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Independizarse (Carlos Candel)

Categoría: La caja negra

–Mamá, quiero independizarme -dijo en mitad del desayuno.

La pantalla rabiosa escupía anuncios sin parar. La madre trató de esconder su malestar.

–¿No te parece bien?

–No, hijo, no. Es simplemente que… quizás no sea el mejor momento, no sé.

–Ummm, no entiendo por qué dices eso. Acabo de cumplir los treinta, he conseguido un empleo con un salario medio decente… Es ahora o nunca, ¿no te parece?

“¡Compra ahora! Sin plazos, sin garantías. ¡Nuevo!”

La madre echó un vistazo a su alrededor, como calculando.

–No sé, puede que podamos completar tu ofrenda en un año, más o menos… ¿por qué no te esperas un poco? Con un par de compras más, podríamos solucionarlo…

–¿Es eso? ¡No me lo puedo creer, mamá! ¿Qué más da la ofrenda? Te estoy hablando de independizarme.

“¡No pierdas el tiempo reparando objetos pasados de moda! ¡Sólo conseguirás aplazar el problema! ¡Cómprate uno nuevo! Reutilizar es de pobres…”

La pantalla seguía ladrando sin parar, lo que aumentaba la tensión entre madre e hijo, sin que ellos cayeran en la cuenta.

–Pero, hijo, ¿cómo vas a independizarte si no? ¿Dónde vas a vivir? Tu padre y yo construimos esta casa con la ofrenda que nos dieron tus abuelos. Sin ellos no habría sido posible. Y nos hemos pasado toda la vida trabajando para conseguir aumentarla para ti ¿es que no lo entiendes?

El muchacho se retorció en el sofá. Estaba visiblemente molesto.

–Mamá, todo esto no es más que chatarra -dijo señalando con sus brazos abiertos todo cuanto les rodeaba-. Podría… no sé, construirla con ladrillos y cemento, como se hacía antes.

Televisores viejos unos sobre otros formaban una de las paredes del salón. Móviles viejos, teclados en desuso, tabletas rajadas, altavoces agrietados, ventiladores atascados, radiocasettes, discman, tostadoras ennegrecidas… completaban los huecos del muro. La encimera de la cocina estaba apoyada en varias lavadoras y lavavajillas inservibles, salvo uno que acababan de comprar hacía tan sólo un mes. Podía distinguirse gracias a su porte brillante. Y lo mismo sucedía con la pared de la cocina hecha con al menos ocho neveras viejas. Se podía adivinar cuál era la nueva por los rasguños.

“¡Recicla! El planeta necesita de tu ayuda. Tus desechos son su tumba, pero puedes convertirlos en oro, así que no olvides reciclar cada gramo de aquello que ya no necesites… ¡Recicla!”

– ¡Pero hijo! ¿Cómo dices esas cosas? ¡Tu padre construyó esta casa con sus propias manos gracias a los objetos que los abuelos almacenaron en su casa y que nos dieron! ¡Aún puedes contemplar la chapa de su décimo coche ahí arriba, en el tejado! Hay que darle una manita de pintura, porque está un poco oxidada, ¡pero aún nos protege de la lluvia! ¡Tienes que aceptar nuestras ofrendas!


¡Feliz 1985! (Carlos Candel)

Categoría: La caja negra

Lo que sucedió en la Nochevieja de 1985 pudo habernos cambiado la vida a mí y a mí familia. Y digo pudo porque aún hoy, 35 años después, sigue ocasionando en mi memoria una extraña sensación mezcla de frustración e insatisfacción, solo comparable a comprobar que el décimo de lotería que compraste en el bar en el que tomas café coincide a la perfección con el gordo de Navidad, salvo por la última cifra.

Aquella noche yo tenía ocho años recién cumplidos. Mamá se encontraba ultimando detalles en la cocina y papá no paraba de deambular de acá para allá colocando una mesa que transformaba el paisaje familiar apenas unas horas al año. De repente, el amplio salón que mis progenitores guardaban con escrupuloso celo solo para visitas especiales el resto del año, se desnudaba ante nosotros como una realidad incuestionable: era tan pequeño que al poner la mesa del comedor en el centro ya casi no había espacio para pasar por detrás de las sillas. En un rato estaríamos saboreando los suculentos manjares que invadían nuestros paladares como si fueran un año bisiesto, solo en contadas y programadas ocasiones.

Mi hermano mayor abandonó el cuarto de baño, bien perfumado, y puso la televisión con prisa, como si el hecho de hacer las cosas más rápido pudiera adelantar el tiempo y terminar así de una vez con un ritual que había empezado a detestar y que sólo era para él un tedioso previo a la verdadera fiesta: salir con los amigos a emborracharse toda noche para empezar el año con la escasa seriedad y falta de equilibrio que se merecía. Al fin y al cabo, cada año se sucedía como en un alambre en mitad de la nada, a punto de derramarnos sobre el suelo del mundo, tal y como anunciaría la televisión unos segundos después en un extraño mensaje que poco se parecería al tradicional discurso del rey, por entonces, pre-emérito.

