Archivo por meses: febrero 2022

En verano… de albañiles (Rafael Toledo Díaz)

Categoría: La caja negra

Fabri era un hombre alto y un poco destartalado, quiero recordarle de prominente mandíbula y dientes grandes. Su ocupación habitual era trabajar en el campo, pero además completaba sus jornadas realizando portes para el almacén de materiales de la construcción.

Cada verano, y de vez en cuando, llegaba a la puerta de nuestra casa con su mula y su remolque cargado de arena, cemento, yeso, tejas o ladrillos, un pedido que puntualmente el oficial le había encargado para seguir adelante con la obra. Y es que después de las habituales lluvias primaverales, cada verano íbamos de obra en casa.

No era nada extraño, porque en aquellos días ya calurosos, en muchas calles del pueblo, había montones de arena o de escombro señalizados con un palo del que colgaba una bombilla, a ser posible de color rojo. No es que hubiese demasiado tráfico, pero era una forma de señalizar un obstáculo en la vía pública, materiales o residuos que no podían guardarse en la casa porque estorbaban a los albañiles que hacían la reforma.

En el caso nuestro era más que una reforma, porque aquella casa al principio estaba muy vieja y destartalada, pero fue la única manera de empezar a tener una vivienda en propiedad, por muy precaria que ésta fuera. Seguíamos así con el hábito tradicional de asegurarnos un hogar para el futuro, una inversión para uso y disfrute de la familia.

Cuando llegaba Fabri, mi madre, mi hermana y yo nos encargábamos de meter el material en casa, cada uno en la medida de sus posibilidades porque éramos unos críos. Los escombros se utilizaban para rellenar el terreno de algunas zonas de la vivienda que estaban más bajas de nivel con la calle.

En aquellas jornadas de confusión y barullo, la rutina saltaba por los aires y todo estaba “manga por hombro”; todo era precario y se desordenaban los horarios porque todo estaba en función de los albañiles.

De aquellas cuadrillas había muchas cosas que me llamaban la atención y me impresionaban, sobre todo, su fuerza y su destreza. Había que verlos con qué agilidad le lanzaba las tejas el peón al oficial que estaba encaramado en el tejado, y qué ritmo. Colocaban con soltura las tejas y las fijaban con barro, popularmente, esa tarea se llamaba cubrir aguas y cuando era una construcción nueva se solía colocar una bandera, pero no era éste el caso.

Me sorprendía la pericia y la habilidad cuando daban yeso al cielo raso, la textura exacta de la lechada para adherirse al cañizo y, después, ese olor a humedad que duraba bastante días hasta que se secaban las paredes. También me impresionaba la forma de hacer la mezcla para fijar las baldosas, normalmente, se utilizaba cemento y arena en una proporción justa para que no afectase al solado. En el patio formaban un montón y después, con energía, mezclaban los elementos, luego hacían un hueco en el centro como el cráter de un minúsculo volcán donde echaban el agua y, para finalizar, removían con rapidez la pasta.

Todas aquellas tareas me causaban admiración y entusiasmo, sobre todo cuando estaban a punto de concluir. Después vendrían los pintores a dar el último retoque a la reforma porque cada año se hacía una nueva habitación, o la cocina y el cuarto de baño que fue un lujo para la época.

Pero quizás lo que más me asombraba era cuando mi madre ajustaba las cuentas con el maestro. Él solía darle un papel con los detalles de las horas de los oficiales, de los ayudantes y de los peones, entonces, mi madre, después de revisar con atención la factura, sacaba de alguna olla de la cocina una pequeña talega gris donde guardaba el dinero.

Me sorprendía ver aquellos billetes verdes de mil pesetas con la estampa de San Isidoro, grandes y lustrosos como lechugas, que así los llamaban frecuentemente también. Un dinero ahorrado peseta a peseta en jornadas y veladas de costura, puntadas y pesetas, el binomio más significativo de su afanosa vida.

