Cloaca de ballena (Carlos Candel)
Categoría: La caja negra
El interminable tubo transita implacable la oscuridad como moderno estómago de ballena. Contiene menos aire que humanidad. Se dirige al fin del día ensombrecido por la penumbra matinal. Las ventanas ofrecen un fantasmagórico espectáculo, la transición hacia la mañana, como un atajo hacia la tarde que nunca llega. Quién pudiera regresar a casa, ya. El vagón alberga una multitud somnolienta de cuerpos enmascarados apilada de pie. Les falta el aire, supuran cansancio en señal de protesta a través de sus axilas alzadas, a pesar de las horas, a pesar de la ducha y el café aguado de súper de extrarradio.
Cata observa las nubes teñidas de morado y piensa en subida de salarios que nunca llega. No vino a este país para vivir peor que en la aldeíta, pesebre de moscas. Un telón oscurece aún más la mañana. Acaban de llegar a la estación, tan tarde como de costumbre. El estómago de la ballena regurgita ansiedad y miedo. Cata sale a la vía, aún tiene que coger un autobús y caminar dos kilómetros antes de llegar a su destino. La señora se enfada si llega tarde. La mascarilla abriga, pero no da de comer.
El interior del vehículo parece la entraña de otro animal herido y la pesadumbre diaria es su alimento. Se tapan la boca, no por no hablar, sino por costumbre. El virus mata, pero la bilis almacenada en las tripas en los días del miedo no se silencia con telas, sólo se enmascara, y no tardará en traspasar el umbral de los colmillos. Cata lo sabe, siente su amargor en las manos, repletas de costras a causa del desinfectante y la lejía, a pesar de los guantes. La señora cree poder controlar la enfermedad y la suciedad en su casa a costa de la piel de las manos de Cata. Es el precio de vivir en el sur. De pronto ve un autobús en sentido contrario. Su mirada se cruza un instante entre las cabezas de los pasajeros con la del conductor. Va vacío a esas horas. La homeostasis de la ciudad se produce sólo en una dirección en función de las horas. Cata se siente sangre fresca en tránsito al corazón. A la vuelta, ese cuerpecillo desvalido suyo requerirá diálisis. La manilla de su reloj parece hecha de plumas. Llegará tarde y puede que se lo descuenten del sueldo. Ya puede despedirse Mario, su hijo, del móvil. Tendrá que esperar al próximo mes. Pero no se lo dirá hasta el sábado, que es cuando le ve. Se marcha de casa antes de que se levante y, cuando regresa, ya se ha encerrado en su cuarto hasta el día siguiente. Últimamente ha engordado. Puede que haya dejado de ir al instituto. En cuanto llegue a la casa, le llamará para despertarlo.
Consigue emerger de la bestia cinco minutos antes de su hora. Si se apura, en diez o quince a lo sumo estará en la casa. Puede que no la regañen mucho. El sol aún no ha salido, pero la claridad ya ha empezado a desvelar la longitud de las sombras. Cata las teme como a nada en este mundo. Ella apenas proyecta sus rencores, pero una ligera mancha asoma ahí abajo a sus pies como un retazo de rebeldía incontenible.
La señora tiene prisa, hoy le toca visita a la madre aparcada en la residencia, por lo que posterga la bronca para más tarde con un “ya hablaremos” y un gesto de garra, como quien arroja el anzuelo a un río repleto de peces. El dolor está al acecho bajo la superficie del poder que le confiere su posición social. Ni siquiera se molesta en ponerse la mascarilla, aunque a la empleada la obliga, se le presupone la convivencia con personas de riesgo.
En la televisión las noticias escupen la verdad: “los barrios del sur se han relajado y los contagios han aumentado en estas zonas…”. El virus no se transmite por el aire, piensa Cata, sino por la pobreza, mientras se desviste en el cuartito de cambio. De repente, surge un estornudo que no puede contener y su estrépido tiene cierto rumor de daga. Cae en la cuenta de que esta mañana, en el vagón, sintió más calor que de costumbre. Y que, al levantarse, lo hizo un poco más fatigada de lo habitual.
Entonces, coge fuerzas y se dispone a comenzar su tarea. Descansar no es una opción. Observa la enorme estancia que le espera, burlona, a sabiendas de que hoy será un día más duro de lo habitual. El techo parece más amenazante y cercano que nunca, se vislumbra el derrumbe. Pero no pasa nada, los de los barrios del sur están acostumbrados a los ácidos del estómago de la ballena. Sonríe y se plancha el vestido con las manos. Acto seguido agarra el plumero con una mano y se lleva la otra a la cara buscando una goma detrás de la oreja. Busca la vajilla de plata en la vitrina de cristal, que le dedica un destello para reclamar su atención mientras queda a la espera. “Hoy trabajaré sin mascarilla”, se dice a sí misma y estornuda estrepitósamente. Ni siquiera se toma la molestia de cubrirse la boca con el codo. La tele tiene razón, los pobres siempre han sido unos irresponsables.