Haiku ilustrado XL (Carlos Lapeña)
Categoría: La caja negra
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Categoría: La caja negra
Lloyd Olsen se encuentra en la cama de un hospital. A sus casi ochenta años, el granjero está viendo morir los últimos días de su vida, en soledad. Una máquina, en simbiosis con su cuerpo, insufla aire a sus colapsados pulmones y lo mantiene semidespierto. Quizás sea por eso por lo que en su frágil conciencia se repitan imágenes vívidas de su querido amigo Mike. Han pasado más de cuarenta años, pero no lo ha olvidado. ¿Cómo pudo suceder? Aquel pequeño animal vivió junto a él durante dos años, a pesar de haberle seccionado con el hacha buena parte del cráneo. “¡Maldita sea mi estampa!”, se maldijo en varias ocasiones al darse cuenta de que esa noche no cenaría pollo. Mike, ya sin cabeza, se le escapó de entre los dedos y corrió a esconderse en algún rincón del corral. Parecía tener la capacidad, ya sin cerebro, de retener en la memoria las dimensiones del mismo. Daba la sensación que desde allí lo miraba, sin ojos, e incluso trató de acicalarse con una pata y graznar con un inexistente pico. Aquella forma de mirar, sin mirar, ocultaba un vacío mucho más profundo que el agujero que el filo del hacha había dejado en su cuello. Lloyd quedó tan maravillado con aquello que lo mantuvo con vida todo lo que pudo, a base de leche con pan y pequeños granos de maíz que introducía con una jeringa por el agujero abierto del gaznate. El animal movía las alas frenético, cada vez que lo tocaba, a la espera de su merienda. Lloyd siempre tuvo la duda de si aquel ser sintiente era el mismo que aquella tarde estuvo a punto de desplumar para la cena. ¿Cómo se puede ser sin cerebro? ¿Era Mike, en realidad, una simple cáscara con un mínimo interés por mantenerse con vida? ¿Y quién no lo es de alguna manera? Quizás esta pregunta surja ahora con mucha más intensidad, dadas sus circunstancias, cuando la vida parece un camino a través del bosque, atravesando claros de luz y zonas en penumbra.
Juntos recorrieron multitud de ciudades en las que el pollo fue exhibido frente a un cada vez más entregado público. Llegaron a ganar cuatro mil de los grandes al mes. Para Lloyd fueron los momentos más intensos de su anodina vida. Pero tras su muerte, todo se volvió más oscuro, más lento. Echaba de menos viajar, darse la vida padre, comer en restaurantes de esos de pollo frito cada vez que se le antojaba sin necesidad de usar su hacha y que la gente lo reconociera por la calle. “¡Eh, mira! ¡Por ahí va el tío ése del pollo sin cabeza!”
Por eso hoy, al borde ya del abismo, recuerda a aquel animal que tantas alegrías le dio. Y piensa si no habría sido mejor comérselo. Y mientras atraviesa la última penumbra antes del gran claro, se termina su último muslito de pollo con una boca en una cabeza que ya no existe. Y conforme lo va rebañando y la carne poco a poco desaparece, el hombre se va quedando en los huesos, y su existencia se le va escapando de entre los dedos.
Categoría: La caja negra
En Las Batuecas y en Babia
en las musarañas y en la inopia
y hasta en las nubes se oculta
cuando más la necesito
como ahora que preciso
terminar este poema
Para atraer su atención
pongo luces de colores
aromas y melodías
y empecinada sigue en silencio
Apago el ordenador
salgo al parque de paseo
y ahí está
mas no es la mía
sino la de D. Francisco
insiste persevera -dice-
que también me la perdieron
y ahora luce aquí grande y hermosa
Categoría: La caja negra
Apareció en el cesto de la ropa sucia, la de color. Tenía los ojos cerrados, como la boca, y una sonrisa ligera y serena iluminaba el rostro. Daba la sensación de que se encontraba muy a gusto, la verdad, allí metida, entre los calcetines, las bragas y las blusas, entre la ropa usada que esperaba la colada. Podría decirse que ese era su lugar en el mundo. Quién podía imaginarlo cuando desapareció.
En fin, Mari tuvo un instante de duda que resolvió con bastante sentido común. Tomó el cesto, lo llevó a la cocina, metió su contenido, todo su contenido, en la lavadora, eligió el habitual programa para prendas delicadas y la puso en marcha.
Una hora y media después, la cabeza se secaba al sol, prendida de los pelos junto al resto de la ropa.
Y yo ya me he hecho a la idea de que perder la cabeza por Mari tiene estas cosas.
Categoría: La caja negra
La abuela le cantaba y mimaba después de la cena, y cada noche ponía la bolsa de agua caliente en la cama antes de acostarle. Era una mujer bajita y abnegada, siempre atenta a su nieto.
– Este niño parece que esté frío hasta en verano -decía a su hija.
La abuela le daba besos y achuchones, le atusaba el pelo y le componía la ropa con afán cuando salían de casa. Un día, el niño se acercó a escondidas y desenroscó el tapón de la bolsa de agua caliente. Cuando la abuela abrió la cama para acostarle, estaba todo empapado.
– ¡Qué torpe es tu abuela! -le dijo.
El niño, la miraba y reía con cara seria.
La madre preparaba el bocadillo para el colegio con lo mejor de la casa. Después, calentaba los calcetines de lana con el vaho de su respiración y con rapidez los colocaba en aquellos piecitos que nunca desprendían calor.
En el colegio, Jesús siempre se acercaba a la estufa. Cuando el maestro no estaba, cegaba los hormigueros y lanzaba piedras a los nidos.
