Archivo por meses: julio 2021

Noche de viento (Maite Martín-Camuñas)

Categoría: La caja negra

Aquí todo es salvaje, hasta las moscas te muerden con tal furia, que hacen sangrar la herida.

El viento ulula por las lonas de la tienda de campaña como si quisiera barrerla del paisaje, barrerme a mí del paisaje y así eliminar todo rastro de mi intolerable presencia humana.

Al atardecer, cuando el sol, ya cansado de abrasar mi pobre piel, comienza a ceder en su fuego incandescente, coge el mando el maldito viento. No me quejo, en absoluto, al soplar me concede una tregua al inclemente ardor de esta canícula acelerada que me ha tocado vivir, pero al llegar la noche su sonido aumenta los miedos insondables, acurrucados en un profundo y oscuro rincón de la memoria infantil. Su aullido, semejante a voces en la distancia, fantasmas violentos que se acercan y estrechan el cerco del pánico que se va instalando en mi mente. Se van aproximando a la entrada, llamando a la inestable puerta de cremalleras y lona. Cuando logro ahuyentarles, escucho otros pasos a mi alrededor. Son nativos ofendidos con mi inoportuna presencia que pretenden asustarme aleccionando a esta urbanita invasora y obligándola a levantar el vivac o que sirva de ejemplo a futuras invasiones de otras urbanitas. Para no oírlos y sentirlos por más tiempo, me doy la vuelta en mi cama, sin osar bajar las cremalleras que me separan de su sed de venganza.

Tras su marcha, escucho ignominiosas y terroríficas fieras que desean probar mi carne blanca y blanda de una urbanita que solo practica el sillonbol. Pretenden engullir y no dejar ni los huesos de mi persona. En la distancia, el ladrido de los canes, incansables, no presagia nada bueno en esta eterna noche sin luna y con viento de Poniente.

Por fin, llegan las luces del alba y me atrevo a descorrer las cremalleras de mi volátil casa. Afuera me espera el hermoso paisaje de cada amanecer. La paz y la tranquilidad que venía buscando. Todos los malos presagios de una noche ventosa se diluyen en mi memoria y esbozo una ancha y profunda sonrisa de satisfacción.


El recelo de Crispín (Carmen Paredes)

Categoría: La caja negra

Gira radares

de nuevo este chisme

que anuncia silencio

frota

olisquea

salta en el interior

escarba

se cobija

deja su pelo

Y queda al abrigo

la voz

y las chuches de la tita

Giran las ruedas

de nuevo este chisme

que anuncia el reencuentro


Inquietud (Eva Soria)

Categoría: La caja negra

¿Hiciste la maleta? ¿Hiciste la maleta? ¿Hiciste la…?
El eco, que martilleaba mi cabeza , insistía en recordarme lo que yo me empeñaba en olvidar.
¡Nooooo !, no más maletas. Esta vez viajaría liviana, sin equipajes de ida y vuelta. El viaje que siempre dejaba aparcado en el terreno de los deseos irrealizables, empezaba a perfilarse.
¿Para cuándo? ¿Para cuándo? ¿Para cuándo?
Pistoletazo de salida. Esta vez sin destinos fijos, sin alojamientos reservados con antelación, sin descuentos, sin familia, sin testigos, sin la necesidad de descubrir para luego contar, sin fotografías bien enmarcadas, sin regalos, sin llamadas.
El viaje del que ni siquiera hablaba, el recorrido en solitario que pocos entenderían, tomaba forma.
Y en respuesta a ti, mi otro yo, el de la palabra adecuada, el que habita en el marco de la convención. No, no hice la maleta. No más equipajes innecesarios, ni recorridos programados . Una mochila olvidada en algún rincón del armario, empezaba a engordar con algunos trapos de los últimos años.
Pero, ¿ a dónde?, ¿ a dónde?, ¿ a dónde?
Eso ya no importa, donde me lleven mis pies, siguiendo los rayos de sol como brújula en el camino. Donde el tiempo marque las ganas de seguir o la necesidad de parar.
Observar despertares húmedos en briznas de hierbas, silenciar el ruido de autopistas colapsadas por vidas vertiginosas, acunar tempestades de cielos deshabitados. Liberar los impulsos, amordazados por imperativo legal.

