Archivo por meses: marzo 2023

El huevo (Maite Martín-Camuñas y Rosa Caporuscio)

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Categoría: La caja negra

 Era pálido como la misma luna
 ovoide como el planeta
 tierno como un retoño
 pertinaz como la existencia
 hermoso en su liviandad
 etéreo en su estructura
 fértil en su interior.
 Eso no le bastó
 para que la mano gigantesca
 lo tomara en su palma
 y lo exprimiera
 como una toronja,
 derramando su sangre
 amarilla
 por el entramado de madera
 del inmundo piso
 de aquel gallinero
 donde estaba  
 destinado a brotar
 el contenido  
 encomiado de su núcleo,
 dando fin a la historia  
 antes de dar inicio
 la fábula  
 que había de narrar. 
Ilustración de Rosa Caporuscio

Despedida (Carlos Candel)

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Categoría: La caja negra

La abuela está de cuerpo presente. Que es como decir que sólo quedan de ella los huesos, la carne y la piel que los recubre. Ni siquiera su expresión es la suya. La memoria líquida de su vida permanece sólo en nuestras conversaciones. Esa mujer poderosa que una vez se encaró con aquellos soldados, escopeta en mano, para que no se llevaran los pocos víveres que había almacenado, nos dejó ayer.

“Hace tiempo de aquello…”, lo cuenta uno de sus hijos, el tío Narciso. La madre con carácter de hierro que no nos permitía sentarnos a la mesa hasta que ella no estuviera probándola primero. “Era para que nadie le acusara de que estaba salada o sosa…”, aclara Gonzalo durante la comida, que hemos hecho en un restaurante cercano mientras dos tías abuelas, que apenas la han dejado sola, la acompañan con sus rezos. Delante de la abuela, en la casa, nadie se atreve a toser siquiera. “Siempre le molestó el ruido excesivo…”, comenta Clara en voz baja. Es como si tuviéramos miedo a despertarla, a incomodar su descanso eterno. Yo siento el movimiento de mis tripas, ahí abajo. Me sube el calor de la comida a la cara, espero que mis intestinos no desborden la paz que se respira en esta casa. En el restaurante tan sólo había un menú, el que sirve Tomasa cada jueves, el que hemos comido todos. Presiento que el resto está igual que yo. Junto a la cama, a ambos lados del cadáver, permanecen Juana y María, con un rosario entre las manos. Acarician esas pequeñas bolas de madera una y otra vez mientras murmuran algo entre dientes. Antiguos mantras. El aire es tan espeso en la estancia que siento que para moverme tengo que nadar.

“Ella sola se hizo cargo de todos nosotros, era la mejor…”, afirma Aniceto, el menor de los hijos. Mi madre asiente, aunque presiento que no le está escuchando realmente. Su cabeza parece estar en otra parte, quizás rememorando a aquella mujer con la que se crió de pequeña. “A mí me dio buenas tundas por mancharme la ropa…”, escupe Manuel. El aire se vuelve aún más denso. Todos dirigen la mirada hacia el suelo. No sé si van a llorar o a reír. Parecen contener la respiración. Las plañideras callan por un momento, como si el silencio se hubiera apoderado también de ellas. Y, en ese preciso instante, se escucha un sonoro pedo. Se detienen todas las conversaciones. Y, tras un breve momento de confusión, las miradas se dirigen hacia la abuela. El ruido procedía de allí. Excepto las plañideras, que no levantan la vista de su rosario y no han cesado de rezar. Nadie dice nada, pero todos piensan lo mismo. ¡Zaaascaaa! Suena otro retumbe junto a la puerta, que a todas luces parece provenir del tío Narciso. ¡Zuuumbaaa! Le contesta la tía María. ¡Zataclaca! Responde Gonzalo. ¡Puuumbaaa! Interrumpe mi madre, que parece quedarse a gusto. ¡Porrompompón! Se alivia Clara, que no quiere ser menos y que llevaba tiempo aguantándose. ¡Pimpaaam-púm! Reclama la tía abuela Juana. ¡Morrocotoco! Protesta Aniceto con alevosía.

Era como si la abuela, incluso después de muerta, estuviera concediéndonos el permiso para poder liberarnos en su presencia. Así que yo, como buen miembro de la familia, participé con un ¡Fiiiiiuuummmmiií! que terminó por llevarnos a todos fuera de la casa, entre carcajadas y retortijones. Y es que, en los velatorios, hay momentos para todo. También para las risas. ¿No os ha pasado algo parecido alguna vez? A la vuelta, paradójicamente, el ambiente era mucho menos denso y parece que la despedida fue mucho más ligera.


