Archivo de la categoría: La caja negra

En un feroz parpadeo (Carmen Paredes)

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Categoría: La caja negra

se despeja la bruma

los años

sujetos en el abismo

cobran su dimensión

y nacen sueños efímeros

que la luz transporta

sobre un sendero

ciegos por el resplandor

se columpian

más allá

en la desembocadura


La vista (Carlos Lapeña)

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Categoría: La caja negra

Papá tiene una manera bastante peculiar de animarme cuando me lamento por no poder ver.

Me dice que me imagine vidente caminando por un túnel completamente a oscuras, un túnel negro absoluto, como el interior de una noche unánime, que diría un famoso escritor argentino. Que avance por él intentando imaginar los peligros acechantes, los puntos de referencia, el paisaje para evadir la mente…

Me dice que, después, imagine que se hace la luz, que el túnel se ilumina, se llena de resplandores y, tras superar el deslumbramiento, consigo aclimatar la vista y ver nítidamente. Pero lo que veo es el túnel, las paredes de hormigón sucio y envejecido, el piso de cemento mellado y manchado, con algún charco de humedad, telarañas, sombras…, pero ninguna referencia al exterior ni al final.

—Pues así es el mundo –me dice–, así es la vida, hijo. Un puto túnel resplandeciente en el que la vista está sobrevalorada. Así que no te pierdes gran cosa. Es más, tú, por lo menos, puedes imaginar fácilmente algo más hermoso.

Yo no sé qué responder y, en lugar de contradecirle o simplemente expresar mis dudas, me dedico a tocar, oler, escuchar, catar… sentir todo lo que puedo, con el miedo constante de chocarme contra una pared o precipitarme al abismo del suelo.


Reflejos luminosos (Carlos Gamarra)

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Categoría: La caja negra

Entre sombras y destellos

la vida palpita

en un constante latido

.

Bajo el cielo nocturno

los resplandores danzan

iluminando el universo

.

Caminos extraños se abren

en la búsqueda eterna

de un destino incierto.

.

En la quietud de la noche

el alma se eleva

para captar la belleza del cielo

.

En cada estrella

se refleja un anhelo

que guía nuestro viaje interior

.

Y así en plena oscuridad

navegamos sobre resplandores

que iluminan el camino

……………….hacia lo desconocido


Resplandores (Ismael Sesma)

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Categoría: La caja negra

Cele aprovechaba las tapas de las alcantarillas para pintar sobre ellas peces barrigudos y, en ocasiones las convertía en gaviotas o cormoranes de picos poderosos. Lo hacía en silenciosa soledad, escogía los lugares menos transitados y pintaba por la noche, al abrigo de la oscuridad. Una noche, Nines, le vio recogiendo sus útiles y se acercó.

– Es añoranza del mar -dijo, sin dar lugar a que ella preguntara.

– Seguro que tiene una buena ristra de historias para contar -dijo ella.

– Tan buenas como las que usted tendrá, sin duda -se despidieron y cada uno reemprendió su camino. No tardaron en reencontrarse.

Cele contó historias de marineros valientes, barcos de pesca, vientos con nombre propio y tempestades de cuento de miedo. Ahora malvivía en una pensión, aquí, en una ciudad sin mar a 300 kilómetros a la redonda. Nines había sido bailarina.

– Y de las mejores, elegía dónde y con quien bailar -hizo una pausa y su voz cambió- hasta que un día, trotando en una playa, tuve una lesión que terminó con mi carrera. Bailo todavía, sigue siendo mi vida, pero lo hago en casa y para mí -explicó.

Cele se lo pidió con los ojos. Ella bailó para él, que se conmovió con la armonía de sus movimientos.

Volvieron a verse, Cele contaba sus historias de mares, islas y marinos, Nines, entre danza y danza, contaba las suyas; ambos se expandían en los recuerdos. Ella le propuso abandonar aquella pequeña habitación.

– En casa hay sitio de sobra para los dos y un poco de compañía nos hará bien -le había dicho.

La convivencia actuó de hilo que les cosió como aleación de vida; apenas salían de casa, todo era revivir historias una y otra vez, hasta que la repetición hizo que viraran a recuerdos fundidos en los que ambos estaban presentes; en su imaginario convirtieron las historias, ya fueran tempestades o actuaciones gloriosas, en resplandores compartidos.

