Las costuras del tiempo se deshilachan en la indiferencia de lenguas agusanadas de olvido y de nostalgia, la clepsidra de fétidas aguas mide el tiempo suspendido. De mi alma brota el destierro y se hace sustancia y toma su médula y se manifiesta entre el ayer y el hoy. Tú,transitas por la plúmbea senda de la cerrazón. Yo, camino por una senda de espinas, sola, pero ya no tengo sed, los manantiales manan en mi vereda. Y el orden se desintegra del caos, las hilachas del ayer las corta al fin el acero del discernimiento y tú y yo adquirimos la ansiada libertad. Al fin soy guerrera de fuego y peregrina infatigable de mi propio destino.
‘Es fácil sentirlo, entra por las fosas nasales y viaja directo al cerebro, como un hechizo de luna negra, rotundo, innegociable. Describirlo es otra cosa; quizás el olor de flores marchitas, apelmazadas y húmedas por el relente de una noche de invierno llena de temores se pueda parecer. Digo parecer, solo. El olor empapa las ropas de dentro afuera, porque la muerte siempre se empieza a negociar con uno mismo, y cuando sale fuera todo se difumina a su alrededor, degradado por la certeza del final’.
Esteban rememora aquellas
palabras, se las dijo a Carmelo hace mucho tiempo, pero ninguno de
los dos las ha olvidado. Están en su memoria como un conjuro, preso
de palabras exactas para ser funcional. Esteban lo considera un don
equívoco, pues encierra un peaje de conocimiento que desearía no
poseer, por el que anticipa con certeza de almanaque el final de
cualquiera de sus vecinos. Carmelo le guardó el secreto y solo pidió
a cambio prepararse con tiempo para los fallecimientos que realmente
le importaban.
– Del resto, casi
prefiero no saber, que la certeza de la muerte aplasta el sentido- le
había dicho.
Ahora, el olor tiene otra
entidad, otro volumen. Esteban lo percibe extendiéndose como un
presagio de pesadilla por todos los rincones del pueblo. Al caer la
tarde, se encamina hacia la taberna, lugar de reunión de los vecinos
al terminar la faena. Mientras traspasa la puerta, contiene el
aliento con alguna aprensión, que se ve confirmada; dentro le llega
con nitidez la vaharada de muerte colectiva, indiscriminada, como una
sinfonía de grises y desazón. Carmelo se acerca y Esteban asiente.
– Casi todos -le dice en
voz baja-. Vamos fuera.
Salen hacia las eras
desiertas. Carmelo se mantiene en silencio, deseoso de recibir
noticias de su amigo, que camina concentrado, como un monje al que
sus pensamientos le sitúan fuera de la realidad.
– La muerte nos sale a
borbotones por las costuras; no me hace falta acercarme demasiado
para percibirla- Esteban se ha detenido y mira a Carmelo a la cara-.
A mí, a ti y a casi todos en el pueblo.
– Pues vámonos.
Preparamos lo imprescindible y salimos esta noche. Quizás podamos
evitarlo.
Esteban niega con la
cabeza.
– Es inútil, Carmelo,
está en el ambiente; tú y yo y los mejores hombres del pueblo
estamos marcados. Me gustaría mentirte, pero apestamos; no hay nada
en el mundo que podamos hacer.
Los amigos se separan y
encaran la última noche. Esteban, abrumado por el número, se
encomienda a sus antepasados. Carmelo pone en orden su alma; la
cercanía del final espanta la empatía, ahoga sus horas en rezos y
alcohol.
El día siguiente amanece con un cielo plomizo, eléctrico, que se disipa cuando el pueblo escucha las músicas de los feriantes, que llegan antes que otros años. La mayoría celebra el acontecimiento como un buen presagio; la vida es seca y áspera como el terreno, la diversión escasea y hay que aprovecharla cuando se presenta. Carmelo quiere creer que Esteban se ha equivocado y sale en su busca. Entonces, llegan los soldados.
Quizás, más por cobardía que por dejadez, nadie se atreve a decirle al emperador que está desnudo, el poder siempre nos apoca. Sin embargo, y aunque atrapados por la moda del momento, todos necesitamos de un vestido para disfrazarnos. Seguramente el emperador también precisa de un buen sayo que rebaje su prepotencia y así poder disimular la vergüenzas.
No,
no me es ajeno el mundo de la costura, al contrario, desde muy pronto
estuve rodeado de trapos, figurines y patrones. Pero me resulta
bastante complicado escribir sobre un tema tan profuso, si bien,
seguramente apenas interesa. A pesar de ello, me pongo a la faena
intentando compartir mi visión más íntima porque, desde pequeño,
siempre he visto a mi madre cosiendo, así que mi ámbito familiar ha
estado relacionado con la costura.
Imagínense un patio de cemento sombreado por una parra, algunas sillas de enea y jóvenes vecinas afanadas cada una en su labor, algunas pasando pespuntes, otras sobre-hilando, cogiendo bajos, cosiendo costuras y, las más avezadas, haciendo jaretas o rematando ojales. La tarea de tomar medidas y cortar las asumía mi progenitora, que para eso era la maestra. Por eso, de vez en cuando, mostraba a algunas de las chicas esta tarea fundamental de marcar las telas con el jaboncillo y utilizar las tijeras para que fuesen aprendiendo.
