Olores hay miles, ¡qué digo miles, infinitos! Si te llevaran con los ojos cerrados podrías ir oliendo el aire y saber dónde te encuentras: un basural, un centro comercial, un bosque de hayas, un prado de manzanillas, la playa (oh, la playa, con sus matices: playa de río, playa de mar, el olor a bronceadores de coco, el olor a plástico de los hinchables, olor a chiringuito, olor a mar revuelto, olor a algas, olor a mar planchado… ¡cuántos matices!). Los olores tienen la capacidad de trasladarnos en el tiempo también, y hay olores que nos acompañarán por siempre porque están unidos a recuerdos felices. Si has tenido la enorme suerte de tener una abuela de las que te ponen el desayuno en su casa sabes de qué te hablo.
El gran objetivo en la
vida de Said no es estudiar o trabajar, ni siquiera encontrar a
alguien que le quiera. Con apenas 19 años sabe que lo importante en
la vida es oler bien. Luego, todo llega.
Los olores son los
grandes delatores. Lo sabe bien Said. Cada mañana lo comprueba en
sus propias carnes, en el transporte público. Raro es el día que
alguien no se cambie de asiento para evitar tener que percibir su
fragancia. No es una cuestión de higiene, porque sucede también los
días que encuentra un lugar donde poder ducharse y lavar la ropa. El
olor lo impregna todo, es su sangre, es su piel, es su origen. Said
no quiere cambiarlo, sabe que eso es imposible. Quiere hackearlo y
seguir siendo el mismo. Ser un vencejo y no tocar suelo, oler a aire
y agua además de a fuego y tierra.
Da igual las veces que se
cuele en el supermercado y pulverice los probadores de frascos de
colonia sobre su cuerpo. Ese olor le persigue todo el tiempo. Lo
oculta durante unos minutos, tal vez unas horas, pero siempre vuelve.
Es como una maldición silenciosa. Como una señal olorosa que sólo
perciben el resto. Una alarma que indica a qué clase social
perteneces. También lo ha buscado en otros cuerpos. Aquella chica
alteraba su fragancia unos días, pero sólo cuando estaba con ella.
El muchacho llegó a pensar en más de una ocasión en el imposible
de meterse dentro de ella, robárselo, pero sin llegar a los extremos
de Jean-Baptiste Grenouille en “El perfume”.
Mejor hueles, más cara
es el aroma, más vales.
En la chabola que desde
hace unos meses comparte con un amigo en un parque en mitad de la
gran ciudad el olor parece haberse convertido en otro compañero, el
delator. El que informa al resto del mundo que allí viven dos nadie.
La primavera la atraviesa, pero nunca permanece en ella. La ciudad es
un conjunto de olores y ciertos hedores son como fantasmas que salen
de debajo de la tierra y tratan de atraparte para llevarte con ellos.
Tan sólo, tal vez, en esa pequeña clase en la que aprende español, cocina y cultura general, sólo de forma muy sutil y lejana, encuentra cada mañana, entre los ricos caldos que emergen de las ollas y sartenes en forma de vapor, un pequeño atisbo de cambio, y su olor a tierra empiece a tornarse en hierba fresca y flores alimento de mariposas. Olor a esperanza.
¿Recuerdos? Ninguno. La misma pregunta se unía como un eslabón perfecto a la misma respuesta. Solo el recuerdo de un leve olor me acompañó durante años. El olor de la infamia. Las pesquisas de la policía y los interrogatorios interminables a mis amigas, de nada sirvieron para reconstruir los hechos. Las luces de la discoteca reproducían a velocidad de vértigo las dos últimas horas de consciencia de aquel día. Caras y cuerpos con espasmos rítmicos entraban por mi retina y se desvanecían al mismo tiempo. Copas en la mesa, vulnerables ante los efectos de la nueva ola de amnesia que producían las últimas drogas introducidas, sigilosamente, por los depredadores nocturnos. De repente la oscuridad y la memoria petrificada. Existir sin ser. Durante años estuve en un estado de hibernación total, donde el recuerdo de aquella noche estaba amordazado por las cuerdas del miedo, del silencio, de la nada. Una hoja en blanco y siempre la misma. El tiempo pasa inexorablemente y aunque no cure todo, ayuda a apelmazar las capas menos amables de los estratos que forman la vida. Todo empezaba a fluir de nuevo, hasta que aquella tarde en el cine con mis amigas, un olor a callejón pestilente y húmedo que procedía de la butaca de atrás, resucitó imágenes hasta ahora inéditas en mi retina… Y no pude. Y no tuve fuerzas. Ese olor inmundo como un foco más de la sala de cine, me mostró nítidamente las dos últimas horas de mi inconsciencia. Y no pude mirar hacia atrás. Y no tuve fuerzas.
