Archivo por meses: noviembre 2019


Vídeos de La noche de los cuentos vivientes

El pasado 30 de octubre de 2019 vivimos una noche de miedo, acompañados por la Santa Compaña, al son de los tambores del más allá, en cinco puntos clave de nuestra ciudad, Parla. Una comitiva de cincuenta personas leímos, bajo la luz de las velas, cuentos de terror a lo largo de la hora y media que duró nuestro trayecto. Todo ello fue incluido en nuestra aplicación del proyecto de animación a la lectura DaLee una vuelta al mundo, y sumamos 16 kilómetros a nuestro viaje.

Os dejamos, en orden, todos y cada uno de los vídeos que quedaron registrados en nuestras retinas, y en la cámara de Soledad, una de nuestras socias. Agradecemos especialmente la colaboración de Pablo Lapeña en la edición de los mismos:


Juguemos al ahorcado (Irene Zarzoso y Aitana Casarrubios)

Categoría: La caja negra

Era la noche antes de Halloween en el cementerio de Creepy Hollow, al lado de la vieja mansión abandonada. Todas las criaturas del infierno se habían reunido para acabar con Halloween, una fiesta horrible en las que se los ridiculizaba creyendo que eran solo criaturas de cuentos ficticios.

Su enrevesado plan consistía en el intercambio de almas entre un asesino y un mortal. Ese mortal sería la primera persona que entrara a la casa encantada. Que haría que todo el mundo odiara aquella fiesta.

Hana Clutches entró en la mansión encantada y subió al tercer piso. Allí algo la tapó la boca y la nariz, hasta que cayó inconsciente, después la colgaron en una horca mientras todas las criaturas hacían un ritual que sería imposible describir de manera precisa, mediante el cual el alma de la joven fue cambiada por un asesino perverso para regocijo de los allí presentes.

Mi nombre es Jenny Clutches y voy a entrar en la mansión, ya que mi hermana Hana lleva una hora dentro y estamos preocupados. Anne, Dylan, John y yo nos disponemos a entrar. Las linternas alumbran la polvorienta estancia y el miedo se respira en el aire. Los círculos de luz que proyectan las linternas tiemblan tanto como nuestras manos, entonces todas se apagan y, el miedo es tal que no nos atrevemos ni a gritar.

Apenas ha pasado un segundo y todas se encienden tan súbitamente como se habían apagado. Hana está ante nosotros y todos nos asustamos dando un respingo. Anne me da la mano y me invita a salir, los mayores tienen que hablar, supongo.

Han pasado cinco aburridos minutos hasta que todos salen. Y nos vamos a hacer truco o trato. Todos odian que yo este aquí y que mis padres hayan obligado a mi hermana a llevarme con ella no lo mejora.

Ya ha pasado un buen rato y tengo un buen puñado de caramelos. Harta de que me ignoren voy andando más rápido para alcanzarles, entonces, me doy cuenta de que John no está.

Tras decírselo al grupo, interrumpimos el truco o trato para buscarlo, y aquí estamos buscando a John, pero la calle parece desierta y por instinto doy la mano a mi hermana, que da un respingo.

Creo ver algo, por lo que me adelanto. Entonces piso algo mojado, estiro el brazo para detener al resto y apunto con la linterna al suelo. Entonces le veo.

Su cuerpo está pálido, me agacho y le cierro los ojos. Solo soy capaz de llorar al ver aquel cuchillo clavado en su cuerpo, lo que había pisado era su sangre. Creí ver algo por lo que me acerqué al otro lado del cuerpo, una letra “H” hecha con su sangre. Mi cuerpo tembló y las lágrimas cayeron. Anne me abrazó, mi hermana estaba como ausente.

Busco a Dylan, le gustaría ser policía o detective y dice que es bueno, así que le llamo. Pero también ha desaparecido. Anne se interna en una callejuela pequeña en su búsqueda. Hana va por la misma que Anne, pero en dirección contraria y yo voy calle arriba.

Mi corazón bombea a mil por hora y mi cara está llena de lágrimas que la hacen pegajosa, por más que las quito, vienen otras en su lugar. Noto algo mojado, quiero correr, pero como sé que eso sería ser una cobarde y no me apetece serlo apunto al suelo. No puedo evitarlo y en menos de un segundo he apartado la linterna, vomito en el suelo. Y este se junta con las lágrimas.