¿Y quién es ella? (Carmen Paredes)

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Categoría: La caja negra

Traviesa tranquila modosa

obediente locuaz tímida

brillante curiosa cumplidora

enamoradiza fea solidaria

saludable fiel rebelde

guapa ambiciosa activa

pusilánime valiente conformista

silenciosa hipocondríaca trepa

Animada conversación

en la sala del tanatorio

y sólo puede sacar de dudas

la persona que ancha y larga

reposa en el ataúd


Elegía (Carlos Gamarra)

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Categoría: La caja negra

Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé! (César Vallejo)

Galopa la noche en su yegua sombría
La vida es neblina que se va
llevada por el viento

Muchos son los dolores recibidos 
y aunque algunos no se borran
no debemos rendirnos

Debemos acostumbrarnos a las ausencias
y aceptar las pérdidas
que siempre vivirán en nuestros corazones

Sigue habiendo fuego en mis sueños
porque volveremos a besarnos
nos podremos abrazar

y en la penumbra del universo
me apropio del duelo
     y
     del velatorio

Resurrección (Eva Soria)

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Categoría: La caja negra

Catalepsia. Siempre lo había asociado a historias tenebrosas de novelas de ciencia ficción o a las noticias sensacionalistas que suelen aparecer en los medios de comunicación, pero lo que jamás imaginé fue formar parte de una nueva temporada del Walking Dead.
Nos remontaremos a la mesa de operaciones, al informe de muerte clínica y a la angustia de no poder gritar: “¡Cabrones, que os estoy escuchando!”. Después de pasar por el protocolo de estos casos: cámara frigorífica y maquillaje incluido, llegó el momento del velorio. La idea de pensar en tu entierro e imaginar la gente que asistiría a la ceremonia, la asociaba a la imaginería romántica, aunque pensándolo bien se acercaba más al surrealismo extremo.
En el tanatorio, fue donde me di cuenta de lo guapa, maravillosa, inteligente y buena persona que era, incluso para las personas a las que no conocía o que fueron simple anécdota en mi vida. La intensidad del drama familiar era directamente proporcional a mis ganas de poder mostrar algún signo vital, que indujera a pensar que muerta no estaba, que todo era una horrible pesadilla. De repente sufrí un espasmo tan brutal que hizo trepidar el soporte del ataúd. El estruendo de la habitación acristalada provocó en los asistentes una histeria colectiva donde los gritos, espasmos, empujones, desmayos y rezos, resonaron en todo el recinto. Todo esto sucedía al tiempo que los calambres que recorrían mi cuerpo, hicieron que me quedara sentada con los brazos y piernas estiradas, un extraño híbrido entre muñeco de playmobil y muñeca hinchable. Como es normal, en la sala del tanatorio hubo un fallecimiento, que no el mío, esta vez fue el del agente de seguros de vida, y yo no sabía muy bien qué hacer, si ceder mi sitio, esperar a que viniera la ambulancia o quedarme quietecita.
Una semana después de mi resurrección, aparecí en la prensa nacional e internacional, tengo una propuesta de beatificación, pero lo más importante es que una conocida editorial se puso en contacto conmigo. Si quieren conocer mi historia, estaré encantada en firmarles un ejemplar en la próxima Feria del Libro.


De cuerpo presente (Carlos Lapeña)

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Categoría: La caja negra

Pobrecillo, qué mala suerte. Esperando la jubilación todo este tiempo para acabar así en dos meses. Ni dos meses ha tenido el hombre para disfrutar su jubilación, qué lástima, qué injusta es la vida… Bueno, no tanto, porque su buen dinero sí que le deja a Montse y a los chicos… Montse… Ella sí que podrá seguir adelante en buenas condiciones, sin pasar apuros y con esa belleza todavía notable… Ya lo creo. Ahora llorará un tiempo, pero se repondrá y pasará a una nueva etapa seguro que llena de nuevos alicientes, porque no está sola ni es persona pasiva y tiene muchos intereses y no está nada mal, así que lo que ella quiera…

