Miedo, miedos (Rafael Toledo Díaz)
Categoría: Guía de supervivencia
“El miedo que se pasa en las horas que preceden a la corrida es espantoso. El que diga lo contrario miente o no es un ser racional. Se cambia el tono de la voz, se adelgaza de hora en hora, se modifica el carácter y se le ocurren a uno las ideas más extraordinarias.”
(Texto de Manuel Chaves Nogales de su libro sobre Juan Belmonte)
No, ahora ya no, pero hubo una época en la que el personaje que nos ocupa era famoso en todo el país, protagonista en su ciudad y, sobre todo, respetado en su barrio, pero claro está, eran otros tiempos.
Actualmente su figura es anónima para la gran mayoría, sólo algunos pocos que le conocen de antaño reconocen su honestidad, aunque tampoco él ha intentado destacar más allá de reivindicar su profesión ocasionalmente y ésta ahora no anda muy prestigiada.
Aunque hace mucho tiempo que se retiró, de vez en cuando, y sobre todo al amanecer, observa que su cuerpo, a pesar de la edad, sigue siendo fibroso y esbelto. Al contrario que otros, nunca ha dejado de cuidarse pero los años han pasado muy rápido y ya nada es como era, aunque piensa que la genética también juega su partido y ha tenido suerte con esa saludable herencia.
Nuestro protagonista ha vivido su retiro saltándose todos los tópicos que rodean a su profesión y, aunque no reniega de ellos, ni los utiliza, ni los potencia ni se jacta sobre una supuesta superioridad para vencer situaciones adversas. No es exactamente un verso suelto, pero sí un tipo raro. De siempre le ha gustado leer y estar al tanto de la actividad cultural, no tiene demasiados amigos y sólo unos pocos y selectos han sido compañeros de fatigas, los demás allegados son gente de otros ambientes y que realizan otras actividades.
En su amplia vivienda en un exclusivo barrio de Madrid se pueden observar algunos recuerdos y trofeos pero, en general, y por su decoración, nadie diría que allí vive un matador de toros, una profesión que perdura en su mente aunque ya no ejerza.
No muchas, pero algunas veces intenta indagar en su pasado buscando las razones o el impulso que le motivó para emprender tan arriesgada como irracional ocupación. Quizás fue un azar caprichoso, un reto frente al miedo que supone dominar a una fiera.
De familia acomodada nunca tuvo necesidad de emprender una vida tan sacrificada y con tantos altibajos y jamás supo justificar una decisión a la que no pudo resistirse. Nadie le ayudó, pero tampoco nadie se opuso y, a fuerza de tesón, en algún momento logró ser uno de los mejores del escalafón. Tampoco eso le preocupó demasiado y, seguramente, esa peculiar coherencia le distinga del manido comportamiento de la gran mayoría de los toreros. Le gustaba montar a caballo, el campo y el ambiente de la dehesa, pero nunca ambicionó tener una finca o una ganadería. Administró con prudencia sus ganancias y la ostentación no iba más allá de disfrutar su vivienda y algunos valores en el banco, gozando con los pequeños detalles cotidianos.
A veces hacía un balance sobre su vida profesional, su gran logro había sido saber gestionar bien el miedo. El miedo era el único elemento que estuvo omnipresente siempre y en cualquier situación. El miedo a la carretera, al avión, a la enfermedad, al dolor y siempre al toro, un animal totémico que iba unido a su existencia.
Cuando se retiró tardó mucho tiempo en despojarse de la angustia que el miedo produce. Bañado en un sudor frío la pesadilla le despertaba en la madrugada, el sueño se repetía demasiadas noches y la sangre corría desbocada por sus piernas tras la cornada.
Ahora todo era distinto, había visto por los informativos el rápido desarrollo de un virus silencioso, el caso es que en las imágenes ampliadas y recreadas en la pantalla no parecían tener el peligro que anunciaban las autoridades. Eran microscópicas bolitas de esponja cubiertas por múltiples trompas cónicas, dibujos y figuras que le recordaban a los dibujos animados, pura ficción pero que tenía sobrecogida y encerrada a toda la población.
Aquella tarde el invierno daba sus últimos coletazos y, antes de anochecer, decidió sacar a pasear a su mascota a pesar de la prohibición por el “Estado de Alarma”. Atila era un minúsculo Pincher que le acompañaba en aquella vivienda, un perro limpio y listo con el que se desahogaba en los momentos de soledad.
Estaba muy inquieto y temeroso y el animal lo intuía. Desde hacía unos días le dolía la garganta, tenía una tos seca y, al anochecer, le asaltaba la fiebre. Aunque hacía muchos años que había dejado de fumar notaba que durante el paseo con Atila a veces le faltaba el aire.
Él que durante tanto tiempo convivió cada tarde con el miedo, no entendía este desasosiego frente al sordo, mudo e invisible virus. No quería obsesionarse pero tenía casi todos los síntomas y, además, su edad era un factor de riesgo. Ahora se acobardaba por lo que sucedía. Por eso se propuso no demorarse más, a la vuelta del paseo y, amparado en la oscuridad de la noche, volvería a dialogar con el miedo como en aquellas horas antes de salir al ruedo.
Fdo: Rafael Toledo Díaz