Mujer tenía que ser (Ismael Sesma)
Categoría: La caja negra
Mi abuela se levantaba sin despertador, la primera, fuera invierno o verano. Ponía la leche a calentar y preparaba los desayunos; tostaba el pan, colocaba nuestro tazón preferido, las cucharas, un jarrón con flor seca en el centro de la mesa, la servilleta siempre doblada a la derecha. Cuando todo estaba listo, avisaba a mi abuelo y ambos nos despertaban con brío. Cada uno con su ritmo, llenábamos de gritos y carreras la casa, peleábamos por un sitio en el baño, hasta que nos encaminábamos a la cocina.
La mesa, ya preparada, parecía sacada de una película. Todos desayunábamos, menos ella, que miraba con gesto atento. Entre ambos nos ayudaban a cepillarnos los dientes, peinarnos y prepararnos para salir al colegio. Mi abuelo nos arreaba escaleras abajo mientras ella se quedaba sola. Desayunaba un recuelo hecho con los posos del café de la tarde anterior y terminaba las tostadas que habíamos dejado. La comida no se tira, era un mantra que repetía en cuanto había ocasión. Mi abuela prefería la radio a la tele, las cacerolas a la olla a presión, nos inculcó la liturgia del orden y el reposo en las comidas, el sosiego y el análisis de los problemas vitales. Rara vez levantaba la voz, su presencia y sus gestos solían ser suficientes. Se acostaba la última, después de comprobar que todos dormíamos con la felicidad instalada en el rostro. Y si a alguno nos asaltaban las pesadillas, ejercía de vigía; sus manos firmes transmitían protección y cariño.
Desde que tengo memoria vestía de negro, pero su carácter irradiaba luz. En el barrio era respetada por su conocimiento de las hierbas; preparaba infusiones con mimo y atención concentrada, después de escuchar las dolencias de los conocidos que le consultaban. Solían curarse, o al menos, mejorar; no era raro que en casa hubiese muestras de agradecimiento, siempre que no fuesen excesivas. Eludía los corrillos de vecindad, pero nunca negaba un comentario de ánimo o una frase certera a quien los necesitaba.
Una mañana que íbamos juntos, reconvino a un policía por tratar mal a un indigente que recogía su hatillo de pertenencias después de pasar la noche al raso debajo de un alero. El policía se revolvió, llamó a sus compañeros y terminamos en comisaría. Yo iba con la cabeza gacha; ella me empujó el mentón para mirarlos a la cara. Por fin, pudo hablar con un inspector; no recuerdo lo que le dijo, pero la imagen que me queda es una mezcla de firmeza, seriedad y convicción que dieron resultado; el policía le pidió disculpas. Al salir, se permitió sonreír con el mismo orgullo con que lo hacía en nuestros cumpleaños o cuando traíamos las notas. Me guiñó un ojo y nos encaminamos a la pastelería del barrio. Hay días que merecen hacer un extraordinario, me dijo. Aquella frase se me quedó grabada y he recordado el episodio muchas veces después, como una epifanía que me ha ayudado a ser la persona que soy. Compró unos bocaditos de nata y los merendamos todos en casa, junto con un chocolate que preparó mi abuelo. Después, niños y mayores jugamos al parchís y a la oca; esa tarde no hubo deberes.