Preparada para volver a verle apunto hacia él una vez más y, como con John, cierro sus ojos. Mirando el horrible panorama que algo o alguien había creado a sangre fría. Su pecho estaba abierto en canal y su corazón partido por la mitad mientras que su estómago estaba girado, sus pulmones estaban rajados en horizontal y todos sus órganos están perforados. Su intestino está salido hacia un lado, rodeando otra letra, la “A” hecha con sangre.

Corro hacia donde está mi hermana y, al no verla, corro hacia el otro lado. Ya no puedo más. Desesperada, grito. Anne está de pie, apoyada en la pared con un cuchillo en la boca que la ancla a ésta. Sus ojos abiertos de par en par son los únicos que no cierro, porque no puedo moverme. A su lado, la letra “N”.

Quiero correr, quiero gritar y llorar. Pero no puedo, me agobio, hiperventilo y me caigo al suelo agarrada a mis rodillas. El estrés es tal que desgarro mis pantalones al arañarlos. Entonces veo su silueta, la reconozco y mi respiración se acelera, comienzo a temblar, en sus ojos brilla un brillo inhumano, en su mano brilla un cuchillo.

Encajo las piezas, todo tiene sentido. Como si leyera mi mente, clava su cuchillo en mi pulmón. Por fin puedo gritar mientras baja con una sonrisa maliciosa el cuchillo hasta un poco más abajo de mis costillas, partiéndolas. Coge sangre y escribe la última letra de su nombre mientras se regocija. La letra “A”.

Aitana Casarrubios González (12 años)

Irene Zarzoso Sánchez (12 años)


El diario (Javier González)

Categoría: La caja negra

Llegó a nuestras vidas como llega el granizo, la varicela o la muerte, por sorpresa, sin el aviso previo de un tintineo o un síntoma. Llegó para quedarse, sin el permiso que se otorga a un invitado, con nuestras vidas. Abandonado en una selva de libros y estantes, quieto y agazapado como una rapaz nocturna, aguardaba cauteloso a que alguien lo invitara a salir. Sus tapas de piel antigua, ajada y sucia, no portaban título alguno, ni señal que lo identificase con autor o colección en desuso.

Sus páginas vacías de color ocre, sin macula de letra impresa o escrita a mano, nos hablaban con claridad que estábamos ante un viejo diario, desubicado por descuido en aquella biblioteca que visitamos por última vez. Cuán fácil hubiese sido dejarlo aparcado en el olvido y que sencillo, sin embargo, fue dar pábulo a la maldad, oscura y retorcida, que dormía entre sus hojas.

Nada más atravesar la puerta de salida, con el diario escondido en nuestro regazo, comenzó el inicio de nuestro fin. Al abrirlo por la primera página, nos sorprendió la fecha escrita, 31 de Octubre de 2018. Exactamente el día, el mes y el año en el que estábamos. De pronto el silencio se hizo dueño y señor de nuestro penar. Se nos negó el habla, la sonrisa y la mirada. Nos transformó en estatuas sin vida, hieráticas prisioneras en un mármol gélido. Guiados por el impulso infernal del diario que nos manejaba a su antojo, llegamos a una de las muchas casas abandonadas, diseminadas a lo largo de la ciudad.

Al entrar en la penumbra de un gran salón, huérfano de muebles, con hedor a panteón para miserables, nos colocamos, como seres sin alma, en un círculo presidido por el diario que, misteriosamente, se había liberado de nuestro celo. Miré, un segundo, a los ojos de mis compañeros y vi reflejado el pánico que nos encarcelaba y la lucha de alma por deshacernos, sin suerte, de su dominio. La eterna y pesada quietud que nos atenazaba cuerpo y espíritu no lograron esconder la oscuridad que invadía al grupo de modo desigual. Nos íbamos haciendo invisibles e imperceptibles. La primera esfumación despertó el poco albedrio que nos quedaba. Cogí con gran esfuerzo el diario. En la segunda página aparecía escrita la fecha de nacimiento, el rostro dibujado y las palabras más usadas por nuestro amigo desaparecido en las tinieblas. Delante de nuestra incredulidad, las hojas se llenaban sin que nadie, ni un alma, al menos bondadosa, escribiera en ellas.

