Archivo por meses: mayo 2024

Idolatría (Carlos Lapeña)

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Categoría: La caja negra

Y lo admirábamos;

primero, por la luz que desprendía;

después, por su sombría humanidad,

y finalmente, y hasta hoy,

por la combinación del claroscuro

con que transita por la vida,

a veces tenebrista,

siempre crepuscular…


Recorrido (Carmen Paredes)

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Categoría: La caja negra

Tan sólo quedan las sombras

en el mosaico

que la carga del tiempo ha desvaído

limpio la polvareda

rescato las florituras

y brilla de nuevo la luz

las figuras se revelan

en tonos ahora diferentes

trato de saber el enigma

tan sólo un segundo

antes de comprender

que los colores pasados

se ahogaron en el espacio


Luces y sombras (Maite Martín-Camuñas)

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Categoría: La caja negra

Luces y sombras

.

Luz radiante,

que alumbra mi ser,

despejando dilemas,

alejando el temor.

Sombras acechantes,

que buscan prender,

mis sueños más puros,

y enmudecer mi alma.

Mas yo soy la danza,

de luz y penumbra,

un baile eterno,

de constante verdad.

En la luz,

crezco y remonto,

en la sombra,

medito y renazco.

Soy la dualidad,

que me hace completa,

un ser de contrastes,

una llama danzante.

Luces y sombras,

en mi camino van,

marcando mi senda,

con su capricho inmutable.


Sin salida (Carlos Lapeña)

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Categoría: La caja negra

Había que salir, no quedaba otro remedio. La luz nos cegaría, lo sabíamos, con la fiereza y la rotundidad del zarpazo de una bestia salvaje. La oscuridad casi unánime del recinto donde estábamos facilitaría la agresión de la luz, que se prometía intensísima a juzgar por la nitidez con que resaltaba las rendijas en la única puerta.

Había que salir si no queríamos morir devorados por esa otra bestia que se aproximaba imparable e invisible. Sus gruñidos se oían ya muy cerca, la oscuridad se hacía más y más sólida con su proximidad y, aunque no la veíamos, la sabíamos letal. Quizá tan letal como la luz, aunque la luz no gruñía.

Había que salir y salimos. Abrimos la puerta poco a poco, unos milímetros, hasta que una fuerza exterior empujó bruscamente la hoja de madera y la luz nos golpeó de lleno. Nos cegó con tal potencia que no sentimos los zarpazos y los mordiscos de esa otra bestia también imparable e invisible.

Salimos entre aullidos, gemidos, lágrimas…, desorientados repentinamente, buscando el contacto del prójimo, como inocente recurso para la supervivencia y contra el desamparo.

Y en cuanto fuimos capaces de ver, ver apenas una niebla brillante y dolorosa, decidimos entrar. Había que entrar, no quedaba otro remedio…


Luces y sombras (Carlos Gamarra)

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Categoría: La caja negra

En el suave crepúsculo

las luces bailan sobre el agua

su brillo se esconde tras el ocaso

vagando como sueños por el viento.

.

El horizonte guarda en su misterio

destellos que la noche va ocultando

oscuridad que se alarga y persigue

en cada rastro dejado

.

En equilibrio frágil y eterno

cada luz tiene una sombra que la sigue

sus historias se cuentan en silencio

y bailan sobre el agua sus reflejos

.

Esos contrastes que definen mi mundo

Caminos claros se mezclan con grises

como un eco que sigue a la luz

donde la esperanza y el miedo se pelean


Luces y sombras (Ismael Sesma)

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Categoría: La caja negra

Por separado, solo destacaban de las manadas en su febril insistencia por permanecer juntas en la interminable sabana. Pero, cuando caminaban o retozaban una al lado de la otra, aquella jirafa y aquella cebra, antes anónimas, se transformaban; sus movimientos se acompasaban como si fueran un único ser palpitante de vida, y adquirían una gracilidad que no pasaba desapercibida para el resto de animales. Sincronía perfecta de almas gemelas, pensaba el viejo orangután cuando las contemplaba danzar desde su atalaya en los crepúsculos en rojo de la llanura.

Aquellos ocasos incendiados eran también pensamiento habitual del doctor Pradales; los contraponía a los que solía contemplar de niño en cualquiera de los acantilados cercanos a su pueblo, un puñado de caseríos inverosímiles asomados al Cantábrico. Pradales, médico y misionero seglar, que había recorrido medio mundo y media vida para auxiliar a los pobres, dejó su vocación en un hospitalito perdido a unos cientos de kilómetros de donde se encontraba ahora, cuando se vio como engranaje activo de una cadena interminable en la que reparaba cuerpos heridos en la guerra para mandarlos otra vez a combatir. Desde ese momento, decidió que dedicaría sus esfuerzos a sanar animales.

