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A la mani (Carlos Lapeña)

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Categoría: La caja negra

La convocatoria por redes había sido un completo éxito… Aun más, la organización casi sucumbe al éxito y estuvo a punto de ser desbordada por exceso de participantes interesadas en colaborar.

A la nave fueron llegando de todas partes personas de diferentes tendencias. Cada grupo llevaba su propio material, por si el de la organización resultaba insuficiente, pero todo parecía estar bien pensado y mejor calculado y no hizo falta utilizar nada propio.

Las organizadoras explicaron el plan, distribuyeron las zonas y las tareas, motivaron a las asistentes. Poco a poco, el trabajo fue dando fruto y la pancarta cobró forma. Y fondo.

La gran pancarta, la enorme pancarta, la mayor pancarta imaginable, estuvo acabada en plazo.

De la nave salió la muchedumbre en manifestación previa a la manifestación, la pancarta desplegada, llevada en volandas por decenas de voluntarias, brillaba con luz propia. Se entonaron los primeros cánticos, se escucharon las primeras consignas, se corearon las primeras proclamas, los balcones se abrieron a la curiosidad, las calles se animaron con más participantes repentinamente entusiasmadas.

Cuando llegaron al lugar desde el que oficialmente debía partir la manifestación, podía hablarse ya de éxito absoluto. La convocatoria había conseguido reunir a miles, decenas de miles, centenas de miles de personas de diferente ideología, con distintas reivindicaciones, prioridades diversas.

Excepto las fachas, que, por supuesto, negaban el derecho a manifestarse por todo, o por nada, todos los sectores y todas las corrientes sintieron la necesidad de formar parte de aquello. Los medios de comunicación llevaron a cabo una cobertura exhaustiva y millones de personas pudieron participar también del evento.

Fue emocionante, sin duda, admirar aquella marea humana casi infinita, cuya babel de gritos y cánticos ofrecía a los oídos y a los ojos algo armónico y vibrante, algo realmente poderoso. Fue inolvidable admirar a tantísimas personas diferentes, unidas tras la exclamación gigante de aquella descomunal pancarta en blanco.


Letreros (Carlos Gamarra)

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Las pancartas se quejaban de dolor
entre liturgias de besos y sombras
A oscuras conocían las palabras
que aprendieron en la cárcel 

Vivíamos siempre en estado de pancarta.
Había mensajes contra la corrupción
Algunos pedían justicia por las víctimas

No quiero pegar con mi tristeza a nadie
Pero es cierto  no tenemos casi derecho a importunar:
la ley del fracaso no levanta la voz.

El claustro  el atrio  la fachada
se alzan en la noche fría
y duermen en el mural del universo

La pancarta es la única forma de expresión
que quieren dejar al pobre
Por eso conviene llevarla con el palo incorporado

Revelación (Ismael Sesma)

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– Fue una sorpresa para todos. De Rosa se sabían sus inclinaciones, pero a Luz se le había conocido algún noviete y lo cierto era que salía en pandilla, iba a la discoteca de la capital, … En fin, que todos pensábamos que le iban los chicos.

– Pero no fue así.

– Pues no, ya sabe el refrán, ‘de este agua no beberé’.

Ni este cura no es mi padre, recita para sí el periodista, que vuelve a la carga: – ¿Y entonces apareció la pancarta?

– No, eso fue bastante después. Según parece, Rosa se acercó a Luz a base de afecto, simpatía y respeto, supongo -la mujer se detiene y el periodista mantiene el silencio, sabe que suele ser incómodo para la gente y les provoca a seguir hablando. No se equivoca -para el pueblo fue una sorpresa, porque lo llevaron muy en secreto. Solo cuando resultó evidente que eran pareja apareció la pancarta.

– ¿En el puente de la autovía?

– Sí, en el desvío hacia el pueblo. Dicen que la colocó Rosa en un momento de euforia, después de empezar a salir y como agradecimiento a Luz. El caso es que ahí siguen.

– Supongo que para el pueblo sería una sorpresa.

– Claro, entonces todavía era raro, no existía eso del ‘gay friendly’ o como se diga; a mucha gente le pareció mal, pero la verdad es que en el pueblo las dos estaban muy bien consideradas. Y, ya ve, llegó otra pareja gay y otra y otra, hasta que han hecho famoso al pueblo.

– Y la pancarta terminó en un museo.