-¡Mamá! ¡Papá! -escuché gritar a mi hermano desde el mismo sofá en el que me escondía tras un tebeo para no afrontar mi responsabilidad de intendencia en el apoyo familiar- ¡Mirad esto! ¡Rápido!

No pude evitar levantar la cabeza y salir de mi escondite, al tiempo que mis padres acudían con desgana a la llamada.

-¿Qué pasa, hijo? Espero que sea importante, que tengo muchas cosas que hacer aún -rezongó mamá.

En la televisión aparecían cuatro personas en primer plano. Como ya he mencionado, no era el rey, ni los presentadores de las campanadas, ni siquiera los cómicos que nos hacían despedir el año entre risas. Las personas que había en la pantalla me resultaban tan familiares como los protagonistas de cualquiera de mis películas favoritas. Pero no, no era ninguno de ellos.

-¿Hola? ¿Se me escucha? -repetía una y otra vez uno de ellos, el más centrado- ¿Me veis? No sé qué pasa con esto, no funciona bien… Salimos nosotros…

Había dos personas delante, sentadas, con aspecto de tener alrededor de setenta años, que miraban de una forma extraña, distinta a los presentadores del telediario. Aquellas personas parecían mirarnos a nosotros, aunque con cierta curiosidad.

-Papá… es que no has encendido la cámara -decía uno de los hombres que se situaban inmediatamente detrás-. Nos ven, pero nosotros a ellos no.

Al ver su rostro sentí un escalofrío sobrecogedor. Aquel hombre era exactamente igual a mi hermano, sólo que con más arrugas, más grasa y menos pelo. Y el otro… el otro se parecía a…

-¡Que sí! Que le he dado al botón éste… ¡Que estamos ahí! ¿No lo ves?

La primera que empezó a comprender lo que estaba sucediendo fue mi madre que, al contemplar a la mujer que se mantenía sentada en silencio al lado del anciano se pensó reflejada en un espejo. Un espejo que devuelve una imagen con vida propia, distinta a la original, más madura, más capaz de tomar decisiones. De repente, empezó a sentirse mareada y necesitó tomar asiento. Todos la ayudamos a recomponerse.

-¿Pero me oís o no? -sonaba por detrás.

Tampoco querría extenderme mucho en este punto, ya podréis imaginaros el shock que sufrimos, pero salvado el momento de desconcierto comprendimos lo que estaba sucediendo ante nosotros. La cosa es que aquellas personas que aparecían en televisión en un nuevo y moderno canal desconocido para nosotros por entonces éramos nosotros mismos, sólo que 35 años más tarde, es decir, en el año 2020. Cuando ellos, a su vez, descifraron lo que estaba ocurriendo, nos contaron que en su época, el futuro, los teléfonos tendrían incorporada una televisión con la que ver a las personas con las que hablaras. ¡Qué locura!

-Y no es que celebremos las Navidades así, por videoconferencia -aclaró el más mayor de todos-, eso no es lo normal.

Entonces nos contaron algo inverosímil: estaban sufriendo una pandemia.

-¿No sabéis lo que es una pandemia? -preguntó la anciana, es decir, mi mamá- Es normal, yo tampoco lo sabía hasta ahora.

Tras la explicación pertinente profundizaron un poco en la situación que estaban viviendo.

-¡No sabéis qué situación se ha provocado! A todos lados tenemos que ir con mascarilla, guardando distancias de seguridad, y eso de darnos besos y abrazos… ¡ni en broma! ¡Pero si hemos estado varios meses sin poder vernos con otros familiares! ¡Y lo que nos queda aún! Hasta que salga la vacuna nanai. Dicen que ya casi está lista, pero también que puede convertirte en un robot o no sé qué…

-¡No les digas eso, papá, que es un bulo!

-Sí, sí, bulo, ya verás… Yo me la pondré porque me quedan dos telediarios, pero si yo fuera vosotros… -negó con la cabeza para después volver a dirigirse a nosotros- ¡Y nos os podéis ni imaginar las colas que tenemos que aguantar para comprar, que parece que estemos en época de racionamiento! Y lo de las vacaciones, iros olvidando de ellas, no se puede salir de Madrid -parecía casi estar disfrutando dándonos el parte de lo que nos esperaba vivir, como si alcanzara cierto consuelo sabiendo que nosotros aún tendríamos que pasar por lo mismo que él.

Mis padres, mi hermano y yo, los de 1985, escuchábamos absortos aquella increíble conversación de nuestros yoes del futuro, que aún duró un rato más. Lo que nos decían sonaba bastante aterrador. La primera víctima joven de las medidas de seguridad implantadas a causa del virus en el año 2020 fue mi hermano de 1985, que esa noche terminó por quedarse en casa y no emborracharse con sus amigos, con tal de terminar de escuchar aquel relato de ciencia ficción. Aquella noche nos sentimos como los vecinos de Nueva Jersey escuchando en la radio a Orson Wells narrar “La guerra de los mundos”, sólo que esta historia era de verdad. Cuando nos despedimos no supimos muy bien qué decir, pero aquella noche ninguno de nosotros durmió.

