Archivo por meses: abril 2023

Ruido o silencio (Rafael Toledo Díaz)

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Categoría: La caja negra

Como todos, mi amigo Manolo tiene sus cosas, aunque su parienta dice que son “tontás”. Pero yo lo entiendo, es más, diría que sus rarezas son un estímulo para avivar nuestra larga amistad, al menos, y a ratos, nos sirven para conversar sobre cualquier tema que se preste a debate.

Les explico, él vive en una permanente contradicción porque siempre está cuestionando todo lo que acontece, y lo hace confrontando ideas, sentimientos o cualquier novedad que surja. Seguramente su actitud de contraponer todo lo que le rodea viene dada porque Manolo es un fanático de la tercera ley de la dinámica, es decir, de las fuerzas de acción-reacción, pero en tan amplio sentido que la aplica más allá de la física. Por eso es un apasionado y vehemente seguidor de las teorías del ying y el yang, tanto, que igualmente las adapta a cualquier concepto que pueda discutirse. A veces es un rollo su discurso porque lo cuestiona absolutamente todo pero otras, sin embargo, nos sirven para elucubrar hasta límites insospechados, especialmente cuando el tema es ambiguo o abstracto.

El otro día, tomando unas cervezas, le referí que, revisando mis viejos vinilos, me encontré un LP de los grandes éxitos de Simon&Garfunkel y le advierto que los dos tenemos una edad (y lo aclaro porque frente al reguetón y las pachangas habituales nos refugiamos en los clásicos de antes, aunque nos tilden de nostálgicos). Pues bien, le explicaba a Manolo que nunca me había percatado de la incoherencia del título de una de las canciones, refiriéndome a “Los sonidos del silencio”, y sabiendo de sus manías, le provoqué diciendo que qué significado tan absurdo y a partir de ese momento nos enredamos en un debate casi eterno, porque nos dieron las tantas.

Pero mientras tanto, y entre trago y trago, le expuse a Manolo la falta de lógica del título de esa balada, vamos, que cualquiera con dos dedos de frente discurre con sentido común diciendo ¡qué sonido va a tener el silencio!, pues ninguno; como el sabor del agua, son cosas que las decimos sin pensar. Además, me animé a buscar en la red la traducción del inglés para ver si me aclaraba algo y me encontré con una letra bastante cursi, o al menos así me lo parece ahora.

Mi interés no iba más allá de tratar sobre la importancia que tiene el silencio en nuestra vida cotidiana y su necesidad, pues en algunos momentos es imprescindible para relajarnos del continuo estrés.

Sin embargo, el tiro me salió por la culata, porque Manolo, siempre con su actitud discordante, empezó a contarme sus manías referentes al ruido. Mira, me dijo, ya sabes que Julita (su mujer) no quiere hablar al amanecer. Por eso la respeto, y ni abro la boca, oye, que a esas horas está como ausente. Pero te confieso que me descoloca, porque lo primero que hace al entrar en la cocina es poner la radio, supongo que necesita ruido de fondo como el estribillo de una canción de Miguel Ríos (sospecho que esa aclaración venía a cuento porque empezamos hablando de música).

Pues bien, a partir de la segunda cerveza Manolo entró en bucle y siguió contándome sus pequeños conflictos maritales. ¡Y ya no te cuento cuando se seca el pelo!, eso sí que me molesta, que se tira un rato bien largo y ni siquiera puedo escuchar las noticias.

Después, y sobre las pequeñas manías, me aclaró algo que ya suponía, porque mi amigo, al amanecer, y mientras desarrolla las primeras tareas, escucha dos emisoras de diferente ideología, una en el dormitorio y otra en la cocina. Es evidente que lo hace para contrastar y ser fiel a su eterna obsesión. Sin embargo, algo de razón lleva en su explicación, porque la misma información adornada con matices partidistas en los titulares puede parecerte totalmente opuesta. Así pues, Manolo me confiesa que al cabo de unos minutos ya no necesita ese ruido de las cuñas informativas que se repiten insistentemente como un mantra de adoctrinamiento.

Para banalizar un poco la conversación le cuento a Manolo que, sobre el ruido, tengo alguna anécdota divertida, pero que encajaría más en un programa de Iker Jiménez. Me refiero a que una de mis abuelas, cuando era muy mayor, decía continuamente que oía a los músicos en la esquina de su calle, y comentaba airada, ¡ya están ahí otra vez!. Ella no sabía qué era aquel sonido que escuchaba porque, si le preguntabas, ¿pero qué tocan, abuela?, decía, pues música (que sería el anuncio de la música celestial, porque al poco tiempo falleció).