– No es un museo, es como una sala de exposiciones, un ‘espacio de tolerancia’, lo llaman. Todo sea por el turismo, debieron de pensar entonces. Y, ya ve, hasta ahora.

– ¿Usted las conoce?

– ¿A Rosa y Luz? Claro, como todo el mundo; hacen poca vida social, pero se las ve en la tienda o paseando por la vega. Y no suelen faltar a ninguna boda gay en el Ayuntamiento.

– Pero no dan entrevistas.

– No, que yo sepa. Su casa es aquella del fondo de la calle, la que tiene la cerca pintada de verde. Pero tiene la entrada por el lateral, mejor de la vuelta a la plaza -señala-, llegará más directo.

– Me voy a acercar, a ver si hay suerte. Muchas gracias por todo, señora.

Se despiden. Rosa se ríe de su pequeña maldad; el periodista tendrá que dar un rodeo que le va a permitir llegar a casa y avisar a Luz de que no abra. ‘Maldita pancarta’, piensa, ‘en qué hora se me ocurrió colgarla, al final vamos morir de éxito’.


Los últimos románticos (Rafael Toledo Díaz)

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Espero que disculpen el atrevimiento de nombrar así este escrito, pero es tan bonito y sugerente el titular que, a pesar de que otros encabezamientos serían más acordes con el tema, he renunciado a cambiarlo.

Este mes repito protagonista, y otra vez vuelvo a referir detalles sobre la personalidad de mi amigo Manolo, que es un fenómeno. Ni que decir tiene que él sigue con sus neuras y sus contradicciones, pero si algo tengo que reconocer de mi amigo es que es un tipo comprometido y reivindicativo, sobre todo defendiendo los derechos sociales y de cualquier materia que mejore la vida de la gente.

Cada lunes le puedes ver megáfono en mano junto al grupo de jubilados que se manifiestan en el bulevar. Unos días tienen más concurrencia que otros, todo depende del tiempo que haga o del ánimo de la gente. Pero ahí están, firmes e incombustibles, lanzando a los cuatro vientos disertaciones repletas de sentido común, demandando mejores prestaciones sociales y, sobre todo, reclamando una sanidad pública de calidad que, tras la pandemia, ha quedado hecha unos zorros.

Manolo y yo nos conocemos desde hace muchos años, tantos, que ahora hemos celebrado el medio siglo que llegamos a esta ciudad. El otro día por fin nos juntamos tranquilamente, ya que siempre andamos atareados, y aunque nunca nos ha gustado regodearnos en el pasado y la nostalgia, inevitablemente terminamos hablando de los acontecimientos que hemos vivido juntos.

Si mal no recuerdo, nuestro primer encuentro fue en aquel club parroquial. Quién nos iba a decir que un grupo de jóvenes tutelados por aquellos curas comprometidos con la clase trabajadora sería el germen del tejido asociativo que ahora tiene la ciudad. En aquel grupo había de todo, pero era tanta la ilusión y tanto por hacer, que aparcábamos las diferencias para trabajar juntos.

Ahora, cualquiera que conozca a Manolo se sorprendería de su pasado y su trayectoria. Por eso, cuando lo recordamos, se sonríe; ¡menudo recorrido!, de La Legión de María a la JOC y después, todo un activismo político que muchos querrían para su currículo.

Pero él es un tío estupendo y nunca se ha beneficiado de su compromiso, que otros con dar dos carreras delante de los grises o posar en la foto sujetando la pancarta en el momento adecuado, se forjaron una fulgurante carrera política en los consistorios de la zona.

No, Manolo sigue fiel a esa ideología de la que otros reniegan a las primeras de cambio, y ojo, que de sectario no tiene nada porque defiende y discute cualquier medida o idea a realizar.

Siempre he admirado el atrevimiento de mi amigo porque yo siempre he sido más cobardica, o como decimos en La Mancha, más “cagueta”. Supongo que aquella manifestación donde había más guardias que manifestantes me marcó. Que cuando intuía que me iban a pedir el carnet me temblaban las piernas; él, aunque siempre con cabeza, sí que era más lanzado.