– ¿Por qué lo haces, Jesús? -decía el maestro. Y el niño se encogía de hombros, bajaba la cabeza y entornaba los párpados. Cuando el maestro le castigaba, Jesús cumplía la pena callado y manso.
Un día, Jesús compró unos petardos y los estalló en el corral del vecino. Alguna gallina murió, otras no volvieron a poner huevos. Su madre le preguntó. Jesús negó y negó, al tiempo que bajaba la cabeza y reía con cara seria.
Jesús creció. Era un adolescente callado y taciturno, que no pedía nada, evitaba las palabras y los gestos. En invierno se acercaba a su madre y pedía que le calentase las manos. Ella dejaba lo que estaba haciendo y frotaba sus palmas contra las manos de su hijo, al tiempo que decía:
– ¡Hay que ver, hijo, siempre tienes las manos como témpanos!
Una chica comenzó a interesarse por Jesús. Para ella era un enigma que hablaba poco y apenas demostraba cercanía, pero intuía que en su interior había luz. A Jesús le gustaba meter sus manos entre las ropas de ella. Al principio, ella se sorprendió, pero enseguida vio que era parte de un rito. A ella le gustaban esos momentos de intimidad, sentirle cerca. Jesús calentaba sus manos.
Una vez que discutieron, Jesús la golpeó. Como un autómata, sin gritos, apenas palabras, ninguna emoción.
– Perdí la cabeza –fue lo único que le sacó el policía que le detuvo-. Sintió que no tenía frío.
Termina su serie de ejercicios bajo la supervisión de su entrenador, que retira el sudor con una toalla. Ve entrar a uno de sus ayudantes, al que ha enviado a comprobar si el asiento de la fila tres está ocupado. Niega con la cabeza. Un destello de turbación oscurece sus ojos.
Busca el rincón menos iluminado del vestuario. Con una mirada, logra que a su alrededor las conversaciones se congelen y se hace un silencio ceremonioso, atemperado por el zumbido de uno de los fluorescentes. Se arrodilla frente a la pared de azulejos blancos y murmura una plegaria. También pide por ella.
Ya de pié, mientras el ritmo de las conversaciones se repone, dedica unos minutos a hacer sombras, hasta que su entrenador alza la barbilla y le señala un viejo reloj colgado en la pared.
– Es la hora.
Jesús le dedica una sonrisa calmada. Se sienta en el borde de la camilla, al tiempo que su segundo comienza a preparar las vendas.
– Ya sé, primero las friegas. Gracias a tus manos estamos aquí. ¡Benditas manos frías!
Jesús alarga sus brazos, ahora relajados, y espera el contacto del linimento. Las manos ágiles del entrenador frotan con aspereza las suyas. Nota el benéfico calor.
Mientras le vendan, su mente vaga sin rumbo por el pasado. Recuerda a su abuela, muerta hace tiempo. Tiene la íntima seguridad de que aquello ayudó a su mal morir. Se acuerda de su madre, que no pudo soportar la vergüenza de tener un hijo maltratador, y salió del pueblo como una forajida, a escondidas, arrastrando la deshonra que sólo a él correspondía.
Cuando vuelve al presente, está enguantado y cubierto con su albornoz negro. Recorre varios pasillos hasta que asoma al ring, que permanece apagado. Gritos, vítores, humo y olores se mezclan en la bocana del pabellón. La oscuridad se rompe cuando un potente foco le ilumina desde arriba, como a un coloso, y le señala el camino de la gloria. Siente que la excitación recorre su espalda, esquirlas que punzan su médula.
Sube al cuadrilátero con gesto de fiera, es parte de la liturgia. Salta, golpea sus guantes, levanta los brazos. Saluda a la multitud, que le responde con un rugido informe. Busca el asiento en la fila tres. Combate tras combate ha mandado una invitación para la misma localidad. Siempre con el mismo mensaje: ‘No sé porqué lo hice. Perdóname. Ya nunca siento ese frío’.
El asiento siempre ha quedado vacío, pero esta noche, ella está allí. Se permite una sonrisa franca al verla. Tensa todo su fibroso cuerpo para la pelea, toca acabar con su adversario.
Categoría: La caja negra
Categoría: La caja negra
Pasó sin yo saberlo
los sentimientos te llevan
a descuidar la cabeza
Cuentan las montañas con nostalgia
nuestros paseos por las jaras
y el camino del Ingeniero
Así se fue tejiendo
una etapa de felicidad
que muy pocos alcanzan
Pero tu ausencia me hizo perder la cabeza
que dejé olvidada en un verso
y que no consigo encontrar
Categoría: La caja negra
Ayer me descubrí soñando con Carlos Gardel, famoso cantante de tangos allá por los años de Maricastaña.
Él hablaba con mi mamita.
“Voy a perder la cabeza por vos,
le decía,
los celos me devoran la vida,
el amor me enturbia la mente
loco giro por la ciudad
del Mar del Plata
buscándoos,
persiguiendo sus ojos verdes
recordando su voz.
Sueño que la tengo
en mis brazos
tangueando.
Si no volvés pronto,
extraviaré la lucidez
y perderé el anhelo de estar vivo.”
Y en mi sueño ambos giraban en un interminable tango que sonaba con los acordes tristes de un bandoneón allá en la distancia:
“gira, gira…”
Y no es nada extraño pues en casa durante mi niñez vi muchas veces a mis padres girar con la música de un tango interpretado por Carlos Gardel. Quizás hoy, allá donde les toque estar, sigan girando con los acordes tristes de un bandoneón.