Otra pariente mía dice que le viene un ruido a la cabeza, y que a veces el zumbido es tan grande como el de una olla a presión o una cafetera, y tampoco ella sabe definirlo muy bien.

Deduzco que al final va a tener razón mi amigo Manolo con sus teorías de acción-reacción porque soportamos tanto ruido y de tantos tipos durante nuestra existencia (Y aquí me sale otro estribillo de Sabina <<mucho, mucho ruido, tanto y tanto ruido>>) que, seguramente, eso que llamamos eternidad, cuando dejamos de existir, el llamado descanso eterno, es un periodo repleto de silencio para contrarrestar el desasosiego que nos ha provocado el atronador ruido en nuestra vida.

Mientras tanto, y antes de que llegue ese inevitable final, disfrutemos del silencio elegido y sus bondades. Además, es importante, es conveniente, que sea administrado con generosidad, pues, como bien dice el dramaturgo Juan Mayorga en su discurso de ingreso en la RAE y que tituló SILENCIO <<El silencio nos es necesario, desde luego, para un acto fundamental de humanidad, escuchar las palabras de otros.>>


Todos se preguntan (Isabel Villares López)

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Categoría: La caja negra

Todos se preguntan, ¿qué fue antes, el huevo o la avutarda?

Yo clamo a los cuatro vientos:

¡ El huevo, porque los dinosaurios existían antes que las avutardas!


El huevo de la avutarda (Carlos Gamarra)

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Categoría: La caja negra

Siendo yo muy niño, mis primos me llevaron al hoy en día Parque Nacional de Cabañeros, ellos con intención de atrapar unas pocas perdices y yo espantando pájaros y mirando a los conejos, que los había a montones.

De repente, el mayor de mis primos me sujeta y dice “quieto, mira, una avutarda”. Al principio no la veía, porque se mimetizan con el paisaje, pero por fin pude ver un ave grande, mucho más que una gallina. Luego supe que era un macho, y que llegan a pesar hasta dieciséis kilos. Las hembras sólo seis.

En el momento que nos vio, echó a correr primero y después a volar. Al principio, torpemente, hasta que se estabilizó, y más tarde, con un vuelo majestuoso.

Otro de mis primos dice “pues la puesta de huevos no debe andar muy lejos”. Normalmente suelen poner tres huevos y los cubren de forraje y hierbas para evitar que se los coman otros animales. La hembra los empolla durante casi un mes y lo normal es que sobreviva uno sólo de los tres.

Después de buscar por allí durante un buen rato, pudimos ver ciervos, venados, milanos y otros animales, pero los huevos de la avutarda, si es que estaban por allí, no pudimos verlos y tuvimos que volvernos algo frustrados.

Así terminó aquella excursión, en la que no encontramos ni un solo huevo de la avutarda.

Devavanya, Maïarsko

La busca (Carmen Paredes)

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Categoría: La caja negra

En el crepúsculo azul

camina lenta la avutarda

un aire turbio la oculta

las sombras de los árboles

la rodean en el parque

antes campo

alza el vuelo

sobre una lengua de sol

las nubes atraviesan un charco

y desintegrándose

devuelven un huevo y una esperanza


Celebración del huevo (Carlos Lapeña)

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Categoría: La caja negra

 Mira el huevo, compacto
 como un sol de hierro.
 La vida que hay en él  
 es nuestra vida,
 aunque el calor
 se haya fugado con la noche.
 
 
 La cáscara se agrieta,
 la clara palidece la yema
 es grito de color
 y de textura,
 que clama por un poco
 de azúcar, en cualquiera
 de sus formas.
 
 
 Un postre, en realidad,
 es lo que sueña,
 con sombras de bizcocho,
 fruta, helado,  
 chocolate blanco y negro…,
 la mano de un amante
 que armonice el baile,
 la boca de otra amante
 que lo coma.
 
 
 Y aquí llega la madre,
 la avutarda,
 que saca brillo al huevo
 con sus alas,
 lo agarra con sus patas,
 lo lleva en vuelo lento hasta la plaza
 y allí lo suelta en lluvia  
 de gotas de dulzor,
 día de fiesta. 