Después de muchos veranos, la casa, sin ser un casoplón como se dice ahora, quedó finalizada y al gusto de mi progenitora y solo el corral, mi espacio vital, quedó virgen y excluido de aquella transformación.

Pasó el tiempo y aquella morada es ya solo un recuerdo. Ahora, cuando vuelvo a la ciudad del vino, quisiera encontrarme casas así, de aquellas, sencillas pero confortables, pero las reformas nunca son al gusto de cada uno.

Actualmente muchas viviendas conocidas se han convertido en auténticos laberintos, jeroglíficos de habitaciones y escaleras metálicas, de azoteas y patios de cemento qué, en teoría, pretenden acoger a más miembros de la familia o hacer más cómoda la vida.

La irremediable transformación arrasó con muchas de las cuevas habituales en las casas, se cegaron los pozos y se arrancaron las higueras de los corrales para que no levantaran el pavimento. Ya no hay parras, ni árboles, ni siquiera arriates, sólo los más atrevidos y con metros suficientes se atreven a plagiar los patios andaluces, pero no por los tiestos. Con cuatro macetas, algunos azulejos arabescos y un toldo anodino, los más pretenciosos se conforman con los sucedáneos tratando de imitar aquellos patios de mi infancia, lugares que, a pesar de tantos cambios y reformas, cuando me animo a escribir sobre ello, seguramente idealizo atrapado por la añoranza.


Reflejos (Eva Soria)

Categoría: La caja negra

Una silueta allá en el fondo del espejo.
Hilos de gotas de agua en movimiento, dibujando una nueva realidad en la que un rostro sonriente se desmorona, envuelto por el manto del vaho del espejo.
¡Qué no! ¡Qué no soy esa! Que si cierro los ojos puedo revivir el recuerdo, que disfruto de las risas atrapadas en los recovecos de mi cerebro, que siento la fuerza de las alas de mis pies como Aquiles, el hijo de Peleo. Que aún tengo ganas de inventarme en nuevos retos, que aún puedo ascender montañas sin necesidad de descansar en los refugios robustos del sendero. Una ráfaga de luz ilumina un rostro marcado por los surcos del tiempo. Hilos de gotas desaparecen humedeciendo las frías baldosas del cuarto viejo.

¡Qué no!! ¡Qué todo es mentira!
¡Qué todo es un sueño!
¡Qué no soy esa del espejo!


Los Reyes son los padres (Carlos Lapeña)

Categoría: La caja negra

Mi vecina Felicidad, Feli, ha estado fuera muchos meses, me ha abandonado sin piedad durante los meses más duros de alarma y pandemia, pero ha regresado y me ha traído una sonrisa y una botella de vino. La sonrisa tiene forma de canción, una vieja canción del uruguayo Quintín Cabrera, titulada Los Reyes son los padres (https://youtu.be/daU_ILiIOaA), que empieza: “Vamos a hablar, hijos míos. / Ya sabéis que los Reyes son los padres…”. Es una canción llena de verdades, con un ritmillo que siempre me ha gustado (me gustan los ritmillos, ea). “La escucho por oposición, dice Feli, porque la realidad es que la mentira se ha adueñado del mundo, yira, yira”. Y sí, las cosas que Quintín Cabrera denuncia en su canción son tan ciertas y están tan vigentes que despiertan la mala leche, la indignación y la rabia, pero acompasadas con el ritmillo. Y ocurre lo que suele ocurrir muchas veces, que la crítica se vuelve mucho más eficaz cuando se expresa con humor.

La botella de vino es un garnacha de Rioja, cuya etiqueta ya lo hace bueno; se llama La maldita revolución. No me digáis que no es oportuno el nombre. Ocurre con muchos vinos descubiertos últimamente. Hay bodegas nuevas que están revitalizando uvas y zonas olvidadas o denostadas y elaborando unos vinos estupendos, admirables y económicos, para más señas, y a veces con unos nombres llenos de intención (Ostras Pedrín!, de Gandía; El hombre bala, de Madrid, Malafollá, de Granada, La Perra Gorda, mencía del Bierzo; Loco, de Méntrida…).