Salimos de la casa envueltos en un halo de desesperanza. La noche era cerrada y cruel. Solo la débil luz de las farolas nos revelaba que el grupo había perdido dos miembros más y a cambio el diario ganaba dos nuevas vidas impresas con tinta del averno. Quedábamos pocos. Algunos percibían con terror la cercanía de su hora. Tuve la ocurrencia, no sé bien porque, de dirigirnos al viejo cementerio. Apreté el paso todo lo que mi flaqueza me permitía. Enrollé el diario en mi abrigo con la tonta esperanza de cegarle hasta que llegáramos a nuestro destino, como si allí envuelto nos librara, al menos de momento, de la insobornable maldición. Apenas mis pies obedecían mi afán. La puerta del cementerio estaba delante de nosotros. Cruzar una calle y entrar, nada más. Un último esfuerzo. Y una última duda. ¿Nos salvaría de esta pesadilla poner los pies en un recinto sagrado? Solo había un modo de comprobarlo. A esa hora de la noche, la puerta estaba lacrada con candados irreductibles. Sin pensarlo un instante lancé mi abrigo junto al diario por encima de la alta reja forjada y por ella trepé sin aliento. Al caer al otro lado pude comprobar que estaba allí solo. Ninguno de mis compañeros logró llegar a tiempo. Les vi impresos por orden de desaparición. Desde entonces habito, sumido en el silencio, dentro de estos muros de tumba. Sé que si saliera de aquí, me esfumaría como el resto. Aunque mi condena es infinitamente peor. Soy un muerto en vida. Un ente de carne y hueso que vive, como un galeote invisible. Todas las noches abro el diario para no olvidar los buenos momentos que pasamos juntos y que su maldición no me haga más esclavo de lo que ya soy.

Parla 31 de Octubre de 2019.


El islero (Carlos Candel)

Categoría: La caja negra

Mi padre era marino y murió en las costas de La isla inaccesible, cuando trataba de transportar vino al otro lado del oceáno en un marino mercante. Por eso, se me ha ocurrido contaros una historia, basada en un hecho real, que tuvo lugar, allá por el año 2003, en algún punto del Océano Atlántico, cerca del Golfo de Guinea. Isidoro Arias, un capitán malagueño, había decidido dar la vuelta al mundo, completamente solo, en un pequeño velero, llamado “El islero”. Zarpó el 28 de marzo de 2001 del puerto de Benalmádena e iba registrando en su cuaderno de bitácora todo lo que iba sucediendo cada día.

El último mensaje que quedó registrado en el mismo, casi un año después, decía así: “Hola a todos. Andalucía sólo hay una. Carnavales de Las Palmas. Latitud: 26º39′ Sur. Longitud: 004º 49′ Este. Llevo toda la noche de grasa del motor por todos lados. He tenido que detener una fuga de aceite y, para cargar baterías, necesito el motor operativo. Estoy a 860 millas de Santa Elena y sigo con el cielo encapotado. Tengo una megaballena a mi lado, desde hace un rato, con su cría, y eso no me hace gracia. Éstas son celosas de las mismas y sus miradas me ponen nervioso. Mañana os sigo contando, un abrazo. Isidoro Arias”

Sus familiares, aunque mantenían asiduos contactos telefónicos con él, empezaron a preocuparse por su estado, porque las conversaciones empezaron a tomar desde este momento un cariz mucho más oscuro y enigmático. Sin embargo, atribuyeron este cambio de actitud a la soledad y trataron de comunicarse con él más asiduamente.

Un año después recibieron su última llamada, en la que se mostraba mucho más nervioso y asustado de lo normal. En ella aseguraba que unos “pequeños seres” abordaban su velero desde hacía varios días y la situación se había tornado insoportable. Ni siquiera era capaz de descansar. Se encontraba a unas 600 millas de la isla de Santa Elena, en el océano Atlántico.

De hecho, lo último que comentó a su familia antes de perder contacto telefónico fue la figura de uno de esos extraños seres, oscurecida por la cerrada noche, subiéndose a bordo del velero directamente desde el mar. La familia no pudo volver a contactar con él desde aquel momento. Su móvil no volvió a dar señal.