Con las manos en la masa (Rafael Toledo Díaz)

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Categoría: La caja negra

Cuando conocieron la noticia, María y Asun quedaron encantadas. La convocatoria de un concurso para elaborar un postre que fuese un referente de la ciudad les había ilusionado ¡y de qué manera! Pero a pesar de su complicidad, esa emoción la habían asumido de formas distintas porque, contrariamente a lo que pudiese parecer, eran tan diferentes como contrapuestas, por eso, cada una entendía el concurso a su manera.

Mientras que María pensaba que si lograban ganar el concurso su prestigio como repostera subiría muchos enteros, Asun solo pensaba en la prestación económica del premio y se conformaba con que sus amigas la llamasen divertidas “cocinilla” o “pastelito”.

Quizás, y por esa razón, cada una soñaba con sus egos personales y las dos se habían hecho su particular cuento de La Lechera. María ya se imaginaba presumiendo con su título enmarcado de ganadora y viendo su nombre reflejado en las redes sociales y en las páginas oficiales del consistorio. Asun, sin embargo, tenía muy claro qué hacer con los euros de la mitad del premio porque quería cumplir un sueño.

Aunque era bastante más joven que María, tenía una idea casi obsesiva y extraña para su edad pues, tarde o temprano, quería irse una semanita a Benidorm a bailar “Los pajaritos”, junto a una caterva de jubilados, ah y jubiladas (por lo del lenguaje inclusivo), pasear por sus calles abarrotadas de gente y pelear al amanecer por ser de las primeras en poner su sombrilla en la playa como quien pone una pica en Flandes. Y, al atardecer, disfrutar del pleno relax bebiéndose un cubata de ron sentada en una terraza y mirando al cálido Mediterráneo. Todo esto pensaba Asun, y no le importaba la opinión de los demás, aunque María estuviese constantemente diciéndole, cariñosamente, que era una desequilibrada y una friki.

Pero en cuanto a su afición por la cocina y la repostería lo llevaban bien porque sus diferencias las complementaban y lo que no ingeniaba una, se le ocurría a la otra. Las dos formaban un tándem repleto de talento y perspicacia, de inteligencia y razón, con una chispa de locura. Una mezcla tan sabrosa y dulce como cualquier tarta o pastel, o guiso, que de todo eran capaces.

Así que se pusieron manos a la obra, o manos a la masa. Y lo primero fue leer bien las bases y empezar a discernir su plan de actuación. El asunto era tentador pero nada fácil, así que había que documentarse. Sabían de la avutarda porque su silueta estaba dibujada en el escudo de la ciudad, pero poco más. De la misma manera, la ciudad se había transformado tanto que apenas era reconocible, la globalización había arrasado con los hábitos tradicionales en todos los sentidos, sociales y culinarios. En el término ya apenas se cultivaba el cereal y sólo quedaban algunas huertas como resquicio de un pasado agrícola.

Ahora, y como todas las poblaciones de alrededor, Parla se había convertido en un satélite de la capital, una urbe de cemento, hierro y ladrillos que servía de cobijo a gentes de todo origen y condición.

¿Dónde estaban las avutardas? Ahora únicamente se encontraban en la historia y la tradición, por eso trataban de recuperarla y ponerla en valor, pero era una tarea ardua a la que todos estaban invitados, por eso, para identificarse con la villa y su pasado, habían convocado el concurso los excéntricos de El Globosonda y patrocinado por el consistorio.

María y Asun, después de bucear por la red se planteaban como presentar el postre en cuestión, por eso discutían si era más conveniente mostrar uno o varios huevos y si debían desarrollarlo como si estuviese cocinado, aunque esa opción era muy atrevida puesto que no se sabía si en algún momento se habían utilizado como alimento de los vecinos, ni siquiera en épocas de hambruna.

María era partidaria de representar un nido realizado con hojaldre y con tres unidades, que era la puesta más común de estas grandes aves, y que cada uno estuviese relleno de diferentes texturas y sabores bien diferenciados. Asun, sin embargo, quería mostrarlo como si fuese un huevo frito, pero en pastel, y para ello elaboraría una mousse de limón con unas briznas de cabello de ángel y, en el centro, una yema de Santa Teresa. Al fin y al cabo el cabello de ángel se elaboraba con calabaza que era un producto de la huerta.

Todas estas ocurrencias e ideas se las enviaban mutuamente a través del WhatsApp y por correo electrónico, con bosquejos incluidos. A ratos estaban convencidas del proyecto y, al momento, se desanimaban ante el reto. Porque no era nada sencillo, pero ahí andaban perseverando en la idea y enterándose cada vez más de la pequeña historia de aquella ciudad que, como a tantos otros, en algún momento las acogió.