Se rompen las cadenas, la vida apremia.



La definitiva (Carlos Candel)

Categoría: La caja negra

¿Qué harás tú cuando yo me haya ido? Cuando haya cogido la maleta definitiva, la del final de mis días. ¿Qué fotos, recuerdos y anécdotas mías se habrán instalado en tu memoria? ¿Qué dirás de mi cuando ya no pueda escucharte? ¿Qué palabras jamás pronunciadas me dirás entonces? ¿Qué caricias echarás de menos? ¿Qué besos? ¿Qué abrazos? ¿Qué miradas? ¿Con qué rellenarás el hueco que deje? Puede que lo llenes de lamentos o, tal vez, de sonrisas. ¿Y qué harás con el tiempo, o mejor dicho, el no-tiempo que ya no tendremos? Puede que revisites territorios que antes exploramos juntos o aproveches para no salir nunca de nuestro oasis. Y llenarás las maletas de conchas y arena fina para tratar de anegar la memoria.

O puede que, simplemente, lo olvides todo. Y entonces ya nunca regrese.


El equipaje, siempre bien hecho (Carlos Lapeña)

Categoría: La caja negra

Supone una ilusión insospechada hacer el equipaje en esa maleta. Es una maleta nueva, sí, recién comprada, pero eso no justifica el placer desmedido que le produce. En cualquier caso, antes de abrirla pasa la mano por todos sus lados, se entretiene en la cerradura y el asa, repasa las esquinas y las ruedas… Y la abre. Siente, aunque pueda parecer una exageración, que también el aire del interior es nuevo e inspira concienzudamente, moviendo la cabeza como husmeando, como queriendo inhalarlo todo. También palpa el interior con calma y fija su atención en las cintas y los bolsillos, las cremalleras. Qué perfecto equilibrio encuentra entre el azul metalizado del exterior y el gris marengo interior, entre la fría flexibilidad del policarbonato y la suave rugosidad del algodón.

Ha pasado un buen rato recreándose con el continente y ahora ha llegado el momento de entregarse al contenido.

Pero el contenido es un nuevo continente. Es una bolsa de plástico grueso y transparente que ajusta con minuciosidad a las paredes interiores y al fondo de la maleta. Dentro de ella colocará, también minuciosamente, otras bolsas más pequeñas, también de plástico, polietileno, cada una con su contenido contenido.

Despacio y con atención, como alguien entregado a un tetris definitivo, coloca aquí la más ancha, ahí esa más alta, allí la larga; en el compartimento de la cremallera esa otra redondeada, coronada con estas dos más pequeñas y esa con forma de corazón… Qué bien combina el gris marengo con el rojo sangre.

Cuando ha colocado todo en su sitio, considera que el equipaje ya está hecho y cierra la maleta. Lo hace despacio, con el mismo cuidado con que ha hecho todo hasta ahora. Después, se sienta sobre la cama y suspira con satisfacción.

Ya solo falta elegir un destino donde mandarlo para siempre.


Ligero de equipaje (Ismael Sesma)

Categoría: La caja negra

El ángel comenzó a dar golpes rítmicos en la mesa, como muestra de impaciencia. Llevaba retraso en la misión y podía tener algún problema al justificar la tardanza.

– Héctor, se lo vuelvo a repetir. Allá donde vamos no hace falta hacer la maleta.

Pero Héctor, ajeno a todo, se esmeraba en colocar su ropa, calzado y objetos de aseo en un baúl aparatoso de cuero repujado y esquinas con refuerzo de madera.

– Además, su insistencia en llevar Arriba cosas mundanas puede ser entendido como una muestra de vanidad y soberbia, que están mal vistas por la Superioridad.