-Bueno, nos tenemos que despedir, que el cacharro éste dice que ya se han acabado los 40 minutos gratuitos… ¡Disfrutad de la vida vosotros que podéis! ¡No lo olvidéis!

A la mañana siguiente, durante el desayuno, nos limitamos a ingerir un café como almas en pena. La llamada del futuro aún perduraba en nuestras mentes.

-Tenemos que hacer algo -dijo al fin papá.

Y tras ello, reveló toda una serie de planes y propuestas para que, llegado el momento, no sufriéramos la separación y el dolor que a todas luces iba a provocar el virus. Al menos nos quedaba el consuelo de que ninguno de nosotros íbamos a morir en esa ocasión, de lo contrario no nos mostraríamos en pantalla en el 2020. Pero papá se había pasado la noche en vela ideando estrategias que más bien parecían huidas.

-Tenemos que ahorrar y comprarnos una casa lo más lejos posible, apartada de todo y de todos. Plantar nuestros alimentos para no depender de nadie. Excavaremos un pozo para el agua y llenaré la casa de baterías para la luz. Pero tenemos que hacerlo antes de que suceda lo de la pandemia esa. Aún tenemos 35 años para ello. Pero no podemos contarle a nadie lo sucedido. Nos tomarían por locos.

Aquella misma mañana, delante de un vaso de café ya frío, todos acordamos encaminar nuestras vidas y nuestros esfuerzos hacia el horizonte común que papá había dibujado para todos. Y así lo hicimos, al menos durante los primeros años. Pero lo cierto es que, tal vez por cobardía, miedo o comodidad, nunca logramos traspasar la barrera de los sueños. Con el tiempo tendimos a pensar que algo nos había sentado mal aquella noche, que aquella visión era producto de una alucinación colectiva o de unas uvas pasadas. Y en poco más de un año terminamos por no volver a hablar de ello. Hicimos como si no hubiera sucedido. Nada en nosotros, salvo los nervios que atormentaban a papá cada Nochevieja frente al televisor antes de la cena, hacía sospechar que un día, aquel aparato nos había conectado con el futuro y nos había alertado de los riesgos a los que estaríamos sometidos en unos años.

Hoy, 35 años después, preparamos la cena de Nochevieja, otra vez. Nadie dice nada, pero no hemos sido capaces de cocinar nada. Deambulamos por la casa nerviosos, como quien espera una visita importante. La mesa está vacía, en el mismo salón de entonces. Por alguna extraña razón, ni mi hermano ni yo hemos sido capaces de independizarnos. Todos en esta casa tenemos la misma idea en la cabeza, que nos ha perseguido durante años. Esta noche veremos a nuestros yoes de hace 35 años. Todo ha sucedido como decían. La pandemia, el confinamiento, las medidas, los móviles y las videollamadas…

-¿Qué vamos a decirles? -explota mamá al final.

Somos conscientes de que nada de lo que nos dijeron sirvió para nada, que no hemos sido capaces de transformar nuestras vidas. De alguna forma, sentimos que les hemos fallado. De manera que… ¿qué podríamos decirles? Pues exactamente lo mismo que ellos nos dijeron a nosotros.

-Puede que esta vez sean capaces de hacer algo -dice mi hermano sin demasiado optimismo en su voz.

Asentimos, aunque no muy convencidos. Hablará papá, como sucedió entonces. Él será el encargado de establecer la conexión.

-¿Y a quién llamo? -pregunta nervioso.

Somos conscientes de que no tiene ni idea de manejar la situación. Los móviles no son lo suyo. Yo mismo he organizado la reunión en la aplicación con la tía Mari. Le he dicho que se conecte antes de la cena, sobre las nueve.

-Pincha aquí, papá -le señalo un botón digital de color azul en la pantalla, sin poder evitar que me tiemble el dedo.

La imagen parpadea. Niebla como la que se apoderaba de los televisores en aquella época. Está funcionando. ¡Vamos a verles!

-¿Hola? ¿Se me escucha? -pregunta papá. No está haciendo el papel, le sale de forma natural.

Al otro lado la imagen cobra nitidez. Pero esta vez no hay cuatro personas, como esperábamos. Sólo hay dos hombres. Sus rostros desprenden aún más pesimismo que los nuestros, ellos no fingen. En seguida los reconocemos. Somos mi hermano y yo, pero mucho más mayores. Unos setenta años o más. Me tranquiliza ver que llegaré a viejo.

-Sí, os escuchamos perfectamente, querida familia.

Un brillo de ilusión les conmueve al ver a mis padres frente a la pantalla. Papá y mamá aún no han asumido la sorpresa. Les está costando comprender lo que sucede.

-Escuchad, sabemos que el mensaje que os dimos hace 35 años no sirvió de nada.

Sus palabras nos avergüenzan.

-Pero no os lamentéis ahora, no es importante. Aún estáis a tiempo de cambiar las cosas. Nos ponemos en contacto con vosotros desde el 2050.