Lo cierto y verdad es que ambas, y ante la cómplice situación, recordaron a sus madres y abuelas cuando antes de Semana Santa se acercaban al horno de la panadería del pueblo cargadas de huevos, harina, aceite, limones y poco más para hacer cochura. Allí, entre risas y bromas, después de unas horas de palique salían con sus cestas de mimbre repletas de magdalenas y galletas artesanas. Sí, esas enormes galletas como ladrillos, terrosas, rayadas y apenas dulces, pero que a María y Asun, manchegas de origen, les recordaban su infancia. Y ahora, elaborando “El huevo de la avutarda” y soñando con ganar el premio, las añoraban con nostalgia.


Terrón de azúcar (Ismael Sesma)

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Categoría: La caja negra

La portera de aquel bloque se llamaba Abelarda, pero alguien la llamó avutarda una vez y la ocurrencia tuvo éxito en la vecindad, sobre todo entre los niños. La avutarda es un ave lenta, grande, pesada, como Abelarda, que parecía sacada de 13 rue del Percebe (jóvenes abstenerse de entender).

Mientras barría la entrada del portal un día ventoso, le cayó un tiesto de azaleas blancas primorosas que procedía del tercero exterior. La mató allí mismo. Ávidos de emociones, los niños miraban por entre las piernas del corrillo de vecinos. ‘Niños, a casa, que este espectáculo no es para tiernos infantes’ (¡hay que ver cómo se hablaba entonces!). El piso lo había heredado de sus padres un mozo de repostería que se dedicaba a la botánica en sus escasos ratos de ocio (ya se sabe cómo son los horarios comerciales), de nombre Nicolás Terrón. Nicolás decía que su apellido hacía referencia al azúcar; terrón de azúcar, afirmaba con gracejo en cuanto aparecía la ocasión (fuera calva o no). A Nicolás le cayó encima un veredicto de homicidio involuntario, que achacó a un error de la providencia (desde entonces, con minúscula) y digirió con amargura y estoicismo. Estuvo casi tres años en la trena (cárcel, para los no iniciados). Al llegar, después de otear el horizonte (es un decir) de humanidad allí congregada, solicitó destino en la cocina de la prisión; le pareció el lugar mas seguro del establecimiento. Con su currículum, le fue concedido. En aquella época, el director del presidio pretendía a una mujer que hacía honor a su nombre: Dulce. Era la mar de golosa, se pirraba por los pasteles. El director pensó que Nicolás podría ayudarle en la conquista y le dio carta blanca. Nicolás se ganó el respeto de sus compañeros de prisión por el estómago. Los domingos, día de menú especial, jaleaban sus postres y llegaron a sacarlo a hombros de la cocina, a gritos de ¡torero, torero! Nicolás estaba un día ojeando en su celda un libro de fauna ibérica, cuando vio la ilustración de un nido de avutarda. Una vez más, recordó a la pobre Abelarda, pero esta vez, al tiempo, tuvo una revelación (reposteril, que no mística). La ilustración estaba confundida, en realidad la avutarda solo (sin tilde) hace un agujero en el suelo y allí hace la puesta. Se conoce que es un ave práctica y poco dada a florituras en la crianza; un hoyo basta. Nicolás se transfiguró (también es un decir), y dedicó los últimos meses de su estancia en la cárcel a la sublimación de aquel dulce especial, cuyos ingredientes batían su cabeza desde el momento de la visión. Mientras, el director con su artes y Nicolás con sus dulces se emplearon a fondo, hasta que el primero logró el favor y el sí de Dulce. Tanto fue su agradecimiento, que el director planteó poner Nicolás a su primer hijo y Dulce estuvo de acuerdo. Cumplida la pena, Nicolás Terrón vendió aquel piso maldito, cambió de barrio y arrendó un pequeño local de repostería. Abandonó las plantas, mejoró recetas y por fin se decidió a publicitar su mejor dulce. El huevo de la avutarda, lo llamó, en honor a la portera, pues pensó (con buen criterio) que llamarlo el huevo de Abelarda podría resultar equívoco. El huevo de la avutarda se convirtió en la estrella de la constelación de dulces que iluminaban los escaparates de su negocio y los rostros de aquellos afortunados que los consumían. El boca oreja hizo el resto, pero eso,…, eso ya es historia (quizás con mayúscula).


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