Quiera el cielo acogerlo en su recinto y Dios en su seno. Rezaré por él. Era buena persona, buen marido y buen padre. Buen vecino. Es una lástima que se haya ido tan pronto, tan joven, porque tener sesenta y cinco años hoy es ser joven, ya lo creo…Yo soy joven con sesenta y cuatro, también, y espero cumplir muchos más, desde luego, tendrás que esperarme algún tiempo, querido, y ojalá que Montse no nos impida en la otra vida lo que nos ha impedido en esta… No sé que viste en ella que no pudiste ver en mí, tontorrón, con lo bien que lo habríamos pasado…

Pasado un tiempo lo calabas, ya lo creo, y descubrías lo que en verdad era, un mequetrefe, un santurrón, un pichafloja… Está mal visto hablar mal de un difunto, pero no pensar lo que te salga de los huevos. Pensar se puede pensar lo que sea, solo faltaba, y yo pienso que este tipejo era un mequetrefe que mostraba la imagen de un tío enrollado, inteligente e interesante, pero en realidad era un simple, parco en palabras porque no tenía ideas propias y escasa cultura, a pesar de las apariencias… Sí, hombre sí, ahí echado muestras lo que eres en realidad, lo que eras en realidad. No te digo que descanses en paz, porque ya lo hacías en vida, triste, que eras un triste…

Triste, triste, esa es la palabra, cariño. Me quedo triste sin ti. No sé si está bien sentir más tristeza que dolor, pero es lo que siento. Quizá sea egoísta, quizá ver los planes truncados y lamentar lo que no ha dado tiempo a hacer sea egoísta, quizá enfadarme por lo que tu muerte me ha impedido conseguir sea egoísta… Soy egoísta y la tristeza es la prueba de ese egoísmo…

Egoísmo. La muerte es el mayor acto de egoísmo. Sufrir un accidente o padecer una enfermedad y morir es egoísta, absolutamente, al menos para el hijo que queda huérfano y sin posibilidad de cantarte las cuarenta, pa-pá… ¿Me oyes, pa-pá? Un puto egoísta que se muere sin previo aviso, un maldito egoísta que sucumbe a la ley de vida sin haber dejado preparado a su hijo, sin dejar que su hijo lo mate, como mandan los cánones psicoanalíticos. Nunca te lo perdonaré, pa-pá. Y te seguiré llamando pa-pá siempre, ahora que no me oyes, como te gustaba y yo me negaba, pa-pá, desde mis diecinueve años hasta que te alcance y te supere y cumpla más años que tú y muera de viejo, ojalá…

Ojalá te hubiese contado lo que me pasaba. Ahora qué hago. Mamá nunca me perdonará que se lo diga a ella sola, sin poder saber tu opinión, tu postura, la alternativa que solías encontrar a los aparentes callejones sin salida… Mamá me odiará por haber callado…, por favor, ayúdame… Qué digo, dios mío, qué mal estoy. Te pido ayuda, como si no tuvieses suficiente con lo tuyo…Muerto, papá, estás muerto, por favor… Qué voy a hacer yo ahora, qué voy a hacer, qué…

Qué coño pasa aquí… A que me levanto…


¡No seas triste! (Ismael Sesma)

Categoría: La caja negra

Adolfo rumiaba en la espera del momento de dejar este mundo; sabía que su tiempo había pasado y estaba postrado en la cama, víctima de numerosos males. Cuando la muerte llegó a los pies del lecho, con su túnica negra, su gesto vacío y su afilada guadaña, el anciano la reprendió:

– Quizás este momento sea un trago para otras personas, pero yo estoy cansado, he vivido una existencia plena y me gustaría dejar la vida con otra sensación. ¡No sea triste! –añadió.

La muerte reculó, se diría que le sorprendieron las palabras del anciano, y desapareció. Volvió a la habitación la tarde siguiente, acompañada de un mariachi, todos ataviados con sus trajes vistosos, sus charreteras y sus sombreros enormes. Dedicaron dos corridos al anciano, que en el último estertor proclamó:

– Ha superado usted mis expectativas y se lo agradezco, compañera de viaje. Como última petición, espero que mi despedida social mantenga esta misma altura.

Adolfo, ahora sí, falleció con su mejor sonrisa prendida del rostro. La muerte se lo llevó, preocupada por el encargo. En el tanatorio todavía resuenan los ecos de aquel velatorio.



El velorio (Maite Martín-Camuñas)

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Categoría: La caja negra

El muertito estaba ahí, tan a gustito en su camita de madera, tapadito con su satén blanco, tan guapo, tan elegante, que muchos de sus deudos decidieron hacerse un selfie a través del cristal de la ventanita que los unía.