Cuando aquella jirafa se lesionó el cuello terminó en el dispensario de Pradales. Jirafa y cebra tuvieron que separarse, el dispensario estaba fuera de la sabana y un código de seguridad grabado en los genes de la cebra le impedía realizar aquella excursión. Allí el buen doctor utilizó sus conocimientos, la medicina del hombre blanco, y la curó en unos meses.

Para entonces, cuando los auxiliares del dispensario retornaron a la jirafa a su hábitat, la cebra, aburrida de esperar el retorno de su compañera, había buscado compañía con una gacela.

La cebra y la gacela solo destacaban del resto de animales en su febril insistencia por permanecer cerca una de otra, compenetradas y acompasadas en una hipnótica coreografía vibrante que el resto de animales contemplaba con interés renovado, ahora que uno de los protagonistas había cambiado.

Cuando la jirafa retornó y se encontró la nueva situación, movió el cuello demostrando poderío y pidiendo explicaciones; cebra y gacela se acercaron y realizaron unas cabriolas simultáneas que la jirafa intentó seguir con escaso éxito. Al verlos, el viejo orangután auguró dificultades: los problemas de convivencia aumentan en proporción directa con el número de sujetos implicados, hubiera dicho si el habla hubiese estado en su repertorio de comportamientos; como no era así, solo lo pensó. Y los compadeció.

Mientras, Pradales, sentado en la entrada de su cabaña al finalizar la jornada, escuchaba en su viejo tocadiscos una canción cuyo estribillo venía a decir: o me llevo a esta mujer, o entre los tres nos organizamos, si puede ser. Sin saber cómo ni porqué, se acordó de aquella jirafa herida a la que había sanado el cuello. Que tengas suerte dentro de este mundo de luces y sombras, lanzó al viento, al tiempo que observaba cómo el crepúsculo se adueñaba de todo el horizonte.


La balanza (Rafael Toledo Díaz)

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Categoría: La caja negra

El abuelo era un hombre alto y corpulento, se suponía que era fuerte, aunque él nunca presumía de ello. Muchas veces le observaba cómo, con destreza, colgaba los sacos de patatas en el gancho de la romana que tenía colgada en el porche del patio.

En aquellos años era habitual comprar las patatas por junto para consumirlas durante el invierno, al igual que el aceite. Por eso el hortelano del barrio llevaba los sacos a casa de mis abuelos para pesarlos y después repartirlos a sus parroquianos.

La abuela decía que era costumbre de los pobres almacenar esos dos productos básicos, que lo de los señoritos era otra cosa, porque ellos solían tener una habitación de despensa, donde, además de las patatas, había sacos de judías y garbanzos, orzas con lomo y chorizos en aceite, tocino en sal y, colgados de las vigas, al menos un par de jamones junto a ristras de morcillas y longanizas.

Los abuelos tenían una pequeña y humilde tienda de ultramarinos en el barrio. Pero, antes de eso, el abuelo trabajaba en el campo. Un día, cansado de tanto bregar, le dio la ventolera y tiró por el camino de en medio. En apenas unos meses vendió la yunta de mulas, el olivar y todas las viñas. Todas, menos aquel majuelo cerca de la “Cocinilla” para poder entretenerse. El carro, como estaba muy viejo, no pudo venderlo y quedó arrinconado en el corral para refugio de las gallinas.

Al principio, la abuela Ana María pensó que era una chaladura y puso el grito en el cielo, pero después fue entrando en razón con la decisión de su marido y, juntos, convinieron en reformar el comedor que daba a la calle para convertirlo en una tienda de comestibles. Así no tendría que irse de quintería y podría quitarle un poco de trajín echándole una mano con los chicos.

Allí, en aquel reducido local, cada uno tenía su cometido. El abuelo se encargaba de comprar y transportar los productos más pesados. Pero generalmente, era la abuela la que se encargaba de atender a la clientela, porque a ella se le daban mejor las cuentas. Todavía recuerdo sus enormes sumas con números grandes en el papel de estraza.

Aquel espacio quedó muy apañado y estaba muy bien distribuido. En los anaqueles, mi abuelo colocaba las latas de conserva. Luego, una serie de cajones contenían los productos que se vendían a granel, que eran los más. En el mostrador de madera estaban las báscula, la bomba de cristal para el aceite que vendían por panillas, además de un enorme cuchillo con soporte de madera para cortar el bacalao y un montón de papel de estraza para envolver. Tampoco faltaba el tabal de cubanas (arenques) abierto. Nosotros siempre estábamos deseando que lo vendiese pronto para coger los aros y jugar en la calle con ellos.

Justo enfrente, y al lado de la puerta, estaban los bidones de moyuelo para las gallinas o los cerdos. Recuerdo que siempre tenían gente pues aquella tienda era un lugar de encuentro para el vecindario. Mi abuela solía apuntar en una libreta lo que dejaban a deber y, al final de la semana, o del mes, ajustaban cuentas con los deudores. Aquel “apúntamelo” era un soniquete habitual. ¡Cómo añoro aquella mezcla de olores tan particular como inconfundible!

