgullo con que lo hacía en nuestros cumpleaños o cuando traíamos las notas. Me guiñó un ojo y nos encaminamos a la pastelería del barrio. Hay días que merecen hacer un extraordinario, me dijo. Aquella frase se me quedó grabada y he recordado el episodio muchas veces después, como una epifanía que me ha ayudado a ser la persona que soy. Compró unos bocaditos de nata y los merendamos todos en casa, junto con un chocolate que preparó mi abuelo. Después, niños y mayores jugamos al parchís y a la oca; esa tarde no hubo deberes.
Mujer tenía que ser la voz que ruge, la que rompe cadenas con tesón, la que alza su puño con decisión, la que enciende la llama que nos guíe. Mujer tenía que ser la que se exprese, la que grite su verdad sin vacilar, la que no se conforme con callar, la que exija justicia con entereza. Mujer tenía que ser la que nos abra el camino hacia un mundo más igual, donde no haya discriminación ni mal, donde reine la paz y la igualdad. Mujer tenía que ser la que nos lleve a un futuro donde todas seamos libres, unidas por la fuerza que nos palpite, unidas por la lucha que nos libere.
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