Reloj de arena (Ismael Sesma)
Categoría: La caja negra

Quincalla otorga, decía Ezequiel a los parroquianos en cuanto había ocasión, mientras pesaba legumbre o bacalao y calculaba el precio de cabeza, con precisión de científico nuclear. Ezequiel era el tendero de mi calle. Ultramarinos y Coloniales, ponía en el toldo que desplegaba a medía mañana en cuanto el sol amenazaba con fundirle el cristal de su pequeño escaparate, en el que había un revoltijo de quincalla comestible, abigarrada, que solo una mirada atenta podía descomponer.
A Ezequiel le gustaba jugar con el lenguaje; cuando terminaba su jornada iba a La Alcazaba, el bar de mi calle, que de moruno solo tenía el nombre, pedía un vinandia y Ramón y Felipe, los camareros, le entendían sin dudar: un vino tinto de frasca, peleón, de a perra gorda, como decía mi abuelo, recordando sus tiempos mozos. Otros solo necesitaban hacer un gesto con la mano y la traducción también era instantánea: rellena el vaso.
Yo iba poco al bar, entonces no eran sitios ni para niños ni para mujeres; gichas o muetas de banderamen, en el lenguaje de Ezequiel. Cuando nos llevaban, tenía que compartir una Mirinda de naranja y unas patatas fritas con mis dos hermanos; aunque tocábamos a poco, aquello era una fiesta mayor. La única mujer que entraba sola era Reme, una vecina de al lado de mi casa. Ezequiel la llamaba la Mirinda. La llamaba así porque decía que era una estirada. Yo tardé tiempo en entenderlo porque en mi calle no había gente estirada, mas bien todo lo contrario, marchábamos todos contraídos por el frío y la pobreza. Reme tenía un hijo, Paquito, al que motejaban el quincallero. Paquito en realidad era un ratero de poca monta que hurtaba todo lo que se le ponía por medio y luego llevaba el producto a un perista de barrio bien, que le hacía precio de revoltillo. Cuando Paquito estaba en la cárcel, su madre nos decía que estaba de viaje.
Pocos años después, remodelaron el barrio y mi calle desapareció. Tiraron todas las casas, levantaron el adoquinado y durante unos meses solo quedó una montonera de escombros; quincalla de yeso, ladrillos e historias de todos nosotros. A la mayoría nos dieron pisos a estrenar unas calles mas allá; llegamos en tropel y durante unos meses fuimos los nuevos, aunque éramos indistinguibles del resto de vecinos de la barriada, ellos y nosotros la quincalla del escalafón social. La Alcazaba desapareció con la calle; en los nuevos bares no había tinto de frasca, mis padres nos ponían dos cocacolas y patatas fritas para los tres. Paquito subió varios escalones en el mundo del hampa y llevó a su madre a un barrio en el que Reme se pudo estirar; la única vez que volvió por el barrio Ezequiel dijo: por ahí viene la Marquesona. Luego llegaron noticias de que Paquito estuvo de viaje mucho tiempo. El nuevo local de Ezequiel ya tenía un escaparate digno de ese nombre, en el que había un sitio para cada producto; en el toldo solo ponía Ultramarinos y Ezequiel comenzó a hablar como un vendedor.

4 Comments
Francisco José Martín Fernández
diciembre 10, 2023 en 9:37 pmEstoy deseando que un día hagas una novela así. Me recuerdas a Ferlosio en El Jarama, describiendo esos paisajes en los que pareces estar dentro. Tengo ganas de más.
Ismael
diciembre 14, 2023 en 11:07 amYo soy juntaletras de vuelo corto, Paco. Me cuesta mucho pensar en una trama compleja y escribirlo se me hace una pendiente insalvable. Un abrazo.
Isabel
diciembre 13, 2023 en 6:23 pmBuenas tardes pues me encanta cuando se marrón episodio de la infancia. La Navidad es tiempo de añoranzas. Un abrazo y feliz navidad
Ismael
diciembre 14, 2023 en 11:10 amBueno, había que hablar de quincalla, que es una palabra antigua que a mí me remite a la niñez. Otro abrazo para tí y felices pascuas.