—Tenía
que pasar, no podemos decir que nos pille por sorpresa.
—Me
cuesta trabajo creerlo… Me negaba a creerlo, realmente.
—Pues
ya está aquí. Voy a asegurar las ventanas y las puertas.
—Hay
toallas en el armario del pasillo y la cinta adhesiva está en el
chifonier. Que no quede ni una rendija, por favor. Yo me encargo de
los ambientadores.
—Manos
a la obra… Ahora es más intenso.
—Sí,
me recuerda el patio de la casa de tus padres, en el pueblo.
—Es
verdad, una mezcla de azahar y hierba buena, intenso, pero al rato
cargante.
—¿Llamamos
a tus hermanas?
—Después.
Vamos a sellarlo todo primero. Además, ya lo habrán olido también
ellas.
—Las
redes están que arden. ¿Ponemos la radio?
—¿De
verdad quieres escuchar a esos bastardos? No, por favor.
—Tienes
razón. Sigo esperando oír una voz de apoyo. Soy una ingenua.
—Por
este lado me ha olido a vainilla.
—A
madera, aquí.
—La
verdad es que se lo han currado, ¿eh? Nunca había sentido tantos
olores en tan poco tiempo…
—Y
a pesar de ser tantos, son perfectamente distinguibles, no se
solapan, no se amalgaman, en realidad son olores limpios a pesar de
ser tantos…
—Ya
podían ser tan escrupulosos y profesionales para todo, coño.
—No
nos quieren, no nos quieren.
—Son
unos desagradecidos.
—Con
mala memoria.
—Qué
habría pasado en esos momentos tan delicados. Dónde habría estado
“su” presidente.
—Ninguno
está a la altura, desde luego.
—Qué
desastre. Es inútil. El olor se mete por todas partes.
—Inevitable.
—Ya
están aquí, ¿lo notas? Es el fin…
—Ay,
por favor, es insoportable. Están al otro lado ya, puedo sentirlo.
—Y
yo… Dios mío…
—Y
ahora este hedor… Huele a mierda, cariño. ¡A mierda!
—…
—¡Pero
esta peste no viene de fuera…!
—No
me mires así. Lo siento.
—Es que se lo ponemos a huevo, caramba. Puedo imaginar los titulares: La corona apesta, el rey se caga… Anda, ve a limpiarte antes de que tiren la puerta abajo.
He metido la nariz en las metáforas
y olfateo el olor corrosivo del tiempo
Me llega el olor de lecho al despertar
y el que resurge después de haber amado
El olor de casa sola inunda el ambiente
y de las paredes brotan gritos mitigados
por una suave fragancia de ensueños
Al contrario que a Neruda
me gustan las ciudades con olor a mujer
y a pis de perro blanco y negro
Los olores asignados ya me buscan
para envolver mi cuerpo en ese olor tuyo
que nunca se olvida
Tu
niñez olía a leña y carbón cada mañana al bajar a la cocina,
después de darte la última vuelta en la cama, arrebujado a las
sábanas, tras escuchar el gallo y la campana de la iglesia. Madre
estaba siempre, con su luto, su moño recogido y la sonrisa abierta
de par en par, calentando el café recio y el pan con mantequilla,
que devorabas sin prestar atención. Al salir, el sol inclemente y el
viento añejo se confabulaban con la tierra yerma para decir:
márchate.
Recorriste
ciudades, campos y mares. Buscabas sitio para asentar tu corazón, en
medio de atmósferas cambiantes, de gentes con atavíos de colorín,
de rostros angulados por el empeño. El sol y la rosa de los vientos
parecían impulsar la vida en aquellos lugares, casi siempre con
esfuerzo, alguna vez, ¡que fortuna!, cuesta abajo. Compartiste sus
afanes y sus fiestas, los cantos, el humo y la bebida; suspiros
efímeros y risas con patente de corso. Aprendiste al empaparte de
olores que engañaban el tacto, de sabores que contradecían el
olfato.
