Era de las veteranas, llevaba nueve años viviendo en aquella coqueta urbanización de chalets, pero nunca antes le había dado por hacer un regalo de bienvenida a sus vecinos. Quizás el treintañero que vino a ocupar el chalet anexo, con su mata de pelo indómita y sus raídos vaqueros, encendió en Sara una lucecita maternal que ni ella misma conocía tener vagando por lo mas profundo de sus entrañas.
Activada
por ese resorte, aprovechó que los operarios que habían realizado
mejoras en el adosado ya habían desaparecido con su catálogo de
ruidos, casi infinito. La mudanza también parecía haber concluido,
después de que su dueño, acompañado de otros dos varones de edad
similar a la suya, diesen varios viajes en una furgoneta alquilada,
que llegaba llena hasta los topes de cajas y mobiliario, para salir
del garaje vacía y recomenzar el proceso.
Todo aquello había pasado las semanas anteriores y Sara apenas había cruzado media docena de frases de cortesía con Fernando, que así se llamaba el vecino. Sara vio cómo Fernando, por fin, una mañana de sábado pudo sentarse en una cómoda tumbona en el porche de su casa con ese aire de tranquila indolencia que aparece al terminar con una obligación temida y deseada a la vez. Sara fantaseó que quizás en esos momentos, Fernando estaría haciendo balance de los últimos meses, los esfuerzos para conseguir comprar su casa, la inevitable hipoteca y los planes de futuro asociados a la propiedad. En todo caso, a Sara le pareció un momento propicio.
Se
encaminó hacia su cocina y un par de horas después, se presentó en
la entrada con un bizcocho de zanahoria y arándanos, dispuesta a dar
al vecino la bienvenida oficial. Fernando ya no estaba en el porche y
tardó en salir. Abrió con aire despistado y cuando ella le entregó
el presente, se quedó parado unos instantes y no hizo nada. Esbozó
una sonrisa entre la sorpresa y la incredulidad, dijo ‘gracias’
al cuello de su camiseta y desapareció. Sara se quedó parada unos
momentos, con la sonrisa congelada y una sensación de pasmarote muy
desagradable.
Los
días posteriores, Sara pasó tiempo cavilando sobre el
comportamiento de Fernando. Empezó con supuestos benévolos, aunque
a cada hipótesis que aventuraba, aumentaba su desazón. ‘Quizás
no le gustan los dulces; o no ha sabido reaccionar y después le ha
dado pudor forzar una disculpa. O venga de un lugar donde estos
obsequios son equívocos. O peor, ha pensado que le quería tirar los
tejos’. A Sara le deleitó ese pensamiento y se regodeó en los
meandros de sus implicaciones. Se acercó al espejo de la entrada y
se miró: ‘Estoy entrada en la cincuentena y si me lo propongo, sé
que todavía puedo hacer que los hombres se vuelvan’. El espejo le
devolvió una sonrisa desencantada y un encogerse de hombros,
‘aunque, claro, el asqueroso de Fernando no puede saber que mi
interés por los varones, desde el fallecimiento de mi marido hace
tres años, es puramente visual; los veo como se contempla a los
animales en los documentales de la tele. Ni loca me metería en otra
relación de pareja’.
Los
días pasaban, las disculpas de Fernando no llegaban y los vecinos
apenas cruzaban alguna frase en los ocasionales encuentros en los
jardines respectivos. Sara desechó la idea de que su vecino iniciase
algún movimiento de reconocimiento de su proceder, y comenzó a
verle como a un enemigo taimado, callado y egoísta. A la relación
de desaires del vecino, Sara añadió que Fernando no le había
devuelto el plato de cerámica en el que le entregó su bizcocho.
Comenzó quitando importancia al detalle, ‘el plato, aunque mono,
estaba viejo‘, para reconocer a renglón seguido que le gustaba
aquella cerámica, era un regalo promocional de fiambres, pero a Sara
le recordaba la vajilla que siempre recordaba haber visto en casa de
su abuela. Odió a Fernando por su falta de urbanidad y decidió
retirarle el nombre; ‘a partir de hoy, será solo el vecino’.
‘Puede ser despistado’, pensaba, ‘¿pero tanto?’.
En
varias ocasiones estuvo tentada de abordarlo y reclamar su plato,
pero en el catálogo de convenciones de Sara no figuraba el solicitar
la devolución de algo que había sido prestado. Reconocía que su
proceder la había hecho perder algún libro nunca devuelto, pero sus
convicciones pesaban más que los objetos y se resumían en que ‘el
prestatario debe tener conciencia y memoria de que ha recibido
aquello para ser devuelto’.
Para
colmo, en la única ocasión en que su vecino llamó a su puerta,
Sara escuchó con profunda decepción que Fernando no solo no se
refirió al bizcocho y mucho menos la retornaba el plato, sino que le
comunicaba su intención de levantar con ladrillo el murete de
separación entre ambas parcelas, ahora de unos ochenta centímetros
y rematado por una alambrada.
– Voy a levantar el muro hasta los dos metros –no había puesta en consideración, sino una declaración sumaria, sin derecho a réplica, anotó Sara-. Como es cosa mía el costo lo voy a asumir yo, aunque supongo que los obreros tendrán que pasar a tu parcela para rematarlo por tu lado.
Sara
se sintió pequeña. Pensó en el seto de aligustre que su marido
había plantado y cuidado para completar la separación entre las
parcelas y añadir algo de privacidad a ambos lados del murete; sus
horas de cuidado, riego, podas y abono. Le miró a los ojos con un
brillo de desdén, pensando en lo tonta que había sido al preparar a
semejante espécimen un presente de bienvenida.
– No
te apures –luego le pesó haber considerado los sentimientos del
vecino-, ya remataré yo mi lado. Y le cerró la puerta.
Los
albañiles llegaron. Sara comprobó que el vecino no solo había
levantado el muro medianero hasta los dos metros y medio, ‘cincuenta
centímetros más alto de lo que dijo, no tiene palabra’ –pensó
Sara, que había procedido a la medición armada de un metro- , sino
que lo había elevado en todo el perímetro de su parcela. Ahora,
desde el exterior y en cualquiera de sus ángulos, del chalet solo se
veía la parte alta de la buhardilla y el tejado. ‘Como si no
existieses, querido’ se dijo Sara, decepcionada y dolida.
Llevó
la consideración a rajatabla, de forma que, cuando dos jóvenes
policías llamaron a su puerta unos meses después y pidieron hacerle
unas preguntas en torno a la muerte violenta de su vecino, Sara se
hizo de nuevas y dijo no haber escuchado nada.
–
Duermo con tapones, tengo el sueño muy ligero -mintió.
Cuando se fueron, sintió algo parecido al gusanillo del arrepentimiento. Había escuchado ruidos y voces de una discusión violenta aquella noche. Tuvo el impulso de levantarse de la cama y hacer algo –llamar a la policía, por ejemplo-, pero la imagen de su bizcocho pudo más.