– Estuviste espléndida en tu debut en el Liceo. ¡Menos mal que pude llegar a verte triunfar!

– Apenas te dio tiempo a darte una ducha y cambiarte. Ahora te lo puedo decir, todavía tenías un ligero olor a pescado.

– ¡Inolvidable! -proclamaban al unísono.

Murieron juntos, abrazados y felices. Hubo quien malició que lo habían preparado porque no soportaban la idea de separarse. Aquella noche los peces, gaviotas y cormoranes se alzaron al cielo y bailaron con resplandor de suceso irrepetible. Hubo quien recordó en aquella coreografía a una bailarina sublime que desapareció por culpa de una lesión. Durante unos días, todos en la ciudad hablamos del extraño fenómeno. Luego, cada cual volvió a sus quehaceres y quedó el olvido.

glowing electrical discharge on dark background

Resplandores (Rafael Toledo Díaz)

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Con las luces del nuevo vehículo, y como la señalización de la vía está recién pintada, imagina que se desplaza por una pista de aterrizaje hecha a su medida, pero desde que ha perdido vista, no le gusta conducir de noche. Lo fue notando poco a poco como tantas otras cosas que la edad le iba restando; pero cuando no queda más remedio que viajar en esas condiciones, intenta poner la máxima atención a los sentidos.

Menos mal que no es algo habitual, porque tampoco le gusta circular por esas carreteras comarcales tan estrechas y sin apenas arcén. Sin embargo, a esas horas de la madrugada, el inexistente tráfico le permitía activar las luces largas, unos focos desaprovechados porque únicamente los utilizaba en aquellas largas rectas.

Aunque iba solo, sin dejar de prestar cautela, se dejó llevar por la placidez del momento. Siempre que podía trataba de guardar en el subconsciente las sensaciones placenteras para recrearse más tarde evocando los ratos íntimos de felicidad.

En el horizonte, un firmamento repleto de miles de estrellas le llevó a rememorar a aquel adolescente que, en los pueblos de la vega del Ibor, y junto a sus colegas, de forma imprudente y en cualquier lugar, era capaz de tumbarse boca arriba para mirar el cielo. Aunque podía suceder un sobresalto, el espectáculo superaba con creces el riesgo ante una bóveda repleta de luz que los dejaba extasiados.

En esos años, y en aquellos pueblos de Extremadura, la contaminación lumínica era impensable. Ahora es otra historia, porque en muchos lugares del planeta se pueden observar zonas saturadas de luminosidad a pesar de la noche, un derroche de energía que evidencia los excesos de una sociedad consumista.

De repente, acaba de cruzarse un conejo, o una liebre, y se sobresalta. Menos mal que solo ha sido un susto porque no ha escuchado ningún impacto en el chasis. Qué peligro tienen estos pequeños animales que, durante la noche o al amanecer y atraídos por el resplandor de los faros, atraviesan la vía generando un peligro añadido.

Imagen de Carmen Marcos Guardiola

Ese imprevisto le trae a la memoria un relato con respecto a la muerte. Me refiero a aquellos que en situaciones extremas y próximas al tránsito dicen haber visto una luz al final del túnel. Pero la ciencia, que siempre anda buscando respuestas, parece dictaminar que el fenómeno tiene que ver con las reacciones de las células o las neuronas ante la inminencia del fallecimiento.

¡Ah!, la luz y la muerte, qué fastidio, porque la frialdad del conocimiento o la interpretación científica apenas dejan espacio a la fantasía. Razonar que todo tenga un porqué siempre le causa desazón.

Con la prudencia que requiere la calzada sigue sumando kilómetros y, ensimismado, especula sobre la influencia del estado de ánimo en la percepción de la luz. De cómo nunca distingue igual las luces de la calle en un día normal frente al domingo por la noche. Realmente no sabe interpretar si la luz mortecina es cálida por las características de la luminotecnia o por su talante depresivo ante el ocaso de la festividad.