El que habla es mi hermano. Encadena las palabras con dificultad, emocionado. No están en casa. Tras ellos sólo hay oscuridad. Parecen nerviosos.

-El coronavirus no es nada en comparación con lo que está por llegar. Si las medidas de seguridad os parecen una putada, esperad unos años y veréis…

-¿Va a venir otro virus peor? ¡Lo sabía! -grita mamá entre atormentada y aliviada- ¡Por eso no estamos ahí! ¡Madre mía! ¡Lo sabía! ¡Lo sabía!

Mi hermano y yo, los del futuro, nos miramos.

-No, no es por otro virus, estate tranquila, mamá.

-Y entonces, ¿de qué estáis hablando?

-Del cambio climático.

En este momento papá se levanta con premura tirando a su paso la silla.

-¿Qué haces, papá? ¿Dónde vas? -pregunta mi hermano sorprendido por su violenta reacción.

-A subir la calefacción, que tengo frío…

Estamos a punto de estallar a reír o a llorar, no lo sabemos bien. ¿Cómo es posible que hable de contaminar más si nuestros yoes del futuro nos están alertando precisamente del cambio climático?

-…total… ¡para lo que me queda en este convento!


Aquí estamos… (Carlos Candel)

Categoría: La caja negra

– Sin orejas ni boca sólo puedes mirar. Aunque, bien pensado, tampoco nos sirve de mucho aquí.

– Claro, lo comprendo. Qué faena.

– Tampoco podemos tocarnos y no hablemos ya de besarnos o aplicar goces que impliquen un mayor rozamiento de nuestros cuerpos. Llevamos demasiado tiempo en esta situación, atrapados, sin poder movernos de aquí. Así que estamos muy cansados, nos gustaría volver a la normalidad, ver a nuestros familiares, reunirnos con nuestros amigos, disfrutar de alguna que otra fiestecilla en la que poder mover el esqueleto.

– Entonces, ¿estáis confinados?

– Bueno, es una manera de expresarlo. Estamos muertos.


La cita prohibida (Carlos Candel)

Categoría: La caja negra

Quedaron en un lugar oscuro, alejado de toda circulación. Un parque, entre unos arbustos, sobre la alfombra otoñal de fragmento olvidado y mal cuidado de césped, no era una opción válida. Llevaban siglos cerrados al tránsito, como urnas de Museo, escondiendo en su interior valiosos objetos inalcanzables y preciosos. La ciudad se había convertido en un coto privado para los policías de balcón, siempre alerta, buscando culpables, borrando cualquier vestigio de insubordinación. Los locales oscuros se habían transformado en trasteros, almacenes de dramas pasados y arañas. Se les había condenado al olvido. El interior de las casas era objeto de espionaje constante. Las cámaras de los móviles, televisores, ordenadores, alarmas, con sus radares antivirus, eran capaces de detectar el riesgo y la irresponsabilidad debajo de cualquier felpudo.

No quedaba otra que saltarse el toque de queda, desconfinar el miedo y salir a la calle. Aún a riesgo de ser capturados. Un joven o una joven, solos en mitad de la ciudad, eran, sin duda, sospechosos de algo. La juventud siempre lo era. Pero la razón que les movía era más fuerte que todo el miedo del mundo.

Alcanzó la calle más céntrica. Las farolas, cabizbajas, eran focos en plena noche. Se guardó de ellas. Igual que un caco a media noche, esos de los viejos cómics de la infancia, se deslizó furtivo a través de la oscuridad, cambiando antifaz por mascarilla. Algunas sirenas rompieron el mullido silencio de la noche, pero aún quedaban lejos de su lugar de encuentro. ¿Dónde esconderse cuando la ciudad es balcón y cámara? ¿Dónde cavar la trinchera para amarse con valor en mitad de la noche pandémica del mundo? Hasta ahora lo habían conseguido a distancia. La “generación online”, como se les llamaba, habían aprendido a vivir a través de la red. Estudiar a través de la red, trabajar a través de la red, colaborar a través de la red, jugar a través de la red, comunicarse a través de la red, follar a través de la red… ¡Maldita red que había conseguido enredarlo todo en sus redes!

El punto de encuentro no era más que un árbol. Uno viejo y abandonado en mitad de la ciudad que recordó mientras ella le preguntaba por un lugar apartado para verse a cara a cara por primera vez. El árbol de morera del que tantas veces arrancó hojas para sus gusanos, su pequeña granja de vida, ahora iba a servirle para cometer uno de los actos más subversivos que podían llevarse a cabo desde que el cronista Pedro Marín hubiera puesto en circulación sus estudios sobre la relación del contacto físico con la incidencia de transmisión del virus, posteriormente avalado también por el doctor Carlos Lapeña.