El velero fue localizado 38 días después, el 1 de abril de 2003 en el golfo de Guinea por el pesquero francés “Fresco”. Al abordarlo, los marineros comprobaron que todo estaba en orden pero no había tripulante alguno a bordo.


El grupo en la noche (Carlos Lapeña)

Categoría: La caja negra

El grupo se reunió en el cementerio, al pie de la vieja iglesia. La oscuridad de la noche fue rasgada por la luz de las velas que, con su vaivén, producían un misterioso oleaje de sombras.

Comenzó la narración de los cuentos y el recitado de los poemas. El terror flotó en el aire, para regocijo del grupo, y a través de las palabras comenzó su danza de claroscuros en aquella noche de brujas.

Pero en mitad de uno de los relatos, un aleteo repentino llamó la atención de los allí congregados. En lo alto de la iglesia, en el campanario, una figura se removió, como despertada por las palabras que llegaban desde abajo, y extraños sonidos acompañaron el movimiento.

—Vaya, hemos despertado a las cigüeñas –dijo alguien.

—Ese no es el aleteo de una cigüeña –respondió otra voz.

—Ni ese es su crotorar –añadió otra.

Manteniendo las miradas hacia lo alto de la torre, el grupo pudo apreciar la ondulación del aire a través de unas enormes alas negras y membranosas, desplegadas majestuosamente sobre sus cabezas.

Y tan entregados estaban a ese magnífico espectáculo, que no se percataron de que, abajo, alrededor del círculo de luz que habían trazado, las sombras de la noche que se extendían sobre las lápidas se hacían más profundas y se cernían sobre ellos, adoptando la forma de sus propias sombras, instantes antes de abalanzarse sobre sus propios cuerpos.




El año que viene (Ismael Sesma)

Categoría: La caja negra

Compraste ayer las lamparillas en el chino. Esta noche las encenderás, algunas en la mesa camilla de la sala, otras en la mesita baja del salón, frente a la tele. Las últimas las colocarás con mimo en la mesilla de la habitación, delante de la foto de bodas. Te dormirás con su luz parpadeante. Te horrorizan las calabazas con agujeros, los niños en la calle y su parafernalia. No entiendes lo de ‘trato o truco’, o como se diga.

Mañana comprarás un ramo de flores modestas en un quiosco a la entrada del cementerio. Te incorporarás a la riada de gente buscando a los suyos. Te costará encontrar el nicho, como cada año. Quitarás lo que quede de las últimas flores ajadas y colocarás el ramo de flores nuevas. Guardarás silencio unos segundos; quien te vea pensará que estás rezando. Saldrás del cementerio y al tomar el autobús, ya te habrás olvidado de mí. Hasta el año que viene.


La bibliotecaria (Maite Martín-Camuñas)

Categoría: La caja negra

La bibliotecaria de “A Pena Forcada”, se encontraba recogiendo los libros prestados durante el aciago día. Estaba escrito que sería su último día en este mundo.

Ella ni siquiera podía intuir lo que a continuación iba a ocurrir en este apacible pueblo de casas blancas, rodeadas de hermosos jardines y vida sosegada. Donde los niños y niñas eran como una bandada de palomas en cuanto sonaba la campana que ponía fin a las clases.