Héctor siguió dando viajes a su habitación, hasta que el baúl se llenó. Pedía ayuda al ángel para cerrarlo, cuando otra presencia apareció en su salón.

– ¿He escuchado soberbia? –dijo el nuevo ángel, al tiempo que recogía sus alas de murciélago.

– Parece que se avecina un conflicto de competencias –aventuró a decir Héctor con cara divertida.

– Todo es culpa de su cabezonería. ¿De verdad insiste en llevarse el baúl? –el que hablaba era el primer ángel, que no daba crédito a la tozudez del anciano.

– Cuando uno sale de viaje, hay que estar preparado, que nunca se sabe. Mi madre siempre me lo decía.

– Su madre era una mujer sabia –apostilló el segundo ángel con sorna, mientras se empeñaba en retirar restos de hollín de su traje-. ¿No prefiere bajar conmigo?

Héctor apenas había asentido, cuando un potente ruido de succión le hizo tambalearse. El suelo se abrió, y Héctor y su baúl desaparecieron. El segundo ángel desplegó sus alas y con un gesto de cabeza se despidió de su rival.

El primer ángel permaneció unos segundos en la habitación. Otro que no subía; la cosa iba de mal en peor. Con razón Arriba se escuchaba con insistencia que la Superioridad preparaba un expediente de regulación de empleo. ‘Menos mal que soy de los antiguos y me respetarán’ pensó, y se arrepintió al instante.


Maletas vacías (Carlos Gamarra)

Categoría: La caja negra

Arrinconadas en el desván cuentan su vida

algunas con rozaduras de los aviones

otras con abollones del mal trato en autocares

pero todas con una historia que contar

La de color azul sueña con sus viajes a Cuba

y los buceos por sus transparentes aguas

La marrón recuerda los viajes por Europa

y las visitas a exposiciones y museos

La gris añora sus viajes por África

y los paseos por oasis y desiertos

La verde anhela volver a América

y regresar al Machu Pichu

Todas suspiran por que las carguen de nuevo

y lleven de viaje otra vez


Viajes y maletas (Rafael Toledo Díaz)

Categoría: La caja negra

Cuando era pequeño y vivía en el pueblo, algunas veces viajábamos a Madrid y los motivos los determinaban las circunstancias de cada momento, para acudir al médico o para asistir a las bodas de los primos de mi padre. Ni que decir tiene que las experiencias no pueden ser más antagónicas.

En aquellos tiempos planificar un viaje era algo insólito pues la gente corriente solo se desplazaba por necesidad y nosotros lo hacíamos por alegría o por padecimiento. Ni siquiera recuerdo qué tipo de equipaje llevábamos entonces. En aquella época el No-Do nos mostraba imágenes de los emigrantes que se iban a Alemania portando aquellas maletas de cartón atadas con cuerdas, pero en cuanto a nuestros bultos mi memoria se muestra amnésica.

Sin embargo, todavía recuerdo la intranquilidad que nos provocaba el inminente viaje, una inquietud que se acentuaba cuando, desde la estación, veíamos venir el tren a lo lejos y cómo me impresionaba ver aquellas locomotoras enormes con su luz arriba como el ojo de un cíclope. Sólo eran unos minutos de parada y qué nervios, qué ajetreo, pues había que subir el equipaje y acomodarnos en el vagón lo antes posible. Pero siempre nos ayudaban porque entonces acudían a despedirte los familiares, que unos minutos antes te daban besos y abrazos como si aquello fuese el fin del mundo.

Durante el trayecto podías compartir las viandas con otros viajeros y, entre bocado y bocado, contar obra y milagros, aunque fuesen intimidades. Total, ya no ibas a volver a verlos y aquellas conversaciones eran un desahogo. Eso era mucho mejor que la soledad de las pantallas de ahora. ¡Dónde va parar! Aquello era conversar, de todo menos de política, claro está.

