La revolución pendiente (Rafael Toledo Díaz)
Categoría: La caja negra
Ahora en abril se cumplirán seis años de la representación en el Teatro María Guerrero del Centro Dramático Nacional de la obra de mi paisano Paco Nieva, me refiero a Salvator Rosa o el Artista.
Seguramente fue el gran último montaje de este genial dramaturgo antes de fallecer. Y recuerdo que después de asistir a la función escribí una crónica donde expresaba mis reparos, no exactamente del texto, sino sobre el momento elegido para su escenificación, que no fueron los mejores.
De todas las discrepancias posibles señalaba el mayor inconveniente para alcanzar el éxito; porque tanto antes, como ahora, resulta muy difícil que el simple espectador llegue a comprender todos los matices de una obra tan excesiva y barroca. Desgraciadamente, los tiempos actuales exigen la simplificación y la urgencia del mensaje, por lo tanto, con una propuesta así, la posibilidad de recrearse en la fantasía queda muy limitada.
Básicamente, la representación trata sobre la efímera revolución que protagonizó el pescador Masaniello frente al virreinato español de Nápoles en 1647, a lo que se suma la diferencia de criterios entre dos pintores de la época como fueron Salvator Rosa y José de Ribera y las reflexiones sobre la libertad, el arte, la economía, etc. Como ya expongo, se trata de un libreto tan rico como complejo.
Estos hechos históricos puntuales y lejanos en el tiempo al menos sirvieron de inspiración para escribir un texto teatral, convertida ahora en la anécdota que busca un friki en la wikipedia para escribir un artículo, sucesos que le pueden atraer a un historiador, pero que nunca interesarán a la gran mayoría.
Normalmente, cuando hablamos de revolución la mente fácilmente se dispara hacia aquello que aprendimos en el colegio. Me refiero a la Revolución Francesa de 1789 que acabó con la monarquía absolutista de Luís XVI. Y más recientemente también recordamos la Revolución Rusa de 1917 que derrocó a Nicolás II, acabando así con la dinastía de los zares. Esas dos grandes sublevaciones transformaron el sistema político vigente hasta entonces en las naciones donde sucedieron, y que después sirvieron como ejemplo para diferentes revueltas a lo largo del tiempo.
Las revoluciones suelen ser acontecimientos trágicos donde, para cambiar el orden establecido, la violencia y la sangre son elementos indispensables. Los agitadores que lideran las revueltas utilizan eslóganes sencillos para arrastrar a las masas a la rebelión; todos recordamos en algún momento lemas como: Igualdad, Libertad y Fraternidad o Paz, Tierra y Pan, conceptos simples frente a enormes penurias y complejas frustraciones que se dilatan en el tiempo.
Sin embargo, en este texto de Nieva, Salvator Rosa, suplantando al revolucionario Masaniello, es capaz de exponer un pensamiento como éste: Disolveremos a las turbas revolucionarias en nombre de la revolución. Un propósito que merece una serena reflexión sobre la manipulación de las masas pues, es bien sabido, que son muchos los revolucionarios que, una vez conseguido el poder se vuelven tan conservadores o más que los gobernantes derrocados por la muchedumbre que ellos mismos lideraron.
Más cercano en el tiempo, y como algo inusual, se nos presenta “La revolución de los claveles” en Portugal. El levantamiento el 25 de abril de 1974 de un grupo de militares fue un suceso casi romántico que, sin violencia, acabó pacíficamente con una larga dictadura en el país vecino. Un hecho que en nada se parece a nuestra Transición, que fue otra cosa muy peculiar.
Luego están las revoluciones silenciosas motivadas por un hecho concreto que, sin violencia aparente, dejan graves secuelas; pero como toda revolución que se precie, transforman a la sociedad. La revolución industrial y, más recientemente, la revolución tecnológica, que no deja de ser una vuelta de tuerca de la primera, son claros ejemplos de la nuevas formas de cambio.
Aparentemente, estas revoluciones modernas son más lentas, pero no menos traumáticas. Verdaderamente, los grandes beneficiarios siempre son las élites, y aunque mejoran a una gran parte de la sociedad, también son muchos los damnificados que sufren por esa transformación. Las revolución tecnológica y digital está dejando enormes tasas de paro que son sinónimo de precariedad y pobreza.
Además, estos avances imparables hacen necesario un cambio de otra índole, una revolución necesaria e imprescindible que titularía como un gran reto. La revolución pendiente se llama ” Humanizar el futuro”.
No todo vale y el fin no justifica siempre los medios. La pandemia que padecemos ha mostrado la precariedad del sistema residencial que atiende a los miembros de la llamada tercera edad, y está demostrado que estas instituciones por sí mismas no resuelven el problema de nuestros mayores. Además, el modelo hace aguas y no funciona si solo pensamos en la rentabilidad económica.
También la brecha digital está afectando a una generación a la que le cuesta utilizar estas modernas tecnologías; son ciudadanos de tercera que quedan arrinconados del resto porque no pueden resolver sus gestiones y sus pequeños trámites de la vida cotidiana.
Obligados por la necesidad, el trabajo se impuso al estudio, y muchos de ellos escaparon del analfabetismo gracias a su empeño y tesón, pero la brecha digital y el aislamiento de las zonas rurales dificultan el acceso de estos residentes a las modernas tecnologías. Por eso, humanizar el futuro significaría dar una salida viable a los pequeños problemas domésticos que los aíslan del resto.
Máquinas y máquinas nos desbordan con la obsesión de reducir costes, banca online, cajeros automáticos, teléfonos inteligentes, monedas virtuales y nuevas formas de pago son un futuro frío y aséptico que no entiende de sentimientos, que ignora el valor de una conversación, de la importancia de un gesto.
En definitiva, irremediablemente estamos obligados a utilizar la tecnología digital porque no podemos ir en contra del progreso, pero sus códigos son tan rigurosos e insensibles que carecen de la humanidad suficiente para enfrentarnos al futuro inmediato.