Misión de salvamento (Carlos Candel)

Misión de salvamento (Carlos Candel)

Categoría: La caja negra

La nave se posó sobre el terreno rojo con inesperada ligereza. Nada que ver con las vicisitudes acontecidas durante el viaje. La misión empezaba a tornarse cada vez más probable. Una tarea de salvamento en la que llevaban trabajando diez años y que estaba a medio camino de tener éxito. Lo más difícil ya estaba hecho. Llegar. Pero la polvoreda levantada por los reactores anunciaba aún mucho camino, y nada fácil, por delante. El capitán Lebrod era consciente de ello. Eran pioneros, o al menos así lo habían anunciado a todos los medios. Quizás los últimos, pero aún quedaba mucho esfuerzo por delante. La última palabra no estaba dicha aún. Otros diez años y ya, vuelta a casa. Nada de naves cargadas de ricos huyendo del desastre medioambiental. Nada de explotar meteoritos ni salvar al mundo de una invasión alienígena. Su cometido era mucho más sencillo: preparar las infraestructuras necesarias para convertir al nuevo planeta en el vertedero de la Tierra. Construir unas nuevas letrinas para salvar a la humanidad de morir ahogada en su propia mierda. Y, ya de paso, llevarse consigo todo cuanto encontraran de valor para seguir cagando a su antojo, ahora sabedores de disponer de un mayor terreno que corromper. La colonia había decidido, al fin, quedarse y destruir otros territorios.

“¿Para qué huir a otros mundos si podemos volver a convertir éste en el paraíso que siempre ha sido?”, había dicho el Secretario Superior de Estado de Naciones Comprometidas con el Medioambiente, Arthur Cheouwn.

Tras posarse el polvo y recobrar la visibilidad, encontraron algo inesperado que hizo que Lebrod aplazase los planes. Allí, a tan sólo un par de kilómetros, quizás tres, una construcción. Pequeña, de no más de cinco metros de altura y otros diez de ancho. Pero allí estaba, no cabía duda. Una edificación muy similar a los contenedores de obra que son frecuentemente utilizados para actividades efímeras. “Tenemos que salir”, anunció contrariado Lebrod a la tripulación. Quizás no todos, una pequeña patrulla de reconocimiento. Lo suficientemente preparada como para afrontar cualquier tipo de situaciones. Puede que aquel planeta no fuera virgen, tal y como les habían asegurado. Tal vez otro Estado se les hubiera adelantado. O incluso, algo mucho más inverosímil, se tratara de una instalación extraterrestre. Nada era descartable aún.

Por supuesto, el capitán formaría parte del equipo de inspección. Una de las instrucciones más claras que había recibido antes de partir es que debía encontrarse al frente de cualquier movimiento que dieran.

Se enfundaron en los trajes y salieron a la intemperie estática. Un alumbramiento colectivo, insonoro y seco, hacia un nuevo mundo sin vida. Todo cuanto les rodeaba parecía haber existido siempre. Lebrod guardaba para sí la sensación de que hasta la última roca les observaba, pendientes de cada paso, de cada suspiro entrecortado e incluso de cada pensamiento. No fue fácil alcanzar el objetivo. Una especie de hangar militar en mitad de la nada. Y, al llegar, de nuevo un alumbramiento. Esta vez a la inversa, quizás más parecido a volver a la vida. Puede que, en realidad, la muerte la dejaran fuera, o no. Con absoluta normalidad abrieron la escotilla y se arrojaron dentro. Estaban entrenados para contener emociones. Habían sido concienzudamente insensibilizados para afrontar todo tipo de situaciones sin que éstas pudieran dañar la misión.

Dentro, una corriente cámara de presurización donde recobrar el aire y poder desprenderse de la escafandra. Cosa que, por supuesto, no hicieron. Todo era aterradoramente familiar. Otros tres trajes reposaban ya en sus respectivas perchas. Alguien s eles había adelantado, ya no cabía duda. Pero… ¿quién?

Al otro lado de la siguiente escotilla, salvado ya el margen de seguridad, les esperaban ante un hangar prácticamente vacío y oscuro, dos mujeres y un hombre. De pie, ante una mesa de unos cuatro metros de largo. Unos focos iluminaban sus rostros ineludiblemente humanos. Les recibieron con sonrisas y una amabilidad desconcertante. Bajo la mesa, una multitud de cajas de cartón. Sobre la mesa, libros. Decenas de flamantes libros recién impresos.

Una de las mujeres portaba un par de ellos en la mano y se los ofreció a Lebrod.

“¡Enhorabuena!”, le dijo. “¡Lo habéis conseguido!”.

“Dos de estos son para cada uno de vosotros, completamente gratis, sólo por completar la misión”, afirmó el hombre. “Pero no os preocupéis, podréis adquirir cuantos queráis a precio de coste, vuestras familiares y amigos estarán deseando leerlos”.

“¡Está todo aquí!”, le interrumpió la tercera. “Las negociaciones geo-estratégicas, los trastornos emocionales del capitán Lebrod, el despegue, los conflictos entre la tripulación en el trayecto, el fallo de las cámaras criogénicas, el choque contra la basura espacial… ¡Y todo narrado por el mejor escritor de Inteligencia Artifical de nuestro tiempo!”.

“Ahora ya pueden regresar”, afirmó el hombre. “El relato ya está hecho. Háganme caso, este libro va a ser todo un éxito. Compren cuantos puedan y llévenselos a la Tierra. No tendrán que volver a preocuparse por el dinero. Su misión ha concluido. Del resto se encarga la Empresa”.

El capitán Lebrod no daba crédito. Se aproximó de forma automática hacia la chica y recogió los correspondientes libros. “Misión de salvamento”, rezaba el título. “¡Qué original!”, se dijo para sí mismo, cargado de cinismo. En la portada, la imagen de la SavEarth, la nave que había tripulado, surcando la oscuridad más absoluta. Sin saber por qué, ojeó rápidamente el interior. Unas setecientas páginas resumían la aventura.

“Está mal”, dijo al fin. “¿Cómo dice?”, preguntó la mujer, desconcertada. “El título. Me refiero al título”, explicó el capitán. La chica sólo gesticuló haciendo entender que no sabía de qué le estaba hablando.

“Debería titularse: Todo es mentira.”.


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