Él, en esa sala refrigerada, tan fresquito, tan quieto y solito; el resto, en la sala del velorio, con una temperatura mínima de 27º, con dicha sala atestada de personas dispuestas a dar su último saludo al amigo o familiar que se marchaba.

En el pasillo exterior era aún mucho peor, pues la temperatura en esa tarde del mes de agosto madrileño estaba alrededor de los 43º más o menos y con un sol de justicia columpiándose en el filo de la baranda.

Dentro del salón comenzaba a oler a piel sudorosa mezclada con los más elegidos perfumes comerciales, se veía correr las gotas, siempre indeseadas, del sudor por los compungidos rostros. Por las bien peinadas melenas de las señoras se deslizaban furtivas las gotas de hircismo y los señores disimulaban mientras se pasaban un pañuelo de tisú por las relucientes calvas. Marcadas manchas aparecían en las camisas y blusas, los abanicos bailaban el lujurioso vals del acaloramiento; el agua fría de las máquinas del pasillo ya hacía horas que había desaparecido y en la mesita donde se había depositado el ambigú, las latas de refresco se antojaban pequeños cascarones infernales a los que nadie osaba acercarse por temor a que saliera disparado el gas oculto por efecto del calor.

La viuda y los hijos ya no se sabía si estaban llorando o si por sus pómulos lo que se deslizaba era el incómodo purito sudor.

Las pañideras de Luanco

Por fin, se sintió un movimiento en la sala del muertito, llegaban los enterradores a buscarlo, un funcionario les anunció que antes de recogerlo se podía pasar a darle el último saludo.

Todas y cada una de las personas allí reunidas quiso hacer ese recorrido para despedirse del muertito y rendirle el debido homenaje, o para tener un instante de respiro en la deseada sala del refrigerador, antes de recorrer las intempestivas calles del cementerio hasta la última morada del muertito.

Se movió la comitiva muy despacito tras la camilla de acero que transportaba el féretro de madera barnizada del muertito, con expresiones dolientes y tratando aquella serpiente humana de permanecer bajo la apurada sombra de las hirsutas paredes de los nichos de aquel camposanto hirviente bajo los implacables rayos del sol de verano.

Hubo suspiros de alivio al constatar que el pasillo donde se encontraba el nicho que le daría cobertura para toda la inmortalidad, se hallaba orientado hacia el norte y que los calores no le iban a molestar en toda la eternidad.

Acabado el duelo, fueron saliendo a una velocidad un tanto inapropiada para el lugar de reposo en el que se encontraban, pero todos estaban ansiosos por alcanzar el interior de sus vehículos fuertemente acondicionados con aire frio.

Ya nadie se volvió a acordar del muertito que descansaba a perpetuidad con los pies hacia el norte y la descarnada cabeza hacia el ardiente sur.


Ya nada es igual (Rafael Toledo Díaz)

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Categoría: La caja negra

Ahora todo es diferente, quizás porque los tiempos cambian, porque evolucionamos y hay que pasar página o porque esa forma de actuar, esas costumbres, han quedado obsoletas y solo son comportamientos y tradiciones de los mayores.

Al atardecer de aquel día de enero las campanas de la parroquia sonaron a tránsito, pero cuando él llegó ya era noche cerrada, y estaba aterido. Después de abrazar a sus familiares y saludar a los allí reunidos, atravesó el patio rápidamente, pues empezaba a helar. Tampoco al entrar al portal sintió mayor consuelo, pero qué importaba eso ahora; inmediatamente, abrió la puerta del dormitorio, lentamente, casi con sigilo y con los sentidos a flor de piel. La habitación estaba más diáfana que de costumbre porque habían desarmado la cama y, justo en el centro, un armazón metálico sostenía el ataúd donde reposaba el cuerpo del abuelo y, al lado, un enorme velón iluminaba de soslayo la cara del cadáver. La escena era tan tétrica como cinematográfica.

Se acercó al féretro y trató de concentrarse. Javier se consideraba un tipo duro e insensible porque le costaba mucho expresar los sentimientos y las emociones. Difícilmente se le escaparían las lágrimas, sin embargo, se mantuvo serio y circunspecto ante el cuerpo inerte. Mentalmente, se esforzó en recordar situaciones junto a él. Necesitaba imágenes y postales para activar la congoja por su ausencia física, porque a partir de ahora su abuelo solo sería memoria. Su agitado cerebro se debatía entre los momentos que compartieron durante su infancia y la realidad actual, pero su barullo mental no tenía sentido. Su fallecimiento era la consumación de un declive natural por la edad, ya que tuvo una vida larga y casi plena.