¡Qué tiempos aquellos!, me dice melancólico y suspirando. Manolo se lamenta por el declive del llamado “cinturón rojo” formado por los municipios del sur metropolitano y del que tanto se vanagloriaban los partidos de izquierda. Yo le quito hierro a su decepción y, bromeando, le respondo que se nos ha desteñido un poco el color y ahora somos el cinturón rosa o “losa”, como dice mi nieta, y los dos nos reímos a carcajada limpia. Porque tampoco vamos a ponernos trágicos, que todo cambia y evoluciona y, ¡qué carajo!, tocan otros tiempos, que nosotros ya hemos peleado lo nuestro.

A Manolo lo que le fastidia es que los jóvenes no tomen el relevo, que se han vuelto muy cómodos y no son conscientes de que este aparente bienestar en el que viven es un espejismo. Vamos, que lo tienen muy complicado y no parecen darse cuenta.

A través de nuestra conversación me he enterado que conoce a Carmen, que es una amiga a la que le gusta escribir versos, pero también reivindicar. Manolo me contó que suelen coincidir cuando acuden a manifestarse a la capital junto a otros grupos de jubilados. Porque Carmen es tan perseverante como Manolo y, coloquialmente, la llaman “La mala Paredes”, siempre ataviada con su eterno sombrero; es bien maja mi amiga Carmen.

Unos días más tarde, Manolo me invitó al local que tiene su asociación y la verdad es que remoloneé un poco, pero al final me convenció. Allí, junto a los aparejos para las fiestas del barrio, se encontraban arrumbadas un grupo de pancartas. Mira, me dice, ¿a ver si recuerdas?

Había algunas fabricadas con viejas sábanas y pintadas a mano sobre la lucha obrera y los conflictos laborales de las grandes empresas como Kelvinator. También sobre las movilizaciones para mejorar los convenios colectivos en CASA o de las huelgas en el sector de la madera en los primeros años ochenta.

Emocionado, Manolo las despliega con mimo como si de reliquias laicas se tratasen. Tiempos duros, me dice, y vuelve a referirme las viejas historias de cuando los manifestantes se refugiaban en los templos para protegerse de las cargas policiales o se encerraban en las parroquias demandando derechos.

Después encuentro otros carteles donde se nota la evolución en los materiales, porque para reivindicar la necesidad de un hospital las pancartas ya fueron de plástico y están confeccionadas de otra manera. Y es que a esta ciudad nunca le han regalado nada los mandamases de turno, que para conseguir cualquier prestación el vecindario siempre tuvo que pelearla en la calle.

No pretendo seguir contando las batallitas de Manolo y otras situaciones que hemos compartido juntos, pero los dos reconocemos que el ambiente está muy desmovilizado. Quizás sea normal, empezamos a ser mayores y la fatiga nos pasa factura, aunque él siga erre que erre.

Personalmente, creo que la precariedad y el trasiego de gente provocan el desarraigo, y por eso a la ciudad le falta memoria colectiva. Pero a pesar de todo, ahí siguen algunos como mi amigo Manolo, Carmen y otros vecinos anónimos que, obstinados y constantes, siguen bregando en las asociaciones, en la calle o en las redes sociales.

Yo reconozco que cada día soy más escéptico, o más realista. Pero ellos, a pesar de las dudas, trabas y derrotas insisten porque son unos románticos que, fieles a sus ideales, todavía perseveran y sueñan por conseguir una sociedad mejor.



Estrambótico (Maite Martín-Camuñas y Rosa Caporuscio)

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La nostalgia del silencio me invade,
cuando el ruido del mundo me abruma,
anhelo la paz que el silencio suma,
y huyo de la bulla que no evade.
En la calma del silencio me acomodo,
y encuentro la serenidad que busco,
olvido el estruendo que me turba,
y en el silencio, mi alma se renueva.
Mas el silencio también tiene su estrambote,
un eco que retumba en mi interior,
un grito que clama por ser oído.
Así que abrazo al silencio y su alboroto,
y aprendo a escuchar su dulce clamor,
pues en el silencio,
el alma encuentra su sentido.
Silencio, callado y mudo,
pero a veces más elocuente,
cuando las palabras faltan,
su presencia es suficiente.
El silencio puede ser triste,
o a veces muy reconfortante,
cuando el ruido nos abruma,
su paz es reparadora.
Hay silencios que incomodan,
y otros que nos hacen bien,
depende de su contexto,
el silencio es como un lienzo.
Así que no subestimes,
el poder del silencio,
a veces es más sabio callar,
y dejar hablar al tiempo.