Extranjero del desencanto, reconociste tu sitio al girar una esquina, en una ciudad anónima, parecida y distinta a muchas otras. Era un lugar improbable, una escondida fonda austera y remota sin mayor distintivo que el humo de presagio que salía retorcido por la chimenea. Al entrar, el olor a leña y pan con mantequilla atrapó tu corazón. Aspiraste la certeza del viajero que hace un alto en su singladura. Una parada, quizás, definitiva.
¡¡Caramba,
casi me atropella mayo!! Y aunque la expresión puede desconcertar
por rara y extravagante, viene a cuento por el escaso margen de
tiempo para aceptar el reto de El Globosonda para este mes. Sin
embargo, elegido el tema, reconozco que me gusta y además lo
considero muy acertado para la primavera.
Otra cosa es
cómo meterle mano a un asunto tan importante y amplio sobre este
sentido del olfato, tan primordial e importante para tener una vida
plena. Una materia repleta de gamas y matices, desde las evidentes
fragancias a los ambiguos e indefinidos perfumes. Además, y
dependiendo de cada uno de nosotros, le daremos mayor o menor
importancia en nuestro entorno cotidiano.
“Algo
huele a podrido” es una expresión
coloquial que utiliza la alegoría del olfato cuando se sospecha de
actitudes deshonestas, cuando no delictivas en muchos ámbitos de la
vida social, sobre todo en la política, en la economía o en la
empresa, e incluso en las relaciones humanas. Un tufo al que nos
hemos acostumbrado, un mal de nuestro tiempo que, desgraciadamente,
ningún desodorante o perfume puede disimular.
Malos y
buenos olores y siempre dependiendo de las circunstancias. Si me dan
a escoger, prefiero el olor festivo de la pólvora, de una traca o
mascletá, a la pestilencia explosiva de bombas y proyectiles junto
al hedor de la muerte y la destrucción.
Pero de
repente me vienen a la mente otras emanaciones que me reconcilian con
algo provechoso, sobre todo para mi organismo. Me refiero al olor que
desprenden los alimentos, cuando estamos a punto de elaborarlos en la
cocina. La sensualidad, la voluptuosidad, el gozo y el deleite que
provocan los vapores y aromas cuando cocinamos determinados platos
como caldos, guisos y asados que invitan a desarrollar otros sentidos
esenciales. También hay excepciones que provocan rechazo, por
ejemplo, cuando hervimos coliflor, de repente la fetidez invade mi
cocina y su tufarada me provoca rechazo. Por tanto, siempre suspiro
ante la agradable fragancia de un obrador y reniego de los efluvios
de cloacas y alcantarillas.
También y como es lógico, algunos olores caen en desuso y pasan de moda, se vuelven rancios y su recuerdo nos suele provocar una sonrisa. Qué me dicen de Varón Dandy, una colonia que marcó a toda una generación de hombres, con sus aromas a madera, a cuero, a esencias de incienso etc. según dice su publicidad. Otro claro ejemplo es la loción para después del afeitado Floid, olores de ayer inconfundibles, como el trasnochado Pachuli el perfume preferido de los hippies.
Hay otras
esencias que permanecen constantes por su extrema sencillez y que nos
resultan cotidianas y asequibles, como el olor de la ropa limpia, del
jabón o la fragancia que emana la simple higiene corporal.
Ahora que
empiezo a sumar años y canas percibo la disminución de algunos
sentidos , entre ellos el olfato, y como no me resigno, utilizo un
recurso para suplir este déficit recordando sensaciones de mi niñez
grabadas en la memoria. Por eso, tratando de compensar el cansancio
de mis células olfativas me animo a recordar aromas que se alojan en
mi subconsciente, como si de una ligera mochila se tratase, como un
tesoro al que recurrir cuando percibo el declive de mi pituitaria.
En fechas
como esta, y aunque ya atenuada mi fe, me provocan una sonrisa
aquellas tardes de mayo y los cantos a María en el colegio, con sus
altares repletos de rosas y celindas que emanaban un olor dulzón
que, asociado a los rezos, nos incitaban al sopor.
Pero sobre todo rememoro aquellas sensaciones que percibí en un pasado lejano, y entonces echo de menos el olor a humedad antes de la tormenta, el aroma de la hierba recién cortada, la fragancia áspera y seca de la mies en la era, el olor a cera e incienso durante la Semana Santa e, imprescindible, necesito el olor del mosto fermentando en las tinajas al iniciarse el otoño.
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