Esta noche, como no puede compartir charla durante el viaje, le ha dado por reflexionar. Definitivamente, se decanta por la luz fría, esa que casi siempre refleja la luna, un resplandor prestado frente a la calidez del sol que, aunque calienta, a veces es molesto y hasta tiene efectos nocivos, y no digamos si viajas en dirección poniente al caer la tarde, un horror.

De un tiempo a esta parte alucina con los avances en las técnicas de iluminación, y aunque su alcalde ha dicho que han gastado tanto y cuánto para mejorar la eficiencia lumínica con lámparas led y toda la enrevesada normativa sobre el alumbrado público, lo verdaderamente cierto es que cada vez se encienden más tarde las farolas e incluso algunas noches no hay luz en el barrio, que aquellas calles parecen la boca de un lobo.

Dándole vueltas al asunto y tratando de seguir espabilado reconoce que los plafones con células o sensores son unos cachivaches fantásticos. Ahora es algo normal en cualquier edificio, pero él comprobó sus ventajas in situ en aquel hotel de Benidorm cuando se jubiló y pudo disfrutar de los viajes del Imserso. Y no, aquel automatismo no lo provocaba la magia de los cubatas, era simplemente el progreso de la tecnología. Sin embargo, le gustaba fantasear imaginando una legión de duendes, elfos o gnomos recorriendo los pasillos encendiendo y apagando las luces a su paso. Ahora esa idea se ha vuelto recurrente cuando baja o sube las escaleras de su portal, y se sonríe.

Está a punto de amanecer y apenas quedan unos kilómetros para llegar a su destino. A su espalda percibe el resplandor de un nuevo día, al frente, y aunque difuminada, ya se divisa la torre de la iglesia y los tejados de algunas casas de las afueras.

De repente, el contraste que supone la oscuridad frente a la luminosidad de una nueva jornada pretende asociarla a la supuesta luz que desprenden las personas, de cómo algunas son más opacas de lo que parecen, o al contrario, que a pesar de sus corazas, irradian chispazos que demandan conocimiento y comprensión. Pero ya es muy tarde, o muy pronto para entrar en nuevas elucubraciones, porque está muy cansado, molido sería la expresión exacta; pues a pesar de que durante el viaje le ha acompañado la belleza de un cielo estrellado, conducir de noche le agota.

Imagen de Carmen Marcos Guardiola
Imagen de Carmen Marcos Guardiola


Resplandores (Maite Martín-Camuñas)

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Relicario de dolor, donde habitan las memorias
Escondidas en el baúl del pasado,
La nostalgia las ciñe en un velo de tristeza.
Infortunios que marcaron el camino,
Quedando grabados en el alma.
Un eco que resuena en el silencio,
Intentando encontrar la paz.
Asfixiando las esperanzas marchitas,
Sueños robados por el tiempo.
Penalidades perversas que azotan el corazón,
Encadenando la alegría en la oscuridad.
Noches de insomnio donde la mente vaga,
Ahogándose en un mar de dudas.
Luces desterradas que ya no iluminan,
Influyendo en el alma con su sombra.
Desesperanza que se apodera del ser,
Abandonando las oraciones a un dios inexistente.
De repente, un destello en la lejanía,
Es la esperanza que resurge de las cenizas,
Sueños que se reavivan con el nuevo amanecer.
Otra vez la luz se abre paso en la oscuridad,
Resplandores del destino que iluminan la senda,
Es la lucha constante por la felicidad.
Sueños arrebatados que se vuelven a conquistar.

Saulriets Jurmala, Latvija (Sunset in Jurmala, Latvia)

Corredora de pasillos (Carmen Paredes)

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Sube

baja

velocista

con lastre de bolsas

y horas añadidas

a las del trabajo

más las horas no contadas

de las tareas en casa

nutrida de cansancio

reposa su cabeza

en la confortable barra del vagón

Por el peso de la plancha

goza del lujo de tener

enfermedad de tenista

y como si fuera una criminal

huye de los controles

Mujer inmigrante

sin papeles

ni más ni menos


El extraño caso de la mujer que yace sobre la acera (Carlos Lapeña)

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La mujer yace sobre la acera en la calle, amplia calle, que, poco a poco, se va llenando de viandantes, de curiosos y curiosas, de personas que, en lugar de participar en la manifestación convocada en otra zona de la ciudad, desembocan en esa calle o emergen del metro con la intención de visitar las tiendas, ojear escaparates, desayunar en las terrazas, gastar su dinero en compras estupendas, pero que ven de improviso su intención alterada por la contemplación del cuerpo yacente, de la mujer desmayada.