La jornada había sido larga con algún que otro incidente extraño en ese pequeño pueblo. La bibliotecaria había sentido en los pasillos un suave murmullo de hojas al pasar e, incluso, en un momento del día, le pareció escuchar el entrechocar de espadas. La resultó del todo inaceptable que los muchachos se pusieran a jugar por los pasillos de su amada biblioteca. Se precipitó de forma silenciosa, para pillarles infraganti y, cuál no sería su sorpresa, al descubrir que eran dos libros los que habían entrado en combate el uno contra el otro. Los títulos de las obras eran significativos: Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas y Piratas, de Alberto Vázquez Figueroa. Así las cosas, en cuanto se percataron de que eran observados, cayeron pesadamente al suelo con un ruido sordo. Anonadada, los cogió entre sus manos y por más que les dio vueltas sin parar de observarles, no encontró ningún hilo que justificara lo que sus ojos habían visto. Algo más tarde, creyó escuchar voces de mujer pidiendo socorro. Acudió presta al lugar y se encontró flotando el libro de Maldad entre las flores, de Josefina J. Perdomo, nadie paraba cerca de ese pasillo y no entendía qué estaba pasando. Poco tiempo tuvo para seguir cavilando, pues de nuevo comenzó a escuchar gritos y latigazos cruzando el espacio y el sonido de lentos pasos arrastrando cadenas. Con los vellos de punta, se acercó despacito para coger desprevenido al o la causante de esos ruidos inaceptables en un espacio de culto al silencio como era ese. Cuando llegó al nuevo pasillo, sintió caer con ruido sordo e inoportuno, un nuevo libro, de forma fugaz y con el rabillo del ojo pudo darse cuenta de que nadie lo había sostenido en el aire y que cayó pesadamente él solo. El libro en cuestión era Mongo Blanco, de Carlos Bardem. Comenzó a sentir verdadero miedo, pero miraba en derredor y ninguna de las personas que estaban en ese momento dentro de las dependencias, parecía sentir ninguna cosa rara. No obstante, ella no podía ignorar todo lo que estaba ocurriendo en la biblioteca. Sumida en sus pensamientos, no vio a la muchacha que se le acercaba al mostrador, hasta que ya la tuvo encima llevándose un sobresalto. La preguntó qué era lo que deseaba y la chiquilla, casi balbuceante, la preguntó si había notado algo extraño en la sección de pintura. La bibliotecaria negó con la cabeza y con un gesto interrogativo, esperó a que la chica la comenzara a contar. Se la veía sumamente temerosa, con mucho reparo la comentó que las pinturas reproducidas en los libros estaban cobrando vida. Éstas estaban provocando graves altercados, ya que se estaban cruzando veleros con soldados, guerreando contra monstruos y dioses. La bibliotecaria la miró con pena, pues la entendía perfectamente pero no sabía cómo decirla que ella estaba igual de sorprendida y asustada.

Cuando se acercó la hora de cerrar y las pocas personas que quedaban en las salas fueron saliendo, se dispuso a recoger en su carrito los libros olvidados sobre las mesas. Fue en ese momento en el que el miedo la paralizó por completo. Sus piernas se negaban a responder, sus ojos estaban al borde de salirse de sus cuencas, los pelos del cuerpo estaban tiesos como escarpias, la voz se la congeló dentro de su garganta, no daba crédito a lo que sus ojos veían. Ella nunca quiso creer en las leyendas de su tierra, pero allí la tenía y sabía lo que venían a reclamar, era la temida y siempre odiada, Santa Compaña, con sus velas y candiles, con su arrastrar de pies y cadenas. Se pararon a mirarla en su camino, y pudo descubrir decenas de cuencas vacías que se clavaban en su persona. Quiso caminar para atrás y tropezó con el estante del Diccionario Enciclopédico de la Lengua Castellana de Espasa Calpe (actualizado). El estante se volcó atrapándola debajo. Aún sus ojos estaban abiertos desmesuradamente cuando el peso de los libros impidió que el aire entrara en sus pobres pulmones. Se levantó con mucha dificultad, horrorizada, pensando que se había salvado por los pelos. Pero al mirar hacia el suelo, intentando valorar el estropicio, observó con espanto su propio cuerpo sin vida en el suelo. Tan sólo podían verse parte de sus piernas y las medias rotas que, poco a poco se teñían del rojo de su sangre, a juego con sus lindos zapatos de tacón. El resto de su cuerpo se hallaba sepultado por todos los libros; su corazón, el cual no latía, se negaba a procesar lo que su mente se negaba a aceptar. No tuvo tiempo de perderse en disquisiciones mentales, porque un lazo invisible, la obligaba a acercarse al grupo de muertos que seguían recorriendo la librería. Ella era la última en la macabra fila, y observaba con incredulidad cómo la cabecera había traspasando las gruesas paredes de piedra.

Cada 31 de Octubre, aprovechando que los velos entre los mundos se debilitan, la Santa Compaña traspasa este mundo de los vivos para reclamar a las almas que han de acompañarles por toda la eternidad. Pasean por calles, bosques y plazas de todos los pueblos del mundo, sin descanso en el Otro Mundo, el de los Muertos.

La bibliotecaria, ya era parte de la Santa Compaña y, de su mano izquierda brotó un candil de tenue luz amarilla. Ésta, completamente sometida a sus nuevas cadenas, siguió obedientemente al resto de la fila.


El Twitter del Globo