Hilos y puntadas (Rafael Toledo Díaz)
Categoría: La caja negra
Quizás, más por cobardía que por dejadez, nadie se atreve a decirle al emperador que está desnudo, el poder siempre nos apoca. Sin embargo, y aunque atrapados por la moda del momento, todos necesitamos de un vestido para disfrazarnos. Seguramente el emperador también precisa de un buen sayo que rebaje su prepotencia y así poder disimular la vergüenzas.
No, no me es ajeno el mundo de la costura, al contrario, desde muy pronto estuve rodeado de trapos, figurines y patrones. Pero me resulta bastante complicado escribir sobre un tema tan profuso, si bien, seguramente apenas interesa. A pesar de ello, me pongo a la faena intentando compartir mi visión más íntima porque, desde pequeño, siempre he visto a mi madre cosiendo, así que mi ámbito familiar ha estado relacionado con la costura.
Imagínense un patio de cemento sombreado por una parra, algunas sillas de enea y jóvenes vecinas afanadas cada una en su labor, algunas pasando pespuntes, otras sobre-hilando, cogiendo bajos, cosiendo costuras y, las más avezadas, haciendo jaretas o rematando ojales. La tarea de tomar medidas y cortar las asumía mi progenitora, que para eso era la maestra. Por eso, de vez en cuando, mostraba a algunas de las chicas esta tarea fundamental de marcar las telas con el jaboncillo y utilizar las tijeras para que fuesen aprendiendo.
En aquella casa, y al fondo del patio, también había una habitación que llamaban el taller, un cuarto amplio donde realizaban toda la faena los días de invierno o cuando el tiempo no acompañaba.
Aquel universo femenino tenía su palique particular y unas reglas no escritas. La radio y el cotilleo sobre el barrio las reunía alrededor de prendas de todo tipo, generalmente batas, faldas y blusas y, de vez en cuando, vestidos para una boda, para una comunión o para la Semana Santa, época en la que todas las vecinas trataban de estrenar alguna prenda.
Generalmente, y por las tardes, las chicas acudían a casa para ganarse unas pesetas aprendiendo a coser, una labor que en aquellos años del pasado siglo era fundamental para las jóvenes casaderas. Desde muy pronto, la ocupación de mi madre fue asumida con naturalidad, y el ajetreo de gente se convirtió en algo rutinario para nosotros. Además, mi hermana, cuando concluía las tareas de la casa y hacía los deberes, se sumaba a esa tribu de modistillas que se afanaban entre telas e hilos escuchando con devoción el consultorio de Elena Francis y las habituales radionovelas de la época. Aquellos seriales cercanos al drama y la caridad adoctrinaban a los oyentes más candorosos, panfletos muy propios de aquel ambiente tan recatado como beato. Aunque también aquellas mozas tenían sus secretos y sus picardías, pero eso a mí no me llegaba por la edad y porque era hombre. Para mi descargo confieso que yo era más de la canción del verano que de aquellos seriales lacrimógenos. Episodios que ahora me hacen recordar nombres tales como, Pedro Pablo Ayuso, Matilde Conesa, Juana Ginzo, Matilde Vilariño, Teófilo Martínez o el famoso autor Guillermo Sautier Casaseca.
Tampoco es que me salvase de un entorno que apenas podía eludir, pero ser varón me permitía realizar otros cometidos. Por ejemplo, habitualmente era el recadero e iba a forrar botones y comprar, bajo muestra, cintas, hilos y pasamanería. Que todavía recuerdo aquella troqueladora en la mercería de “La Paulita” que convertía un trozo de metal y tela en botones personalizados para cada prenda. Y, si la jornada se alargaba, acompañaba a las chicas hasta su domicilio.
Todos estos recuerdos que ahora traspaso a la pantalla sucedieron durante la infancia, un tiempo de escasez y austeridad, pero del que apenas éramos conscientes y que asumíamos con naturalidad. Incluso recuerdo el disimulo y la discreción por el pago de las prendas a través del consentido y habitual trueque. A casa llegaban algunas vecinas del cercano “Cerrillo”, un barrio que, si algo tenía de marginal, era la extrema pobreza de sus vecinos, tan dignos como el que más. Discretas, en sus cestos de hule llevaban conejos, liebres, perdices o palomas torcaces, fruto de la caza furtiva para intercambiarlas por la ropa que le encargaban a la modista, en este caso, a mi madre.
Aquellas costumbres y prácticas han desaparecido, aunque si lo pensamos un poco, quizás no tanto. Porque si bien apenas se elaboran prendas a pequeño nivel, y todo es manufacturado en países del tercer mundo, la implicación de mujeres y niños en la confección de ropa en estos lugares es un hecho contrastado.
Aquí mismo, y de vez en cuando, salta la noticia del descubrimiento de talleres clandestinos en sótanos y lugares umbríos donde laboran inmigrantes ilegales en pésimas condiciones de salubridad, hombres y mujeres tratados como auténticos esclavos del siglo XXI.
La costura siempre ha sido un asunto de personas más que de sexos, aunque siempre, y por deformación, la sociedad lo conduce al género femenino. La sastrería y la modista, y al contrario de lo que pudiera parecer, la figura del sastre es más corriente que la de la sastra, que también las hay. Igualmente, las grandes firmas de moda suelen estar regentadas por un modisto de renombre, pero también hay modistas famosas.
Podría continuar porque el tema da bastante juego y el término costura se aplica a otras formas del lenguaje que nada tiene que ver con la elaboración de prendas. A nadie le extraña la frase “romper las costuras” como una forma de decir “esto ya no da más de sí”, situaciones que provocan un punto de inflexión para empezar de nuevo.
El término costura es como un pequeño universo, lo contiene todo y precisa de todo para desarrollarse, desde la imaginación, hasta la belleza. La costura exige paciencia, concentración, constancia, técnica, atrevimiento, diseño, diálogo, competencia, etc. E incluso sirve para hacer literatura, porque existen un buen puñado de novelas sobre el tema, y otras muchas del género negro o policíaco donde no se da puntada sin hilo.