Ella ya había llegado. Estaba apoyada en el tronco, como una venus recién retratada. Y le esperaba a él. Al verlo llegar contuvo el deseo, pero no pudo evitar contraer cada uno de los músculos de su cuerpo. Iban a verse en persona por primera vez, algo que ya nadie hacía. Él se acercó y dejó que le inundara la sombra del árbol bajo la sombra de la noche bajo la sombra del momento de la historia más oscura. Triplemente ocultos. Ambos se aproximaron y se miraron fijamente. Temblaban. Los ojos parecían más grandes, quizás más comunicativos, capaces de entenderse entre ellos. Por eso supieron lo que no habían acordado, pero que ambos habían tenido en las cabezas desde que decidieron romper la cuarentena. Se retiraron las mascarillas y cometieron el delito más penado: un beso.


Cloaca de ballena (Carlos Candel)

Categoría: La caja negra

El interminable tubo transita implacable la oscuridad como moderno estómago de ballena. Contiene menos aire que humanidad. Se dirige al fin del día ensombrecido por la penumbra matinal. Las ventanas ofrecen un fantasmagórico espectáculo, la transición hacia la mañana, como un atajo hacia la tarde que nunca llega. Quién pudiera regresar a casa, ya. El vagón alberga una multitud somnolienta de cuerpos enmascarados apilada de pie. Les falta el aire, supuran cansancio en señal de protesta a través de sus axilas alzadas, a pesar de las horas, a pesar de la ducha y el café aguado de súper de extrarradio.

Cata observa las nubes teñidas de morado y piensa en subida de salarios que nunca llega. No vino a este país para vivir peor que en la aldeíta, pesebre de moscas. Un telón oscurece aún más la mañana. Acaban de llegar a la estación, tan tarde como de costumbre. El estómago de la ballena regurgita ansiedad y miedo. Cata sale a la vía, aún tiene que coger un autobús y caminar dos kilómetros antes de llegar a su destino. La señora se enfada si llega tarde. La mascarilla abriga, pero no da de comer.

El interior del vehículo parece la entraña de otro animal herido y la pesadumbre diaria es su alimento. Se tapan la boca, no por no hablar, sino por costumbre. El virus mata, pero la bilis almacenada en las tripas en los días del miedo no se silencia con telas, sólo se enmascara, y no tardará en traspasar el umbral de los colmillos. Cata lo sabe, siente su amargor en las manos, repletas de costras a causa del desinfectante y la lejía, a pesar de los guantes. La señora cree poder controlar la enfermedad y la suciedad en su casa a costa de la piel de las manos de Cata. Es el precio de vivir en el sur. De pronto ve un autobús en sentido contrario. Su mirada se cruza un instante entre las cabezas de los pasajeros con la del conductor. Va vacío a esas horas. La homeostasis de la ciudad se produce sólo en una dirección en función de las horas. Cata se siente sangre fresca en tránsito al corazón. A la vuelta, ese cuerpecillo desvalido suyo requerirá diálisis. La manilla de su reloj parece hecha de plumas. Llegará tarde y puede que se lo descuenten del sueldo. Ya puede despedirse Mario, su hijo, del móvil. Tendrá que esperar al próximo mes. Pero no se lo dirá hasta el sábado, que es cuando le ve. Se marcha de casa antes de que se levante y, cuando regresa, ya se ha encerrado en su cuarto hasta el día siguiente. Últimamente ha engordado. Puede que haya dejado de ir al instituto. En cuanto llegue a la casa, le llamará para despertarlo.

Consigue emerger de la bestia cinco minutos antes de su hora. Si se apura, en diez o quince a lo sumo estará en la casa. Puede que no la regañen mucho. El sol aún no ha salido, pero la claridad ya ha empezado a desvelar la longitud de las sombras. Cata las teme como a nada en este mundo. Ella apenas proyecta sus rencores, pero una ligera mancha asoma ahí abajo a sus pies como un retazo de rebeldía incontenible.

La señora tiene prisa, hoy le toca visita a la madre aparcada en la residencia, por lo que posterga la bronca para más tarde con un “ya hablaremos” y un gesto de garra, como quien arroja el anzuelo a un río repleto de peces. El dolor está al acecho bajo la superficie del poder que le confiere su posición social. Ni siquiera se molesta en ponerse la mascarilla, aunque a la empleada la obliga, se le presupone la convivencia con personas de riesgo.

En la televisión las noticias escupen la verdad: “los barrios del sur se han relajado y los contagios han aumentado en estas zonas…”. El virus no se transmite por el aire, piensa Cata, sino por la pobreza, mientras se desviste en el cuartito de cambio. De repente, surge un estornudo que no puede contener y su estrépido tiene cierto rumor de daga. Cae en la cuenta de que esta mañana, en el vagón, sintió más calor que de costumbre. Y que, al levantarse, lo hizo un poco más fatigada de lo habitual.

Entonces, coge fuerzas y se dispone a comenzar su tarea. Descansar no es una opción. Observa la enorme estancia que le espera, burlona, a sabiendas de que hoy será un día más duro de lo habitual. El techo parece más amenazante y cercano que nunca, se vislumbra el derrumbe. Pero no pasa nada, los de los barrios del sur están acostumbrados a los ácidos del estómago de la ballena. Sonríe y se plancha el vestido con las manos. Acto seguido agarra el plumero con una mano y se lleva la otra a la cara buscando una goma detrás de la oreja. Busca la vajilla de plata en la vitrina de cristal, que le dedica un destello para reclamar su atención mientras queda a la espera. “Hoy trabajaré sin mascarilla”, se dice a sí misma y estornuda estrepitósamente. Ni siquiera se toma la molestia de cubrirse la boca con el codo. La tele tiene razón, los pobres siempre han sido unos irresponsables.