Así que a la sombra del garnacha y de Quintín Cabrera, Feli yo hablamos de la mentira del mundo, que no tiene desperdicio: la nueva acepción del verbo derogar, concretamente derogar-reformas-laborales y derogar-ley-mordaza; las mentirosas medidas de prevención contra la ómicron y de tratamiento de positivos, contactos estrechos, contagios; la mentira de la política sanitaria; la mentirosa realidad de la UE y la ONU cuando el problema viene de fuera, ya sea la frontera ucraniana, la cuestión palestina, o la saharaui, la espeluznante fosa común mediterránea; la mentira inherente al fachismo español; la mentira anunciada de la casa real… Yira, yira, brindamos.

Feli me hace más observador y meditabundo, porque tiene la habilidad, o la virtud, de mantener la mirada atenta y la atención fresca. Y me contagia. Y es Feli quien me recuerda que la canción termina: “…pero cuidado, que hay que tener presente / que los padres, como todos, se equivocan”. Así que, entonces, los Reyes Magos… Nos queda la esperanza… la fantasía.


Día de Reyes (Carmen Paredes)

Categoría: La caja negra

Por decir la verdad

carbón

por equivocarme

carbón

por reconocerlo

carbón

por ir de una misma

carbón

por amar sin intereses

carbón

por meterme en todos los charcos

carbón

por creer en las primaveras

carbón

y en el catorce de abril

Se acabó el carbón

castigada con reyes



Un día te darás cuenta (Carlos Gamarra)

Categoría: La caja negra

Para qué escribir cuando todo está escrito

(Leopoldo Mª Panero)

Desde que abres los ojos al mundo

hasta que te los cierran

todo es mentira

.

Si eres bueno subirás al cielo

si eres malo bajarás al infierno

decían tus padres sin malicia

.

Siendo niño alguien quiso abusar de mí

comencé a madurar

y a tener noches de insomnio

.

Detrás de cada mentira hay una verdad

la mentira es el hambre de las calles,

y en los boleros se puede observar

.

Y ahora voy a confesarme

no hay mucha gente que me quiera

por eso vivo en un libro de poemas

sin falsedad


Todo es mentira (Ismael Sesma)

Categoría: La caja negra

Hubo un tiempo en que los tomates sabían casi siempre a tomate. La fruta no parecía hecha con molde. De vez en cuando, aparecía un simpático gusanito en alguna manzana. No existían los aguacates ni las papayas. El yogur era alimento para enfermos. Las croquetas se hacían con las sobras de la comida y los niños las comían en bocadillo. De hecho, se hacían bocadillos de casi cualquier cosa. Las neveras eran de hielo, que había que comprar cada día. La compra se hacía en los ultramarinos, también llamados coloniales. Los lunes era el día de colada y se comía cocido. La ropa blanca se aclaraba con azulete y la ropa delicada se lavaba con Norit. En invierno las camas se calentaban con bolsas de agua caliente. Había una máquina de coser en cada casa. Las madres hacían punto. En los cines tomábamos bocadillos, cerveza y empanada mientas veíamos dos películas. En los cines solía haber una neblina delante de la pantalla; fumábamos. Tener que ir al dentista era peor que encontrarte al ogro de los cuentos. Los médicos eran señores con bigote que fumaban mientras hacían las recetas. Se decía que había gente que pasaba horas viajando en el metro para evitar el frío de la calle. El metro tenía asientos reservados a caballeros mutilados. Los chicos hacían pellas en los billares o en los descampados. En las ciudades había descampados y no había tanatorios; la gente moría en su casa. Los colegios eran de chicos, o de chicas. Nadie utilizaba palabras en inglés en las conversaciones. Hasta los 21 años no éramos mayores de edad; pero podíamos trabajar como adultos muchos años antes. Mujeres en la iglesia: velo imprescindible. Y en la peluquería, se hacían la toga. En las calles se aparcaba a la primera, no había que cruzar los dedos ni invocar a ningún ángel. Allí se lavaba el coche y se le cambiaba el aceite. Algunas personas siempre caminaban cabizbajas. Los policías vestían de gris, que era el color general del país. Los guardias podían multar por trabajar en domingo. El teléfono era un aparato colgado en un pasillo, que casi nunca sonaba y se contestaba de pie. El fútbol también se veía de pie. La televisión emitía en blanco y negro; casi siempre era mejor un tebeo. Alguien inventó los plazos y las letras más populares: las de cambio. Los abuelos nos contaban cómo había sido su vida de niños y nos parecía un cuento, una patraña.


