Dicen que la distancia (Ismael Sesma)

Dicen que la distancia (Ismael Sesma)

Categoría: La caja negra

El enfado se ha llenado de silencios y lo has agradecido. Bajas al garaje con el impulso decidido de arrancar el coche y conducir. Hacer kilómetros sin rumbo, buscar la separación física, aminorar esa sensación que culebrea en tu cuerpo y zumba como una espuma que te iguala a los animales que deben estar afuera; no los ves, pero seguro que están por ahí. Salir por alguna autovía con la conciencia embotada, ya habrá tiempo de discernir el sentido de la ausencia de gritos, amenazas y ruidos. Los otros coches no existen; ves sus luces blancas o rojas como anécdotas, viajas solo.

Pisar el acelerador sin miedo, atravesar los sube y baja de yesos, los campos llenos de oscuridad, las indicaciones de pueblos y gasolineras, como si la máquina tuviese vida propia y decidiese tu destino, hasta detener el coche en algún lugar iluminado y lleno de banderas, por pura inercia. Aparcar, estirar las piernas, buscar un punto de apoyo acodado en la barra de un bar. Reconocer que los kilómetros aportan serenidad a lo sucedido; enhebran un hilo que, a pesar de todo, te mantiene unido a ella, como si la atracción mantuviese una relación inversa con la cercanía.

– Estoy lejos – le dirías-. Dame un par de horas y vuelvo.

Terminarías tu cerveza y volverías a casa en el disfrute del paseo, fantaseando el futuro con las ventanillas bajadas, recogiendo el hálito de la noche, llena de silencio y sosiego. Llegarías a su lado con la mirada acuosa y culpable, como una mancha de humedad que se extiende por el rostro. Ella estaría allí, como una Penélope rubia con mirada entre enfadada, escéptica y picante. Intentarías explicar, pero ella acercaría su dedo a tus labios imponiendo silencio. Entonces era suficiente; sus manos, su piel y el resto de la noche harían el resto. Eso era antes, cuando podías devorar los kilómetros antes de sentir el cansancio como un candado.

Esta vez, tu coche ha elegido otra carretera. La zona es sinuosa y tienes que esforzarte. Ves pasar paisajes desacostumbrados; la oscuridad tiene otros brillos. Paras en un bar de carretera, luminoso de colores y poco ambiente. El camarero tiene un chaleco verde a juego con la mesa de billar del fondo, en la que unos jóvenes alargan la noche entre botellines.

– No estoy lejos –le dices-. Dame una hora y vuelvo.

– Haz lo que creas. No te voy a esperar despierta –te dice.

La diferencia te punza adentro. Los días y sus tareas están anclados al calendario de tu móvil, como soldaditos de plomo alineados; ciertos e imperturbables. El sexo ahora es azul; las pieles tienen otra textura, las caricias son escasas y avaras. La distancia oscurece la atracción. Las tragaperras cantan mientras el camarero seca unas cucharillas con ademanes de autómata, sus ojos cansados se reflejan en los tuyos.

– La vida hay que tomarla como viene –te dice-.

– ¿Y cómo viene?

– Unas carambolas aderezadas con alcohol, o viceversa y a dormir, que mañana es día de nada, como hoy – continúa, llevando su mirada a la mesa de billar-.

El camarero suelta la perorata con intención de iniciar conversación, pero no estás por la labor, tu cabeza está en la conversación con ella; buscas asideros. Pagas en silencio, sales del bar y aspiras la noche; tu voluntad mira hacia adelante. A pesar del cansancio, carretera y manta, te dices. Sigues camino.


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