Aunque la abuela hacía rato que se había retirado a dormir, a nadie le extrañaba su ausencia, ya que también ella estaba muy mayor. Tranquila y resignada, siempre fue una mujer fuerte a pesar de su aparente fragilidad. Era notorio que el abuelo la mimó mucho, pero sabía que sus hijos seguirían cuidándola. Por eso no hubo que insistirle demasiado para que descansara. Es más, le pidió a una de las nueras que le preparase unas “paparajotas” para cenar. Ese antojo decía mucho de cómo se lo había tomado.

Mientras tanto, la puerta de la calle permanecía entornada e iban llegando más familiares, vecinos y conocidos. Poco a poco, y a medida que pasaban las horas, la casa se fue convirtiendo en un hervidero, pues el abuelo tuvo una ocupación pública y era muy popular. Pero, mientras en la habitación donde se encontraban las mujeres no había excesivo ruido, la que ocupaban ellos se había transformado en una animada tertulia.

Los velatorios siempre han sido así, y más en La Mancha, que tiene una larga tradición de costumbres fúnebres, un acto social de reconocimiento donde el principal actor es ajeno a cumplidos y alabanzas.

Los varones allí reunidos, después de hacer algún comentario sobre su relación con el finado, derivaban la conversación a otros temas más evidentes, el campo, la cosecha, los precios de la uva o el aceite, la siembra y sobre todo a la escasez de lluvia. De vez en cuando servían café de puchero, algún licor y rosquillas, un agasajo habitual para contentar a los deudos. Que no faltase un detalle para que nadie pudiese hablar mal de la familia.

Entretanto, las mujeres cotilleaban sobre el barrio. Algunas, las menos, rezaban rosario en mano. No había prisa, hasta la madrugada todo sería un ir y venir, un trasiego de gente para mostrar sus condolencias y, después, solo los más allegados se quedarían a velar al padre y abuelo con mayor recogimiento.

Pero mientras en la alcoba el silencio era absoluto, en las otras estancias de la casa el susurro inicial había subido de tono, pues a esas horas ya se contaban chascarrillos y chistes sin pudor. Lo más serio y apropiado del momento lo escuchó Jacinto de la boca de uno de sus tíos que, refiriéndose a la situación, y con respecto a la abuela, si por él fuera y llegado el trance, se la velaría también en la casa. Nada de utilizar el moderno tanatorio que habían construido en las afueras del pueblo, porque a él no le gustaban esas moderneces. Y, por supuesto, no hubo ningún debate sobre la inhumación o la cremación a pesar de ser una opción que empezaba a ganar adeptos.

Al día siguiente se consensuaría el habitual protocolo al término del funeral: quién encabezaría el duelo y el orden estricto del mismo. A Javier le extrañaba que a la salida del templo ningún familiar acompañase al coche fúnebre hasta el cementerio. Se consoló pensando en que algo habían evolucionado las costumbres, pues en primavera ya se podría enjalbegar. No como antes, que podías adivinar si hubo algún fallecimiento en el domicilio por el deterioro del encalado de la fachada.

Todo esto recordaba Javier viendo en la tele las imágenes sobre la improvisada morgue del Palacio de Hielo por el colapso de las funerarias en la pandemia. Coches fúnebres y ataúdes anónimos, operarios y ningún familiar.

Qué pesadumbre y cuánta desgracia que nadie pueda decirle adiós a los suyos, aunque solo fuera un hecho social y protocolario, qué tristeza. Jacinto incluso pensaba en los innumerables errores que podían cometerse entregando cuerpos equivocados, y elucubraba sobre el número de lápidas que nunca reflejarían la confusión y el descuido. No quiso regodearse en su pensamiento porque todo era un disparate.

Evidentemente, todo cambia, pero Javier no tenía claro si era mejor el paripé y la parafernalia de antes o el pragmatismo y la funcionalidad actual. Aunque, al fin y al cabo, el finado es siempre ajeno a los honores o merecimientos sobre su persona. O. como dice el tosco refrán popular sobre el inevitable final, pues “A burro muerto, la cebada al rabo”.


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