La vida es una mentira (Rafael Toledo Díaz)

Categoría: La caja negra

Mi abuelo solía decir de vez en cuando que la vida es una mentira, y no, no estaba bombo, como acostumbramos a decir en la Mancha. Mi abuelo era un hombre del campo muy trabajador, de una gran bondad y mucho sentido común. Supongo que, resignado, recurría a esa frase tan elocuente para expresar su frustración o su decepción al final de toda una vida de trabajo y esfuerzo, de hambre y estrecheces en su intento por construir una familia de bien.

Mi antepasado sentenciaba como un lamento que, la vida es una mentira, y aquella máxima era un desahogo de impotencia frente a la injusticia y la mentira que siempre estuvo instalada en la sociedad, no sólo en aquella del siglo XX que él vivió. Ahora esa misma situación se repite como si nada hubiese evolucionado.

Falsedades, engaños, embustes, trolas o mentiras las hubo siempre y de todo tipo. Si echamos mano de la historia y de la hemeroteca en particular, podremos comprobar la manipulación fotográfica sobre personajes incómodos que fueron eliminados del retrato de algunos hechos relevantes de la historia. Imágenes utilizadas como artimaña para trastocar o reconducir la opinión de un pasado histórico. Qué opinar sobre las des-clasificaciones de muchos documentos de relevancia, pasado el tiempo prudencial del secreto, menudas sorpresas se revelan y cuántas mentiras salen a la luz cuando esos papeles son accesibles para la opinión pública.

Pero no, no hace falta elucubrar sobre acontecimientos pasados. Ahora estamos desbordados ante ese término anglosajón que son las “fake news”, con lo fácil que resulta decir noticias falsas, o noticias mentirosas. Existen informaciones fraudulentas en todos los medios y formatos, además con las nuevas tecnologías audiovisuales la noticia con sus imágenes son más fáciles de alterar y, sobre todo, de difundir.

Por eso resulta tan complicado tener un criterio propio, porque es muy difícil distinguir o averiguar qué es verdad o mentira en medio de tanta información interesada.

Quizás lo único verdadero y real sea el dinero y el poder, así que no me extraña que cada cual termine viviendo en su mentira elegida, el magnate en su riqueza, el político en su discurso y el votante empujado a la desidia o la ignorancia.

Sin darnos cuenta, sin apenas ser conscientes, trasmitimos la presencia de la mentira en nuestras vidas. A los más pequeños lo hacemos a través de canciones infantiles, con risas y palmas les tarareamos a nuestros hijos y a nuestros nietos “Vamos a contar mentiras”.

Ahora que vamos despacio, (bis)

vamos a contar mentiras, tralará, (bis)

Vamos a contar mentiras.

Por el mar corren las liebres, (bis)

por el monte las sardinas, tralará, (bis)

por el monte las sardinas.

Hechos ingenuos e irreales que, al pasar los años, se convertirán en mentiras complejas que suenan a verdad, pero que no lo son.

Antes de perder la inocencia, un niño voceará: “Mentira cochina”, entonces le reprenderemos y le invitaremos a suavizar el lenguaje, y le diremos que eso no se dice, que lo más correcto es decir: “Eso no es verdad”, una especie de eufemismo para atenuar la contundencia de la palabra mentira, un término que nos acompañará durante la existencia.

