Proliferan hacia el final del otoño, cuando el paisaje se asoma al invierno, igual que ellos al final de la vida.
Proliferan, como una redundancia, cuando el tiempo y el clima parecen decididos a esparcir señales de muerte por el mundo.
Un árbol desnudo. Un viejo consumido.
Una noche helada. Una vieja con oxígeno.
En un primer momento los miro desde lejos, manteniendo la prudencial distancia de la edad.
Sin embargo, cada día estamos más cerca y no sabría decir quién se acerca a quién, ni de qué manera ese espacio temporal, que a la vez nos separa y une, se va reduciendo.
Ellos parecen tener el poder de quedar suspendidos en un estado por el que avanzan muy lentamente.
Yo percibo que esa lentitud es inversamente proporcional al ritmo de mi avance y que, en esta ocasión, Aquiles alcanzará a la tortuga, inexorablemente.
Antonio llegaba al borde del mostrador y, dando un golpe, gritaba alegremente: ¡¡Niño, rápido, ponme un “chanwic” y un coca cola!! Un momento que siempre me ha recordado a Juncal demandando otro cubata de coñac y echando monedas a la gramola para escuchar por enésima vez la canción de la “Zarzamora”. Lo que nunca entendí es la utilización del artículo masculino para nombrar una lata o botella de la refrescante bebida. Supongo que era una muestra más de su gracejo popular.
Chascarrillos aparte, confieso mi falta de empatía con los anglicismos y tantas otras moderneces que me descolocan. Términos que, aunque repetidos hasta el exceso, por generación, no me gustan y evito utilizar.
Seguramente, y por edad, pertenezco a los llamados “Baby Boomers”; pero, además, y por las responsabilidades que me ocupan, sigo perteneciendo a la “generación sándwich”, que es otra definición tan popular como acertada. Aunque, por esa aversión a los barbarismos, me gusta definirme como integrante de la “generación bocadillo”. Un bocata que durante la infancia tuvo suficiente pan, pero poco chocolate, o mortadela; y, si la había, era barata y de aceituna. El chorizo y el salchichón eran espejismos que brillaban por su ausencia. Así pasa, que ahora que podemos permitírnoslo resulta perjudicial porque se nos dispara el colesterol y los triglicéridos. Así que, a buenas horas mangas verdes.
Y aunque la cosa no va de alimentos o meriendas, reconozco que está muy bien definida la idea o el concepto sobre el orden que propone. Porque esta generación debe estar atenta al cuidado de los ancianos padres, ayudar a los hijos, e incluso acoger a los nietos, que eso ahora está a la última.
Es una evidencia contrastada que la esperanza de vida ha aumentado considerablemente gracias a diversos factores como la alimentación, la medicina y otras razones que no viene a cuento explicar ahora. Pero también es cierto que la generación bocadillo asume su responsabilidad cada vez más tarde y cuando ya suele haber entrado también en la vejez. Será por eso que soporta con más dificultad la presión que supone atender varios frentes a la vez.
Igualmente, y como norma, debe demostrar que no desmerece a la generación anterior. Me explico, hay un discurso fácil y cargado de tópicos que suelen emplear los políticos para referirse a los más mayores. Así, en su afán por conseguir votos, generalizan los valores y las virtudes de la llamada “generación silenciosa”. Es cierto que sus descendientes no hemos sufrido como ellos la hambruna de la pos-guerra, pero igualmente hemos soportado carencias y privaciones, hemos trabajado y, a la vez, hemos aguantado crisis de diferentes clases y categorías. Con su empeño, pero también con el nuestro, se han conseguido muchos logros y mejoras sociales como las pensiones, la sanidad o la educación. Sin embargo, ahora debemos cuidarlos y hacer un sobre-esfuerzo para que no se desmantelen estas prestaciones que tanto costó conseguir y que ellos, afortunadamente, disfrutan.
Generalizar es muy fácil, pero a poco que pensemos, cada generación tiene su aquel, sus virtudes y su déficit; que de todo hay en la viña del Señor. A cada época le corresponde su porcentaje de sacrificio y trabajo, pero también de desidia o de indiferencia de algunos de sus individuos.
Por supuesto que el cuidado y el respeto debe ser siempre una prioridad, pero pensar que todos los mayores son sabios, íntegros, venerables y meritorios por su condición de longevos es una falacia. Posiblemente, el que haya sido un vago, un fanfarrón o un gilipollas a los treinta o a los cincuenta, difícilmente dejará de serlo a los setenta u ochenta.
Pero a la clase política le resulta muy sencillo tratar a todos por igual ensalzando y adulando a los mayores, aunque todos sabemos que una cosa es predicar y otra, dar trigo. Además, y para concluir el debate, los mayores votan en consecuencia y no se dejan engañar a pesar de los discursos repletos de halagos y promesas.
En la otra parte del emparedado que nos ocupa, y resumiendo, debemos estar atentos a las necesidades de nuestros hijos; porque la precariedad laboral que sufren genera situaciones que les obliga a demandar nuestro apoyo. Demasiadas veces las modestas pensiones y los escasos ahorros se utilizan para el sostén económico de varios hogares hasta que vuelvan a remontar sus expectativas profesionales. Igualmente, tras los vaivenes en el plano afectivo o amoroso, nuestra casa siempre será un refugio donde acogerlos tras una separación o un divorcio. Y qué decir sobre la ayuda al cuidado de los nietos. Creo que ni siquiera hace falta explicarlo.
Evidentemente, la generación bocadillo está atrapada entre los valores del pasado y la modernidad de los tiempos que corren, afrontando en lo posible las necesidades del entorno familiar. Comodín para todo y sobre la que recae una gran responsabilidad, además de soportar el vertiginoso ritmo que la sociedad demanda. Una situación que a veces resulta difícil de gestionar y que suele causar estrés ante los inevitables debates éticos y morales.
Pero es lo que hay, es nuestro momento, una situación por la que casi todos transitamos durante algunos años y de la que difícilmente nos podemos evadir.
Pero también la generación que nos sucede deberá, tarde o temprano, encarar este compromiso que, en muchas ocasiones, genera un conflicto afectivo.
A ver si se lo ponemos más fácil y no les damos demasiada guerra jaja…
En la era digital, donde la información fluye a la velocidad de la luz, los libros de texto se han convertido en los nuevos amuletos de la suerte. Objetos sagrados que cargamos con devoción a clase, como si llevaran la respuesta a todos los exámenes del universo.
¿Quién no ha experimentado la sensación de seguridad al tenerlos en la mochila? Es como llevar un pequeño oráculo personal, una especie de bola de cristal que nos revela los misterios de la gramática, la historia y las matemáticas. Y es que, según cuentan las leyendas, los libros de texto contienen todo el conocimiento acumulado por la humanidad desde el principio de los tiempos. Pero cuidado, no basta con tenerlos. Hay que tratarlos con el máximo respeto. Hay que abrirlos y leerlos. No se pueden doblar, manchar ni, por supuesto, perder. Son objetos demasiado valiosos para ser tratados con ligereza. Y es que, según dicen, si se pierde un libro de texto, se pierde una parte de nuestro futuro. Así que, la próxima vez que veas a alguien cargando con una pila de libros, no te sorprendas. Están llevando consigo el peso del mundo, o al menos, el peso de su próximo examen. Y si tienes la suerte de encontrarte con uno de estos valiosos artefactos, ¡no dudes en venerarlo!
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