La mujer yace sobre la acera y un corro de gente la mira. El cuerpo inerte transmite serenidad, sueño, cierto tipo de armonía en la postura; no hay nada dislocado ni descolocado, ni la melena rojiza, ni los zapatos, ni la falda, ni el jersey, ni el abrigo siquiera. Extrañeza y curiosidad, sin embargo, en quienes observan.

Nadie hace nada, por el momento. La inmovilidad se extiende, se contagia, como la luz del día que avanza.

Entonces, un rayo tenue de sol sobre la acera y un gesto. Un hombre avanza, se inclina sobre la mujer, comprueba respiración, pulso. Asiente con alivio. Pero no hay alivio en el corro, sólo expectación. La sirena azul anuncia la ambulancia. Los sanitarios, mujer y hombre y mujer, se abren paso, comprueban constantes, hablan. No hay nada anómalo aparte de la inmovilidad y la postración de la mujer. Hacen un intento cauteloso para levantarla, pero no pueden. Deciden subirla a la camilla. Tampoco pueden. Qué está pasando. El corro murmura. Varias personas se acercan, son hombres y mujeres, se inclinan, agarran piernas y brazos, tiran hacia arriba con delicadeza y sin éxito.

La mujer yace inconsciente sobre la acera, indiferente a la incredulidad reinante y a las leyes físicas que deberían permitir su levantamiento y traslado.

Alguien propone que sean las mujeres quienes lo intenten. “Es su día”, dice. Se produce una discusión salpicada de “venga ya”, “ya empezamos”, “qué tendrá que ver”, “qué absurdo”… Y sin embargo, un grupo de mujeres se acercan y lo intentan, sin éxito.

Un médico psiquiatra discute con una neuróloga sin alcanzar un diagnóstico, ni siquiera una sospecha de diagnóstico. Quizá un filósofo…

“Será cuando ella quiera”, bromea alguien.

La mañana avanza entre la muchedumbre creciente y las cámaras de televisión de todas las cadenas, que se han acercado a dar cobertura al extraño fenómeno.

La mujer yacente sobre la acera ignora haberse convertido en noticia y en foco de atención de tanta gente. Su semblante continúa sereno, dormido.

Una niña lo intenta. Parece que animada por su madre, conocedora, sin duda, del valor de los símbolos y las alegorías que a veces se anhelan en la vida; pero tampoco hay éxito en este caso.

Se ha acordonado la zona. Se ha levantado una carpa para albergar a la mujer yacente. Se ha establecido un retén de vigilancia y asistencia. La atención mediática se mantiene, pero la gente se cansa.

Cae la tarde y refresca. La noche es fría. Algunos curiosos permanecen fieles a su curiosidad y pasan la noche en vela, como en una vigilia civil y laica. Canturrean y beben sobre la inmutabilidad y lo extraordinario.

FINAL 1

Pasan los días. La mujer continúa inalterable. El mundo se hace eco del extraño fenómeno de la mujer yacente que apareció el ocho de marzo en plena calle comercial de la capital del reino. Aparecen reportajes, documentales y un corto.

Alguien observa que el contorno se difumina y mujer y acera se parecen, se fusionan.

Al fin, la mujer desaparece fundida, y confundida, con la calle.

FiINAL 2

Es al amanecer del día siguiente, nueve de marzo, cuando la mujer despierta por sí misma. Tarda unos segundos en situarse y comprender dónde y cómo está. Sus gestos y su mirada así lo indican. Se levanta, por fin, sin aceptar la ayuda de la policía, se atusa el pelo y la ropa y, elegante y segura, echa a andar calle arriba, entre aplausos.

FINAL 3

Días después, sin que se hayan producido cambios, un equipo de científicos certifica que, efectivamente, se trata de un ser vivo yacente, inexplicablemente unido al suelo.

La noticia provoca el descontrol en la afluencia de personas que se acercan al lugar. No pasa mucho tiempo hasta que varias corrientes religiosas envuelven el caso de mística y empiezan las ceremonias y las peregrinaciones.