Otra cosa son las excepciones, las llamadas mentiras piadosas o pecadillos veniales para salir del atolladero. También, para protegerse o preservar nuestra intimidad, es aconsejable utilizar el sabio refranero que, para estas ocasiones, aconseja así: El que quiera saber, mentiras en él o Al que quiera saber, poquito y al revés.

Me vengo arriba y fantaseo al hilo de la famosa canción infantil. Me imagino las reuniones de políticos, consejeros, directivos y asesores, gerifaltes de organismos e instituciones que “supuestamente” trabajan para mejorar nuestras vidas. Me los supongo, tan serios e importantes, entonando la cancioncilla de marras al iniciar sus asambleas, sus congresos, sus juntas o sus comités, poniendo todo el entusiasmo como si de un himno se tratase.

No sé si, como me decía mi abuelo, la vida es una mentira, pero hay tanta confusión, tantas situaciones absurdas o contradictorias, tanta incoherencia en los discursos y tantos disparates que ando desconcertado y descreído, como si viviese en una ficción permanente o en una distopía como dicen ahora los modernos.

Así que, para consolarme, o para evadirme, vuelvo al pasado y escucho uno de aquellos viejos tangos de Gardel que versan sobre la mentira y donde algún estribillo concuerda con la opinión de mi abuelo.

Verás que todo es mentira

Verás que nada es amor

Que al mundo nada le importa

Yira, yira


Misión de salvamento (Carlos Candel)

Categoría: La caja negra

La nave se posó sobre el terreno rojo con inesperada ligereza. Nada que ver con las vicisitudes acontecidas durante el viaje. La misión empezaba a tornarse cada vez más probable. Una tarea de salvamento en la que llevaban trabajando diez años y que estaba a medio camino de tener éxito. Lo más difícil ya estaba hecho. Llegar. Pero la polvoreda levantada por los reactores anunciaba aún mucho camino, y nada fácil, por delante. El capitán Lebrod era consciente de ello. Eran pioneros, o al menos así lo habían anunciado a todos los medios. Quizás los últimos, pero aún quedaba mucho esfuerzo por delante. La última palabra no estaba dicha aún. Otros diez años y ya, vuelta a casa. Nada de naves cargadas de ricos huyendo del desastre medioambiental. Nada de explotar meteoritos ni salvar al mundo de una invasión alienígena. Su cometido era mucho más sencillo: preparar las infraestructuras necesarias para convertir al nuevo planeta en el vertedero de la Tierra. Construir unas nuevas letrinas para salvar a la humanidad de morir ahogada en su propia mierda. Y, ya de paso, llevarse consigo todo cuanto encontraran de valor para seguir cagando a su antojo, ahora sabedores de disponer de un mayor terreno que corromper. La colonia había decidido, al fin, quedarse y destruir otros territorios.

“¿Para qué huir a otros mundos si podemos volver a convertir éste en el paraíso que siempre ha sido?”, había dicho el Secretario Superior de Estado de Naciones Comprometidas con el Medioambiente, Arthur Cheouwn.

Tras posarse el polvo y recobrar la visibilidad, encontraron algo inesperado que hizo que Lebrod aplazase los planes. Allí, a tan sólo un par de kilómetros, quizás tres, una construcción. Pequeña, de no más de cinco metros de altura y otros diez de ancho. Pero allí estaba, no cabía duda. Una edificación muy similar a los contenedores de obra que son frecuentemente utilizados para actividades efímeras. “Tenemos que salir”, anunció contrariado Lebrod a la tripulación. Quizás no todos, una pequeña patrulla de reconocimiento. Lo suficientemente preparada como para afrontar cualquier tipo de situaciones. Puede que aquel planeta no fuera virgen, tal y como les habían asegurado. Tal vez otro Estado se les hubiera adelantado. O incluso, algo mucho más inverosímil, se tratara de una instalación extraterrestre. Nada era descartable aún.