Años más tarde, y cuando compraron el frigorífico, también hacían polos con agua y jarabe de fresa o de naranja. El mango era un palillo mondadientes.

Mi abuelo era más torpe con las cuentas, pero antes de comprar la báscula nueva consiguió una habilidad especial con la balanza de platillos, y manejaba el juego de pesas con mucha habilidad. El cuarto y mitad lo clavaba.

Él era un hombre de pocas palabras, pero alguna vez le gustaba hacernos preguntas trampa y nos decía: “A ver, ¿qué pesa más?, un kilo de “yerro” (hierro) o un kilo de paja”. Y casi siempre picábamos.

Pero recuerdo que en una ocasión el abuelo se puso serio y empezó a filosofar. Todo el relato venía a cuento sobre la balanza. Nos dijo que en los platillos y con un poco de imaginación también se podían pesar las emociones, los hechos. Lo bueno y lo malo, los aciertos y los errores, la salud y la enfermedad, lo importante y lo banal. Lo que se ama frente a lo que se odia, lo que se sabe y lo que se calla, lo que se siente y lo que se dice, lo que ofrecemos y lo que nos dan, hasta el cielo y el infierno. Con esta letanía que nos recitó como un mantra trataba de explicarnos cuánto de positivo y negativo hay en cada uno de nosotros. Nos dijo que al final de la vida había que echar un vistazo al equilibrio de nuestra balanza particular y comprobar qué pesaba más, si las luces o las sombras. Menuda charla nos dio aquella tarde, mudos nos quedamos ante sus sesudas reflexiones.

Cuando se jubiló, el abuelo se entretenía regando el patio y matando avispas con la escoba bajo la parra. Relataba que esos bichos picaban las uvas y estropeaban los racimos. Después perdió la cabeza y dejó de hablar. Entonces todo fue cuesta abajo y, un día, se murió. La abuela le sobrevivió unos años más y después nos dejó también. Hacía tiempo que ya habíamos iniciado la diáspora familiar por razones de trabajo, de estudios o por casamientos, pero al faltar los abuelos todo se precipitó y en aquel pueblo solo quedó la memoria y un caserón vacío.

Unos años después volví unos días para finiquitar aquel legado familiar, pues solo quedaba una enorme casa que apenas disfrutábamos porque ya no reunía las condiciones necesarias.

Aquella mañana en particular estaba abrumado ante el lío de papeles y documentos que debía presentar, así que para intentar despejarme decidí dar un paseo. Por “La avenida del colesterol” transitaban todo tipo de personas; supongo que la llamaban así porque los vecinos aprovechaban su recorrido para dar largas caminatas tratando de atemperar el exceso de azúcar o colesterol acumulado en el organismo. Pero también paseaban muchos residentes para airearse y romper con la rutina. Y yo era uno más.

Cansado, me senté enfrente de la estatua de un regidor famoso viendo pasar al personal. Iban cada uno a lo suyo, ensimismados, escuchando música por los auriculares, mirando el móvil, o simplemente abstraídos y pensando en sus cosas.

Nunca me había percatado, pero ahora me llamaba la atención el tamaño de la estatua que tenía delante. Fue entonces cuando me acordé del abuelo pensando que aquel edil pudo ser coetáneo suyo. Y empecé a comparar el peso que podría tener ese mamotreto de bronce con el peso de la paja de todos aquellos proyectos que pudieron quedarse en los cajones, planes fracasados o que no se realizaron. Y elucubré sobre las luces y las sombras de los personajes famosos, sobre todo, de aquellos que sueñan con pasar a la posteridad.

Desde que encontré en la cámara aquella vieja y herrumbrosa balanza que utilizaba el abuelo no paraba de darle vueltas al asunto, de lo que me sucedía y sobre aquel sermón que nos dio cuando era un chaval. En esos días mis pensamientos se convirtieron en un enorme cuestionario y no dejaba de preguntarme: ¿Dónde medir la inseguridad, en qué lugar o platillo debía colocar el desasosiego que me producía ajustar cuentas con la memoria? Sin embargo, tenía claro que, a pesar de simular indiferencia o frialdad, tarde o temprano esta añoranza reprimida iba a disparar el catálogo de sombras en mi balanza personal.


Acróstico (Maite Martín-Camuñas)

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Categoría: La caja negra

Lamentos mutilados,
Urdiendo destierros
Confusos y lacerantes,
Envileciendo el espíritu
Susurrando penumbras
Yaciendo en las sombras
Sobre yertos tálamos.
Oquedades y secretos
Muertes insensatas
Brumas lánguidas
Resurgir de madrugadas
Auroras desprevenidas
Soliloquios compartidos en su luz


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