En
aquella casa, y al fondo del patio, también había una habitación
que llamaban el taller, un cuarto amplio donde realizaban toda la
faena los días de invierno o cuando el tiempo no acompañaba.
Aquel
universo femenino tenía su palique particular y unas reglas no
escritas. La radio y el cotilleo sobre el barrio las reunía
alrededor de prendas de todo tipo, generalmente batas, faldas y
blusas y, de vez en cuando, vestidos para una boda, para una comunión
o para la Semana Santa, época en la que todas las vecinas trataban
de estrenar alguna prenda.
Generalmente,
y por las tardes, las chicas acudían a casa para ganarse unas
pesetas aprendiendo a coser, una labor que en aquellos años del
pasado siglo era fundamental para las jóvenes casaderas. Desde muy
pronto, la ocupación de mi madre fue asumida con naturalidad, y el
ajetreo de gente se convirtió en algo rutinario para nosotros.
Además, mi hermana, cuando concluía las tareas de la casa y hacía
los deberes, se sumaba a esa tribu de modistillas que se afanaban
entre telas e hilos escuchando con devoción el consultorio de Elena
Francis y las habituales radionovelas de la época. Aquellos seriales
cercanos al drama y la caridad adoctrinaban a los oyentes más
candorosos, panfletos muy propios de aquel ambiente tan recatado como
beato. Aunque también aquellas mozas tenían sus secretos y sus
picardías, pero eso a mí no me llegaba por la edad y porque era
hombre. Para mi descargo confieso que yo era más de la canción del
verano que de aquellos seriales lacrimógenos. Episodios que ahora me
hacen recordar nombres tales como, Pedro Pablo Ayuso, Matilde Conesa,
Juana Ginzo, Matilde Vilariño, Teófilo Martínez o el famoso autor
Guillermo Sautier Casaseca.
Tampoco
es que me salvase de un entorno que apenas podía eludir, pero ser
varón me permitía realizar otros cometidos. Por ejemplo,
habitualmente era el recadero e iba a forrar botones y comprar, bajo
muestra, cintas, hilos y pasamanería. Que todavía recuerdo aquella
troqueladora en la mercería de “La Paulita” que convertía
un trozo de metal y tela en botones personalizados para cada prenda.
Y, si la jornada se alargaba, acompañaba a las chicas hasta su
domicilio.
Todos
estos recuerdos que ahora traspaso a la pantalla sucedieron durante
la infancia, un tiempo de escasez y austeridad, pero del que apenas
éramos conscientes y que asumíamos con naturalidad. Incluso
recuerdo el disimulo y la discreción por el pago de las prendas a
través del consentido y habitual trueque. A casa llegaban algunas
vecinas del cercano “Cerrillo”, un barrio que, si algo
tenía de marginal, era la extrema pobreza de sus vecinos, tan dignos
como el que más. Discretas, en sus cestos de hule llevaban conejos,
liebres, perdices o palomas torcaces, fruto de la caza furtiva para
intercambiarlas por la ropa que le encargaban a la modista, en este
caso, a mi madre.
Aquellas
costumbres y prácticas han desaparecido, aunque si lo pensamos un
poco, quizás no tanto. Porque si bien apenas se elaboran prendas a
pequeño nivel, y todo es manufacturado en países del tercer mundo,
la implicación de mujeres y niños en la confección de ropa en
estos lugares es un hecho contrastado.
Aquí
mismo, y de vez en cuando, salta la noticia del descubrimiento de
talleres clandestinos en sótanos y lugares umbríos donde laboran
inmigrantes ilegales en pésimas condiciones de salubridad, hombres y
mujeres tratados como auténticos esclavos del siglo XXI.
La
costura siempre ha sido un asunto de personas más que de sexos,
aunque siempre, y por deformación, la sociedad lo conduce al género
femenino. La sastrería y la modista, y al contrario de lo que
pudiera parecer, la figura del sastre es más corriente que la de la
sastra, que también las hay. Igualmente, las grandes firmas de moda
suelen estar regentadas por un modisto de renombre, pero también hay
modistas famosas.
Podría
continuar porque el tema da bastante juego y el término costura se
aplica a otras formas del lenguaje que nada tiene que ver con la
elaboración de prendas. A nadie le extraña la frase “romper
las costuras” como una forma de decir “esto ya no da más de
sí”, situaciones que provocan un punto de inflexión para empezar
de nuevo.
El término costura es como un pequeño universo, lo contiene todo y precisa de todo para desarrollarse, desde la imaginación, hasta la belleza. La costura exige paciencia, concentración, constancia, técnica, atrevimiento, diseño, diálogo, competencia, etc. E incluso sirve para hacer literatura, porque existen un buen puñado de novelas sobre el tema, y otras muchas del género negro o policíaco donde no se da puntada sin hilo.
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