Por las costuras (Ismael Sesma)

Por las costuras (Ismael Sesma)

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Categoría: La caja negra

‘Es fácil sentirlo, entra por las fosas nasales y viaja directo al cerebro, como un hechizo de luna negra, rotundo, innegociable. Describirlo es otra cosa; quizás el olor de flores marchitas, apelmazadas y húmedas por el relente de una noche de invierno llena de temores se pueda parecer. Digo parecer, solo. El olor empapa las ropas de dentro afuera, porque la muerte siempre se empieza a negociar con uno mismo, y cuando sale fuera todo se difumina a su alrededor, degradado por la certeza del final’.

Esteban rememora aquellas palabras, se las dijo a Carmelo hace mucho tiempo, pero ninguno de los dos las ha olvidado. Están en su memoria como un conjuro, preso de palabras exactas para ser funcional. Esteban lo considera un don equívoco, pues encierra un peaje de conocimiento que desearía no poseer, por el que anticipa con certeza de almanaque el final de cualquiera de sus vecinos. Carmelo le guardó el secreto y solo pidió a cambio prepararse con tiempo para los fallecimientos que realmente le importaban.

– Del resto, casi prefiero no saber, que la certeza de la muerte aplasta el sentido- le había dicho.

Ahora, el olor tiene otra entidad, otro volumen. Esteban lo percibe extendiéndose como un presagio de pesadilla por todos los rincones del pueblo. Al caer la tarde, se encamina hacia la taberna, lugar de reunión de los vecinos al terminar la faena. Mientras traspasa la puerta, contiene el aliento con alguna aprensión, que se ve confirmada; dentro le llega con nitidez la vaharada de muerte colectiva, indiscriminada, como una sinfonía de grises y desazón. Carmelo se acerca y Esteban asiente.

– Casi todos -le dice en voz baja-. Vamos fuera.

Salen hacia las eras desiertas. Carmelo se mantiene en silencio, deseoso de recibir noticias de su amigo, que camina concentrado, como un monje al que sus pensamientos le sitúan fuera de la realidad.

– La muerte nos sale a borbotones por las costuras; no me hace falta acercarme demasiado para percibirla- Esteban se ha detenido y mira a Carmelo a la cara-. A mí, a ti y a casi todos en el pueblo.

– Pues vámonos. Preparamos lo imprescindible y salimos esta noche. Quizás podamos evitarlo.

Esteban niega con la cabeza.

– Es inútil, Carmelo, está en el ambiente; tú y yo y los mejores hombres del pueblo estamos marcados. Me gustaría mentirte, pero apestamos; no hay nada en el mundo que podamos hacer.

Los amigos se separan y encaran la última noche. Esteban, abrumado por el número, se encomienda a sus antepasados. Carmelo pone en orden su alma; la cercanía del final espanta la empatía, ahoga sus horas en rezos y alcohol.

El día siguiente amanece con un cielo plomizo, eléctrico, que se disipa cuando el pueblo escucha las músicas de los feriantes, que llegan antes que otros años. La mayoría celebra el acontecimiento como un buen presagio; la vida es seca y áspera como el terreno, la diversión escasea y hay que aprovecharla cuando se presenta. Carmelo quiere creer que Esteban se ha equivocado y sale en su busca. Entonces, llegan los soldados.


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