Bomba de calor (Carlos Candel)
Categoría: La caja negra
Los tres vimos cómo papá salía del coche. Mamá había tratado de impedírselo, pero él lo hizo por sorpresa y ninguno pudimos hacer gran cosa. Llevábamos dos días encerrados en el vehículo, en la segunda planta de aquel garaje. Otros vecinos habían hecho lo mismo, pensando que las temperaturas no serían tan altas allí abajo y que allí podrían poner en funcionamiento el aire acondicionado de sus coches, pero a estas alturas la mayoría se habían marchado. Cualquiera sabría qué había sido de ellos. “Salir más allá de la puerta del garaje es un suicidio”, había dicho papá cuando decidimos meternos en el coche y encender el aire acondicionado, con al esperanza de que la ola de extrema de calor pasara cuanto antes. Cuando las máquinas de aire acondicionado dejaron de funcionar a causa de las excesivas temperaturas la televisión y la radio dejaron de emitir e Internet se cayó por completo.
Papá boqueaba como un pez fuera del agua y se llevaba las manos a la garganta. El aire parecía abrasarle los pulmones. Apenas estuvo unos segundos fuera, el tiempo suficiente para dejarle mudo. Tardó varios minutos en recuperar el aliento. Mi hermana se echó a llorar. No la culpé, todos pensamos que no lograría abrir la puerta de nuevo y entrar en el coche. Yo mismo creí que se desmayaría y que no podríamos hacer nada por él. Por suerte, aún tuvo fuerzas suficientes para abrir la puerta y mamá tiró de su brazo para agilizar un poco el tránsito. Después cerró la puerta tras de sí, con toda la fuerza que le fue posible. El calor había entrado en el coche y nos costó un rato poder respirar con normalidad. Allí afuera el aire parecía consumirse como un bosque en llamas. Gracias a la bombona del abuelo íbamos inyectando un poco de oxígeno en el habitáculo. Teníamos suerte.
“Se acaba el gasoil, sin él no hay aire acondicionado”, sentenció mi padre en cuanto estuvo preparado para hablar. “Tendremos que salir en busca de una gasolinera”. El abuelo se negó. Le recordó que él mismo había aseguro que era un suicidio, pero mamá logró calmarlo recordándole que nosotros disponíamos de su bombona.
“Será cuestión de cinco minutos, lo suficiente para llenar el depósito y regresar de nuevo aquí. Con un poco de suerte, en unos días este calor habrá cesado”, explicó papá. “¿Y por qué no esperamos a la noche?”, insistió el abuelo. “¡No hay tiempo!”, gritó papá, perdiendo la paciencia. Papá le cedió el puesto a mamá. “Deberás hacerlo tú, yo me encuentro demasiado débil”.
El tiempo parecía detenido afuera. Un color sepia lo inundaba todo, y los árboles se habían secado. Sus hojas, muertas, cubrían el suelo por todas partes, descubriendo las pocas sombras que había en el barrio. Sudábamos y nos deshidratábamos rápido. Aún teníamos varias garrafas que mamá había previsto antes de bajar.
La gasolinera no quedaba lejos y mamá avanzó todo lo rápido que pudo, sorteando coches que habían quedado parados en cualquier parte. Evitamos mirar su interior. Algunas casas ardían aquí y allá. En seguida percibimos el aumento de temperatura. Papá cubría como podía el cristal para que no entrara el sol, y el abuelo, mi hermana y yo hacíamos lo que podíamos con unas mantas en las ventanas de atrás. Al llegar a la gasolinera mamá detuvo el coche y pareció desplomarse sobre el volante. Tuve miedo por ella, pensé que se había desmayado, pero no fue así. Entonces, todos recordamos lo que la televisión llevaba avisando desde hacía meses. En la gasolinera lucía uno de los carteles que anunciaba uno de los mensajes más duros que he leído en mi vida: “Debido a los actuales problemas de abastecimiento les comunicamos que en esta estación no hay diésel”.