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Cachivaches I: Selectómetro (Carlos Candel)

Categoría: La caja negra

El presente artefacto fue utilizado durante los primeros años del siglo pasado como medio de investigación de calidad para determinar la personalidad, gustos e intereses de los ratones de laboratorio mediante un sencillo sistema de pregunta-respuesta por estímulos asociados. A los ratones se les ofrecían tres opciones diferentes, fundamentalmente vinculadas a la alimentación, introducidas previamente en cada una de las tres ventanas. Las distintas opciones eran el resultado de una pregunta que los investigadores lanzaban a los ratones de manera simbólica. El ratón seleccionaba su preferencia, ‘A’, ‘B’ o ‘C’, introduciéndose a través de la ventana correspondiente y la válvula escaneadora situada justo encima determinaba en cuestión de un segundo si dicha decisión respondía, en efecto, al deseo e intereses del pequeño animal. Acto seguido, una pequeña luz instalada encima de la ventana ofrecía en color rojo un negativo o en verde el positivo.

A partir de este momento el artefacto emanaba a través de un agujero un diagnóstico en forma de voz masculina: “¡El sujeto desea compañía!”, “¡El sujeto prefiere la comida dulce!”, “¡El sujeto aspira a ser famoso!”, “¡El sujeto no sabe lo que quiere!”…

En algunos casos, cuando la luz indicadora ofrecía un rojo, la máquina devolvía en un cajetín instalado en el lateral derecho una medicina autorreguladora en forma de cápsula. Dicho medicamento se le ofrecía a los animales confusos, con dificultades para decidir o cuyas selecciones iban en contra de su propio beneficio. Una vez hubo un ratón que prefería comer matarratas a un pedazo de queso. Hay que tener en cuenta que en los experimentos para los que eran requeridos estos animales era fundamental su salud mental y que las capacidades de decisión no estuvieran anuladas de alguna forma.

Sólo en contadas ocasiones, en las que un individuo, tras haber sido tratado en varias ocasiones con la medicina autorreguladora y no habiendo obtenido resultados favorables, se utilizaba la manivela correctora, que ponía en funcionamiento una serie de cuchillas trituradoras en el interior de la ventana para acabar con la vida del indeseable animalito, al que se consideraba defectuoso o desechable, sin dolor o al menos lo más rápidamente posible.

Evidentemente, este método de investigación fue denunciado por multitud de asociaciones animalistas y fue retirado de los procesos de calidad de los laboratorios.

Sin embargo, hace poco menos de un par de años, un pequeño grupo de investigadores politólogos determinaron que este sencillo sistema bien podría valer para determinar la coherencia o incoherencia con la que las personas afrontan sus propias decisiones, y en este sentido, la máquina podría ser muy valiosa para analizar si las decisiones que tomamos las personas están contaminadas por otros factores que podrían incluso llegar a perjudicarnos.

En este sentido, realizaron un pequeño experimento inicial en el que tomaron como punto de partida una muestra inicial de 500 personas. En el experimento se simulaba un reféndum sobre la monarquía, en el que se ofrecían las siguientes respuestas:

A) Me considero monárquico/a.

B) Me considero republicano/as.

C) No soy ni monárquico/a ni republicano/a.

En este caso, las personas únicamente debían introducir el índice derecho para que las válvulas escanearan la preferencia.

Los resultados del experimento resultaron inquietantes:

  • Un 25 % de los encuestados respondieron A, un 25 % B y el 50 % restante C.
  • En el caso de los participantes que respondieron A, un 90 % de estos recibieron un indicador luminoso de color verde y el 10 % rojo. El diagnóstico fue, en términos generales, común: “Necesita decidir”.
  • El 80 % de los que seleccionaron la ventana B recibieron un indicador luminoso de color rojo y el 20 % restante verde. En esta ocasión, los diagnósticos más relevantes fueron el siguiente: “Al sujeto le cuesta comprender la pregunta” o “Le resulta difícil ceder” y en algunos casos, sobre todo los relacionados con el 20 %, “No le gusta tomar decisiones”.
  • En ambas situaciones la máquina ofreció una pastilla autorreguladora que recondujo la respuesta en el 69 % de los casos hacia la A en un segundo intento y en un 30 % al tercero. Con el 1 % restante, con los que no parecía funcionar la medicación autorreguladora, se desestimó la posibilidad de usar la manivela correctora, como es lógico, y se consideró que los participantes mostraban un alto nivel de contaminación externa, perfectamente desestimable para la muestra.
  • Sin embargo, en el caso de los que seleccionaron la ventana C, en el 100 % el indicador luminoso no ofreció ningún color y del agujero de diagnóstico surgió una voz que decía: ¡¿Por qué no te callas?! Tampoco se generó medicina autorreguladora alguna. En su lugar, un diminuto hilillo de humo que terminaba ennegreciendo la pared del lateral derecho de la máquina.