Después, al recalar en la estación de Atocha, nos tranquilizábamos porque era el final del trayecto y entonces desaparecía la urgencia, aunque continuaba el asombro, sobre todo por el bullicio de los pasajeros desalojando el convoy. En los andenes, los mozos de maletas voceaban sus servicios y, de vez en cuando, había que dejar paso al vehículo que transportaba los bultos de aquellos que habían facturado el equipaje.

Cuando empecé a viajar solo, mi primera maleta estaba construida de un material compuesto, quizás entre plástico y cartón, era verde aceituna y ahora está olvidada encima del armario en la casa del pueblo, albergando algunos trastos tan inservibles como ella. Pero aquella valija que ahora reposa en el olvido tuvo sus días de gloria, sobre todo en los primeros viajes.

Recuerdo uno en particular cuando se acercaba la Navidad. Aquel fin de semana volví al pueblo cargado con aquella maleta que, aparte de la ropa sucia de quince días, llevaba en su interior casi el total contenido de la cesta que me habían regalado en la fábrica. Amontonados en el interior había de casi todo, espárragos en conserva, vino, champán -que entonces no se llamaba cava-, anís del mono, una vela de chorizo y otra de salchichón, mazapán, polvorones y un par de tabletas de turrón -que en el pueblo se solía comer en la Feria y era de cacahuetes-. Actualmente, ese bulto difícilmente pasaría la prueba del escáner.

¡Cómo pesaba la condenada! Pero la ilusión contenida hacía que el trayecto hasta mi casa no se me hiciese largo. Y luego el asombro de mi familia al abrir aquella caja de Pandora, aquella escena de sorpresa podía haber sido ideal para un anuncio publicitario sobre el reencuentro, no era la total felicidad, pero se parecía.

Después, y menos mal, la cosa se fue normalizando y empezamos a viajar en las vacaciones. En su momento, tuve que comprar una baca para poder colocar parte del equipaje encima del vehículo, que ni el coche ni su maletero daban para mucho, pero manteníamos la ilusión porque al menos podíamos viajar a la playa en plan autónomo.

Ahora voy a Madrid de vez en cuando, por placer, a pasear y dar una vuelta. Visita obligada es el Corte Inglés de Sol. Y no es solo porque quiera conocer las últimas novedades comerciales, que también. Confieso que esa apremiante visita es una exigencia para evacuar la vejiga, y supongo que no soy el único, que la capital anda muy mermada de urinarios públicos donde aliviarse.

Hasta llegar a los aseos hay que emprender un recorrido que empieza en la planta baja, estimulado por mil y una fragancias de la zona de colonias y maquillajes, hay que dirigirse hasta las escaleras mecánicas. Después, al subir a la primera planta, hay que recorrer un pasillo lleno de tentaciones, cuyo lado derecho despliega la zona de zapatería, mientras que a la izquierda, los bolsos. Pero mi urgencia suele hacer que no preste atención.

Es a la salida, y ya relajado, cuando puedo curiosear por la sección de equipajes. ¡Qué variedad! Cuántas maletas, mochilas y macutos confeccionados con toda clases de materiales, de todos los tamaños y cada cuál más bonito y colorido, con cerraduras tan sofisticadas como una caja fuerte. Algunas son tan grandes como los famosos baúles de la Piquer, que uno piensa que allí dentro debe caber medio armario.

Pero como decía mi compañero Senén, que en paz descanse: “Para viajar, la visa y los calzoncillos“. Y no le faltaba razón, que llevando el monedero repleto apenas hace falta equipaje.

Qué paradoja, se me ocurre que los muy ricos y los muy pobres se igualan en esto de viajar. Unos, con apenas un minúsculo tarjetero tienen suficiente para moverse por el mundo. Los otros, necesitan un puñado de billetes para pagar al traficante el incierto pasaje y una bolsa liviana donde guardar los sueños por conseguir un futuro mejor.

Y nosotros, a lo nuestro, indiferentes ante la injusticia, buscando la inmunidad frente al virus y ajenos al drama de otros, deseando preparar las maletas porque parece ser que esto empieza a ver la luz.


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