Las autoridades deciden dar un giro a la situación. Excavadoras y grúas cortan y extraen cuatro metros cuadrados de acera y tierra, con la mujer yacente como centro y motivo principal.

En un tiempo récord goza de un lugar preeminente en el museo de arte contemporáneo.

FINAL 4

Días después, sin que se hayan producido cambios, un equipo de científicos certifica que, efectivamente, se trata de un ser vivo yacente, inexplicablemente unido al suelo.

La noticia provoca el descontrol en la afluencia de personas que se acercan al lugar. No pasa mucho tiempo hasta que varias corrientes religiosas envuelven el caso de mística y empiezan las ceremonias y las peregrinaciones.

Las autoridades deciden dar un giro a la situación. Excavadoras y grúas cortan y extraen cuatro metros cuadrados de acera y tierra, con la mujer yacente como centro y motivo principal.

A las pocas horas, la mujer yacente muere, como marchitada.


Mujer tenía que ser (Ismael Sesma)

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Categoría: La caja negra

Mi abuela se levantaba sin despertador, la primera, fuera invierno o verano. Ponía la leche a calentar y preparaba los desayunos; tostaba el pan, colocaba nuestro tazón preferido, las cucharas, un jarrón con flor seca en el centro de la mesa, la servilleta siempre doblada a la derecha. Cuando todo estaba listo, avisaba a mi abuelo y ambos nos despertaban con brío. Cada uno con su ritmo, llenábamos de gritos y carreras la casa, peleábamos por un sitio en el baño, hasta que nos encaminábamos a la cocina.

La mesa, ya preparada, parecía sacada de una película. Todos desayunábamos, menos ella, que miraba con gesto atento. Entre ambos nos ayudaban a cepillarnos los dientes, peinarnos y prepararnos para salir al colegio. Mi abuelo nos arreaba escaleras abajo mientras ella se quedaba sola. Desayunaba un recuelo hecho con los posos del café de la tarde anterior y terminaba las tostadas que habíamos dejado. La comida no se tira, era un mantra que repetía en cuanto había ocasión. Mi abuela prefería la radio a la tele, las cacerolas a la olla a presión, nos inculcó la liturgia del orden y el reposo en las comidas, el sosiego y el análisis de los problemas vitales. Rara vez levantaba la voz, su presencia y sus gestos solían ser suficientes. Se acostaba la última, después de comprobar que todos dormíamos con la felicidad instalada en el rostro. Y si a alguno nos asaltaban las pesadillas, ejercía de vigía; sus manos firmes transmitían protección y cariño.

Desde que tengo memoria vestía de negro, pero su carácter irradiaba luz. En el barrio era respetada por su conocimiento de las hierbas; preparaba infusiones con mimo y atención concentrada, después de escuchar las dolencias de los conocidos que le consultaban. Solían curarse, o al menos, mejorar; no era raro que en casa hubiese muestras de agradecimiento, siempre que no fuesen excesivas. Eludía los corrillos de vecindad, pero nunca negaba un comentario de ánimo o una frase certera a quien los necesitaba.

Una mañana que íbamos juntos, reconvino a un policía por tratar mal a un indigente que recogía su hatillo de pertenencias después de pasar la noche al raso debajo de un alero. El policía se revolvió, llamó a sus compañeros y terminamos en comisaría. Yo iba con la cabeza gacha; ella me empujó el mentón para mirarlos a la cara. Por fin, pudo hablar con un inspector; no recuerdo lo que le dijo, pero la imagen que me queda es una mezcla de firmeza, seriedad y convicción que dieron resultado; el policía le pidió disculpas. Al salir, se permitió sonreír con el mismo orgullo con que lo hacía en nuestros cumpleaños o cuando traíamos las notas. Me guiñó un ojo y nos encaminamos a la pastelería del barrio. Hay días que merecen hacer un extraordinario, me dijo. Aquella frase se me quedó grabada y he recordado el episodio muchas veces después, como una epifanía que me ha ayudado a ser la persona que soy. Compró unos bocaditos de nata y los merendamos todos en casa, junto con un chocolate que preparó mi abuelo. Después, niños y mayores jugamos al parchís y a la oca; esa tarde no hubo deberes.


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