Con el último de los sujetos encuestados la máquina sufrió un cortocircuito que terminó por romper el cable de corriente y dejar el Selectómetro completamente inservible.


El mar (Carlos Candel)

Categoría: La caja negra

Me sumerjo en el plácido azul del océano. Es relajante y, al mismo tiempo, inquieta. El perfil del horizonte se desdibuja allí donde se toca con el cielo. Un velero navega al fondo. Mis pies desnudos prácticamente lo tocan desde la distancia. Casí puedo oler las brasas ardiendo a tan sólo unas decenas de metros, en la barca del chiringuito. Una bebida bien fresquita y el sabor salado de las sardinas invadiendo mi paladar. El sol calienta tanto la arena que invita a taparla y darle un respiro con la toalla. Por suerte, la sombrilla me protege de la flama.
“¡Qué bien se está de vacaciones! ¡Qué maravilla poder disfrutar del mar!”, me digo a mi mismo mientras cierro la fotografía que la aplicación de imágenes me invita a rememorar de las vacaciones del año pasado.

Y cambio fotografía por ventana, playa por ciudad, vacaciones por… esto.


Remdestribuir, la solución a nuestros problemas (Carlos Candel)

Categoría: Noticias Falsas

Un numeroso grupo de multimillonarios dicen haber dado con el método eficaz para luchar contra el Coronavirus. Han creado una plataforma a nivel mundial que han llamado “Remdestribuir”, con la que aseguran que acabarán con ésta y cualquier otra pandemia que nos amenace en el futuro. “La pandemia nos ha hecho comprender que somos seres ecodependientes y que para mirar al futuro cercano sin miedo lo primero que debemos hacer es proteger nuestro medio ambiente”, aseguran. Y para ello, la solución que plantea esta organización de multimillonarios, que cada vez es se va haciendo más grande, es donar gran parte de sus riquezas para la creación de un Estado Global que distribuya el dinero de forma equitativa en todas y cada una de las poblaciones del mundo.

No se trata de un plan sencillo. De hecho, para elaborar el Plan de “Remdestribuir” ha intervenido un numeroso grupo de personalidades del mundo de la ciencia, expertas en ámbitos como las matemáticas, la física, la zoología, la medicina… y también en disciplinas como la educación, la psicología, la geriatría… Incluso se ha diseñado un complejo algoritmo que determina la aportación necesaria de cada una de estas personas ricas al proyecto en función de sus riquezas.

Nosotros ya tenemos todo lo que necesitamos…”, asegura su portavoz que prefiere seguir en el anonimato para no dar publicidad a sus conocidas marcas, “…es el momento de hacer algo por nuestra sociedad, de entender que las empresas no están para ganar dinero, sino para mejorar el mundo que nos rodea. Y, al fin y al cabo, buena parte del dinero que hemos ganado, ha sido gracias al sudor de mucha gente, ¿cómo no vamos a colaborar en estos tiempos?”, finaliza.

El Plan de “Remdestribuir” tiene un poderoso objetivo, que es poner sus riquezas al servicio de la gente para reforzar los sistemas públicos, de manera que durante el año 2021, se paralice la producción mundial. “Queremos pararnos a pensar, con calma, cómo hacer para transformar nuestro modelo de producción, y sabemos que el dinero que hemos acumulado puede hacer que la población mundial se vuelque en la búsqueda de soluciones. Es ahora o nunca. Estamos convencidos de que en un año seremos capaces de encontrar las fórmulas para reinventarnos y luchar juntos contra una de las amenazas más graves a las que nos vamos a enfrentar, de mucha más envergadura que el coronavirus, que además está vinculada: la crisis climática.”

La noticia ha sido muy bien acogida por la mayor parte de los Estados, que han decidido ponerse a trabajar codo con codo para diseñar estrategias coordinadas de cara a mejorar el futuro de cada uno de los habitantes de nuestro planeta. “Esto probablemente nos lleve a reducir la pobreza en el mundo…”, comunican desde la co-presidencia de una comisión mundial que se ha puesto en marcha desde el primer minuto. “Los cálculos indican que podemos reforzar los sistemas públicos para garantizar el bienestar de todas y cada una de las personas que formamos este mundo. A cambio, sólo les pedimos que busquen soluciones, nada más”.

Esperemos que todo esto sea cierto.


Con(Fin)ados (Carlos Candel)

Primero decretaron el estado de alarma.

No nos asustamos.

Más tarde, recomendaron que trabajáramos desde casa.

Dejamos de contaminar.

A la semana siguiente ordenaron el confinamiento provisional de unos pocos.

Nos quedamos en nuestras casas, tranquilos, con nuestras familias, y empezamos a disfrutar de pequeños detalles de los que antes no éramos conscientes.

Dejamos de ver a nuestros amigos.

Aprendimos a hacer videoconferencias.