El silencio II (Maite Martín-Camuñas)

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El silencio me abruma.

En esta oscura noche

de la distancia

el silencio se hace presente,

un vacío llena el espacio

y dentro, un sonido mudo.

Entre fresnos floridos

y caparazones calcinados de adioses.

Una liturgia de águilas,

un canto de la naturaleza,

un grito de auxilio

que no tiene ni fin, ni pausa.

El silencio es un intervalo,

un momento de reflexión,

es la naturaleza que nos pide

paz y esperanza de verdes praderas

y altos álamos y granados paraísos

es el grito que habla

y sentimos su temblor.

Es la ausencia contumaz

que me aborda en la oscuridad

con bramidos de silencio

sonriendo en la bruma

de mis desiertas noches.


Seguidillas (Maite Martín-Camuñas y Rosa Caporuscio)

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Silencio, callado y mudo,
pero a veces más elocuente,
cuando las palabras faltan,
su presencia es suficiente.
El silencio puede ser triste,
O a veces muy vivificante,
cuando el ruido nos abruma,
su paz es reconfortante.
Hay silencios que incomodan,
y otros que nos hacen bien,
depende de su contexto,
el silencio es como un lienzo.
Así que no subestimes,
el poder del silencio,
a veces es más sabio callar,
y dejar hablar al tiempo.

Ilustración de Rosa Caporuscio

Huida (Eva Soria)

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No sé por qué, aquel día cogí el viejo ejemplar de Le Petit Prince, una edición de 1970, para meterlo en el bolso. Presentía que aquella noche sería el comienzo de un aislamiento difícil de aceptar. La puerta que abría paso a la zona psiquiátrica del hospital de menores dejaba ver un pasillo muy iluminado y largo, muy largo. La enfermera nos condujo a una habitación donde solo había una cama, una mesilla, un aseo con mirilla y un armario cerrado con llave. Esa noche, como las siguientes, mi hija tendría que estar sola, privada del contacto exterior, y el interior vigilado. Los primeros minutos, los primeros pasos hacia el habitáculo, los primeros gritos y llantos iban siempre enmarcados por el ruido, el ruido de llaves que cerraban puertas, la del pasillo central, la de los armarios. Cualquier gesto cotidiano estaba prohibido, había que recuperar a las personas enfermas, tenían que acostumbrarse a la soledad, a escucharse en el silencio, a encontrarse de nuevo. Todo lo que supusiera gastar energías, estaba prohibido. Y, en aquella habitación, más ruido, el del llanto de mi hija. En el pasillo, el paso ligero de la enfermera al ritmo del tintineo de las llaves, llaves que cerraban puertas, el traqueteo de los carros con la medicación de los enfermos. Más ruido. El ruido de los gritos, de los llantos y de las llaves me golpeaba en la sien, no quería adaptarme al dolor, tenía que huir, pero no podía cargar con un cuerpo de 35 kilos.
Fue cuando cogí el libro que por la mañana sin saber por qué había metido en mi bolso. Todo estaba prohibido, la lectura a la enferma también, pero había que huir.
Entonces empecé a leer: “Cuando tenía 6 años, vi una vez una imagen magnífica…”.
Sin permiso y contraviniendo las normas, mi voz se adentró en cada una de las habitaciones donde las puertas estaban abiertas, para apaciguar el desasosiego de aquellos cuerpos de hueso y piel. El susurro y las historias de El Principito lograron adormecer los gritos, los llantos y el tintineo de las llaves. Solo se escuchaba mi voz. “…lo esencial es invisible a los ojos” . Por un instante, el silencio consiguió amordazar al ruido. Dejé de leer.
Entonces, otra voz quebró el silencio : “Elsa, dile a tu madre que siga leyendo”.
Retomé la lectura para seguir huyendo.


Silencio (Maite Martín-Camuñas y Rosa Caporuscio)

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El silencio.

Nuevamente el silencio…

Ya no susurras dulces palabras

en mi oído.

Solo escucho la penuria,

tu adiós sin palabras,

la deserción de tus manos

recorriendo mi piel.

Hoy me acaricia el frio destierro

de esta luna insomne

que vislumbra

desde el firmamento

la desolación de mi lecho

con la ausencia de tus besos.

Te fuiste una mañana

sin decir nada,

solo vacío y silencio

quedó de nuestro

amor de piel.

Ilustración de Rosa Caporuscio

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