Por supuesto, el capitán formaría parte del equipo de inspección. Una de las instrucciones más claras que había recibido antes de partir es que debía encontrarse al frente de cualquier movimiento que dieran.

Se enfundaron en los trajes y salieron a la intemperie estática. Un alumbramiento colectivo, insonoro y seco, hacia un nuevo mundo sin vida. Todo cuanto les rodeaba parecía haber existido siempre. Lebrod guardaba para sí la sensación de que hasta la última roca les observaba, pendientes de cada paso, de cada suspiro entrecortado e incluso de cada pensamiento. No fue fácil alcanzar el objetivo. Una especie de hangar militar en mitad de la nada. Y, al llegar, de nuevo un alumbramiento. Esta vez a la inversa, quizás más parecido a volver a la vida. Puede que, en realidad, la muerte la dejaran fuera, o no. Con absoluta normalidad abrieron la escotilla y se arrojaron dentro. Estaban entrenados para contener emociones. Habían sido concienzudamente insensibilizados para afrontar todo tipo de situaciones sin que éstas pudieran dañar la misión.

Dentro, una corriente cámara de presurización donde recobrar el aire y poder desprenderse de la escafandra. Cosa que, por supuesto, no hicieron. Todo era aterradoramente familiar. Otros tres trajes reposaban ya en sus respectivas perchas. Alguien s eles había adelantado, ya no cabía duda. Pero… ¿quién?

Al otro lado de la siguiente escotilla, salvado ya el margen de seguridad, les esperaban ante un hangar prácticamente vacío y oscuro, dos mujeres y un hombre. De pie, ante una mesa de unos cuatro metros de largo. Unos focos iluminaban sus rostros ineludiblemente humanos. Les recibieron con sonrisas y una amabilidad desconcertante. Bajo la mesa, una multitud de cajas de cartón. Sobre la mesa, libros. Decenas de flamantes libros recién impresos.

Una de las mujeres portaba un par de ellos en la mano y se los ofreció a Lebrod.

“¡Enhorabuena!”, le dijo. “¡Lo habéis conseguido!”.

“Dos de estos son para cada uno de vosotros, completamente gratis, sólo por completar la misión”, afirmó el hombre. “Pero no os preocupéis, podréis adquirir cuantos queráis a precio de coste, vuestras familiares y amigos estarán deseando leerlos”.

“¡Está todo aquí!”, le interrumpió la tercera. “Las negociaciones geo-estratégicas, los trastornos emocionales del capitán Lebrod, el despegue, los conflictos entre la tripulación en el trayecto, el fallo de las cámaras criogénicas, el choque contra la basura espacial… ¡Y todo narrado por el mejor escritor de Inteligencia Artifical de nuestro tiempo!”.

“Ahora ya pueden regresar”, afirmó el hombre. “El relato ya está hecho. Háganme caso, este libro va a ser todo un éxito. Compren cuantos puedan y llévenselos a la Tierra. No tendrán que volver a preocuparse por el dinero. Su misión ha concluido. Del resto se encarga la Empresa”.

El capitán Lebrod no daba crédito. Se aproximó de forma automática hacia la chica y recogió los correspondientes libros. “Misión de salvamento”, rezaba el título. “¡Qué original!”, se dijo para sí mismo, cargado de cinismo. En la portada, la imagen de la SavEarth, la nave que había tripulado, surcando la oscuridad más absoluta. Sin saber por qué, ojeó rápidamente el interior. Unas setecientas páginas resumían la aventura.

“Está mal”, dijo al fin. “¿Cómo dice?”, preguntó la mujer, desconcertada. “El título. Me refiero al título”, explicó el capitán. La chica sólo gesticuló haciendo entender que no sabía de qué le estaba hablando.

“Debería titularse: Todo es mentira.”.


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