Unos días después, nos dijeron que saliéramos solo para hacer la compra, de uno en uno.

Hicimos la compra a nuestros mayores.

Nos impidieron visitar a nuestros enfermos, aún en sus últimos momentos.

Estuvimos más cerca que nunca de ellos.

Después declararon el fin de cualquier actividad que no fuera esencial.

Resistimos.

Cada día era más difícil encontrar productos en el supermercado.

Empezamos a cultivarlos en nuestra propias casas.

Cerraron la ciudad para que nadie entrara o saliera.

Salimos a los balcones. Hablamos con los vecinos. Compartimos lo que teníamos, sobre todo los miedos.

Detuvieron a mucha gente por no cumplir las normas, lo dijeron los telediarios. Así que no salimos.

Enfermamos, y algunos lo superamos. No nos abrazamos, pero lloramos.

Nos dijeron que podíamos salir, que era el momento de ir a trabajar, de reanimar al moribundo motor de la economía…

Nos quedamos en casa. Ya nadie lo necesitaba.


Volver a la normalidad (Carlos Candel)

El mensajero llamó a la puerta. Le traía un móvil que había pedido por Internet. Uno de alta gama que acababa de salir. Una edición exorbitante edición especial que costaba seiscientos euros los dos primeros días y sólo a través de la web en la que lo había comprado. Una hora después de hacerlo se agotaron. Tenía tantas ganas de recibirlo, tras tantas semanas de confinamiento, que cuando sonó el timbre le asaltó la emoción que llevaba tanto tiempo contenida.

-Aquí tiene su paquete -le dijo en mensajero, tras la máscara y con las manos enguantadas.

Tras la crisis se habían mantenido algunas costumbres escrupulosamente. Con el paquete le entregó también la factura. ¡5400 euros!

-¿Cómo? -preguntó indignado-¡Esto debe ser un error! Esta factura no está bien.

-A ver, déjeme comprobarlo -respondió amablemente el mensajero-. Sí, es correcta, caballero.

-¿Pero cómo puede ser eso? En la web ponía que el móvil costaba solo seiscientos euros.

-Y así es, como podrá ver usted mismo en el desglose. El resto son los impuestos que legalizaron los países al salir de la crisis. Todo el mundo estaba de acuerdo en que debíamos aprender algo de todo esto, ¿no es cierto?

El hombre, completamente perplejo, admitió con la cabeza. Le daba un poco de vergüenza decir que no.

-Sí…, es cierto, pero esto…

-Yo se lo explico, hombre. Mire, a los 600 euros del móvil, tiene que sumarle la tasa de contaminación, que en su caso verá que son 800 euros debido a los métodos utilizados por la extracción de los minerales de los que está hecho la placa base del móvil, 500 euros por la contaminación del aire derivada del transporte de mercancías por tierra y otros 600 por la contaminación del mar a causa del barco que lo trajo en un contenedor hasta el puerto, y por último, le tiene que sumar 500 € por la gestión de residuos plásticos que generará en aparato cuando lo tire; por otro lado, está la tasa anti-explotación, que viene desglosada en 600 euros por la explotación laboral de personas, previsible niños y niñas, en el tercer mundo, que fabrican los componentes del móvil. ¡Anda! ¡Y veo que incluye también el ensamblaje! Aquí ha tenido usted suerte, le han contado de menos. Y además, en este epígrafe le suman otros 300 euros por la explotación laboral de un mensajero en el primer mundo, es decir, yo. A esto le sumamos, para finalizar ya, la tasa en favor de la correcta globalización y la paz, que tendría 500 € por el tráfico ilegal de minerales, que ya sabe usted que los sacan las grandes empresas por la puerta de atrás de estos países, aprovechando que están en guerra y eso…, más 1000 euros por el fomento de las guerras en el mundo, por eso de que para que estén en guerra y poder quitarles las materias primas, hay que sobornar a los gobernantes y dotar al pueblo de armas, para que se maten, y según parece que ahí se va un buen pico. Y eso sin contar los costes sanitarios de los heridos y las funerarias, pero bueno, imagino que esto ya lo habrán contemplado de otra manera. En fin, si le suma usted los 600 euros del móvil, ya estaría, los 5400 euros, sin IVA, claro está.

El hombre se quedó estupefacto con la caja del móvil aún en la mano, a medio camino entre el repartidor y su casa.

-Pero esto… yo no quería que el mundo cambiara así… y, además, ¿qué tendrá que ver esto con el coronavirus?

-Hombre, caballero, ¿cómo cree usted que se transmite por todo el mundo? ¿Por ir en bici al trabajo, hablar con el vecino de balcón a balcón, comer verdurita fresca y comprar en la tienda de la esquina?

-Pues… no sé muy bien qué decirle… ¿y no podría devolverlo?

El mensajero sonrió.

-¿Cree usted en un mundo sin hambre, sin explotación laboral, sin contaminación, sin guerras?

-Hombre, pues yo… claro que me gustaría… pero yo sólo quería volver a la normalidad…

-¡Pues pague su puta compra y que tenga un buen día!


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