Escuela de calor (Ismael Sesma)

Escuela de calor (Ismael Sesma)

Categoría: La caja negra

La abuela le cantaba y mimaba después de la cena, y cada noche ponía la bolsa de agua caliente en la cama antes de acostarle. Era una mujer bajita y abnegada, siempre atenta a su nieto.

– Este niño parece que esté frío hasta en verano -decía a su hija.

La abuela le daba besos y achuchones, le atusaba el pelo y le componía la ropa con afán cuando salían de casa. Un día, el niño se acercó a escondidas y desenroscó el tapón de la bolsa de agua caliente. Cuando la abuela abrió la cama para acostarle, estaba todo empapado.

– ¡Qué torpe es tu abuela! -le dijo.

El niño, la miraba y reía con cara seria.

La madre preparaba el bocadillo para el colegio con lo mejor de la casa. Después, calentaba los calcetines de lana con el vaho de su respiración y con rapidez los colocaba en aquellos piecitos que nunca desprendían calor.

En el colegio, Jesús siempre se acercaba a la estufa. Cuando el maestro no estaba, cegaba los hormigueros y lanzaba piedras a los nidos.

– ¿Por qué lo haces, Jesús? -decía el maestro. Y el niño se encogía de hombros, bajaba la cabeza y entornaba los párpados. Cuando el maestro le castigaba, Jesús cumplía la pena callado y manso.

Un día, Jesús compró unos petardos y los estalló en el corral del vecino. Alguna gallina murió, otras no volvieron a poner huevos. Su madre le preguntó. Jesús negó y negó, al tiempo que bajaba la cabeza y reía con cara seria.

Jesús creció. Era un adolescente callado y taciturno, que no pedía nada, evitaba las palabras y los gestos. En invierno se acercaba a su madre y pedía que le calentase las manos. Ella dejaba lo que estaba haciendo y frotaba sus palmas contra las manos de su hijo, al tiempo que decía:

– ¡Hay que ver, hijo, siempre tienes las manos como témpanos!

Una chica comenzó a interesarse por Jesús. Para ella era un enigma que hablaba poco y apenas demostraba cercanía, pero intuía que en su interior había luz. A Jesús le gustaba meter sus manos entre las ropas de ella. Al principio, ella se sorprendió, pero enseguida vio que era parte de un rito. A ella le gustaban esos momentos de intimidad, sentirle cerca. Jesús calentaba sus manos.

Una vez que discutieron, Jesús la golpeó. Como un autómata, sin gritos, apenas palabras, ninguna emoción.

– Perdí la cabeza –fue lo único que le sacó el policía que le detuvo-. Sintió que no tenía frío.

Termina su serie de ejercicios bajo la supervisión de su entrenador, que retira el sudor con una toalla. Ve entrar a uno de sus ayudantes, al que ha enviado a comprobar si el asiento de la fila tres está ocupado. Niega con la cabeza. Un destello de turbación oscurece sus ojos.

Busca el rincón menos iluminado del vestuario. Con una mirada, logra que a su alrededor las conversaciones se congelen y se hace un silencio ceremonioso, atemperado por el zumbido de uno de los fluorescentes. Se arrodilla frente a la pared de azulejos blancos y murmura una plegaria. También pide por ella.

Ya de pié, mientras el ritmo de las conversaciones se repone, dedica unos minutos a hacer sombras, hasta que su entrenador alza la barbilla y le señala un viejo reloj colgado en la pared.

– Es la hora.

Jesús le dedica una sonrisa calmada. Se sienta en el borde de la camilla, al tiempo que su segundo comienza a preparar las vendas.

– Ya sé, primero las friegas. Gracias a tus manos estamos aquí. ¡Benditas manos frías!

Jesús alarga sus brazos, ahora relajados, y espera el contacto del linimento. Las manos ágiles del entrenador frotan con aspereza las suyas. Nota el benéfico calor.

Mientras le vendan, su mente vaga sin rumbo por el pasado. Recuerda a su abuela, muerta hace tiempo. Tiene la íntima seguridad de que aquello ayudó a su mal morir. Se acuerda de su madre, que no pudo soportar la vergüenza de tener un hijo maltratador, y salió del pueblo como una forajida, a escondidas, arrastrando la deshonra que sólo a él correspondía.

Cuando vuelve al presente, está enguantado y cubierto con su albornoz negro. Recorre varios pasillos hasta que asoma al ring, que permanece apagado. Gritos, vítores, humo y olores se mezclan en la bocana del pabellón. La oscuridad se rompe cuando un potente foco le ilumina desde arriba, como a un coloso, y le señala el camino de la gloria. Siente que la excitación recorre su espalda, esquirlas que punzan su médula.

Sube al cuadrilátero con gesto de fiera, es parte de la liturgia. Salta, golpea sus guantes, levanta los brazos. Saluda a la multitud, que le responde con un rugido informe. Busca el asiento en la fila tres. Combate tras combate ha mandado una invitación para la misma localidad. Siempre con el mismo mensaje: ‘No sé porqué lo hice. Perdóname. Ya nunca siento ese frío’.

El asiento siempre ha quedado vacío, pero esta noche, ella está allí. Se permite una sonrisa franca al verla. Tensa todo su fibroso cuerpo para la pelea, toca acabar con su adversario.


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