Semblanza (Ismael Sesma)
Categoría: La caja negra
Hace unos días, una joven te cedió el asiento en el autobús, desde entonces te miras al espejo con atención concentrada y encuentras una versión desvaída del que te habitó; ¡si tu madre te viese! Te cuesta moverte en este mundo líquido, espeso, complejo, en el que no encuentras lentes para distinguir lo real; todo son reflejos y deslumbres. Te sorprende la mezcolanza de gentes que cargan maletas e idiomas a tu alrededor; empeñados en entenderse, pero extraños como tú, da igual dónde estés.
Te repelen las personas intensas, que hacen de toda explicación una marejada. Te inculcaron el ir por derecho, la sencillez, la claridad; ahora los buscas y no siempre están, ni se los espera, barridos por ofensores u ofendidos, la única clasificación que parece hay que tener en cuenta. Eres de misa dominical, te gustan el silencio, los ecos y el olor a incienso que te acerca a tu abuela, con sus velos negros, sus peinetas y sus guisos de puchero, que servía hirviendo, porque la comida fría pierde sabor. Te pasaba los dedos ensalivados por el flequillo y salías a la calle con una confianza pueril que marchó con ella cuando murió. Odias las camisas arrugadas, a la calle se sale como un pincel, decía tu madre satisfecha al echarte la última ojeada camino del instituto, la universidad o la oficina; ese último vistazo que sigue siendo linterna de vida. Desde que pudiste, te dejaste un bigote espeso y acharolado como el de tu padre, de quien admiras la calma de porcelana con la que enfrentó cualquier acontecimiento hasta el final. En tu soledad, revisas fotos antiguas y rememoras momentos que solo tienen sentido mirando hacia adentro, lugares con latidos y apéndices que solo tú conoces. Te afecta la falta de luz de estos meses; en cuanto puedes, viajas al Levante y te empapas de su claridad, de la tibieza de los cielos de azul perenne, del influjo del mar como bálsamo. Allí te sorprendes hilando conversaciones sin rumbo ni destino con gentes que llegan, apenas te rozan y desaparecen. Eres de visitar a los tuyos los días de difuntos y asear su memoria; te desagrada la impostura del truco o trato, aunque repartes caramelos entre los niños del vecindario que golpean tu puerta. Esperas la llegada de las Navidades con sus luces, los trasiegos, las compras, los ojos brillantes de los niños, el descorche de deseos espumosos. Participarás en los ritos y liturgias, felicitarás a todo aquel que se te ponga a tiro con tu mejor sonrisa y el corazón acompasados. Ya solo en casa, cantarás bajito algún villancico heredado con voz quebrada y cuando brindes por el Año Nuevo y cambies el calendario de la cocina, pensarás con poca convicción que, como decía tu abuela, lo mejor siempre está por llegar.