La nostalgia del silencio me invade, cuando el ruido del mundo me abruma, anhelo la paz que el silencio suma, y huyo de la bulla que no evade. En la calma del silencio me acomodo, y encuentro la serenidad que busco, olvido el estruendo que me turba, y en el silencio, mi alma se renueva. Mas el silencio también tiene su estrambote, un eco que retumba en mi interior, un grito que clama por ser oído. Así que abrazo al silencio y su alboroto, y aprendo a escuchar su dulce clamor, pues en el silencio, el alma encuentra su sentido. Silencio, callado y mudo, pero a veces más elocuente, cuando las palabras faltan, su presencia es suficiente. El silencio puede ser triste, o a veces muy reconfortante, cuando el ruido nos abruma, su paz es reparadora. Hay silencios que incomodan, y otros que nos hacen bien, depende de su contexto, el silencio es como un lienzo. Así que no subestimes, el poder del silencio, a veces es más sabio callar, y dejar hablar al tiempo.
Silencio, callado y mudo, pero a veces más elocuente, cuando las palabras faltan, su presencia es suficiente. El silencio puede ser triste, O a veces muy vivificante, cuando el ruido nos abruma, su paz es reconfortante. Hay silencios que incomodan, y otros que nos hacen bien, depende de su contexto, el silencio es como un lienzo. Así que no subestimes, el poder del silencio, a veces es más sabio callar, y dejar hablar al tiempo.
No sé por qué, aquel día cogí el viejo ejemplar de Le Petit Prince, una edición de 1970, para meterlo en el bolso. Presentía que aquella noche sería el comienzo de un aislamiento difícil de aceptar. La puerta que abría paso a la zona psiquiátrica del hospital de menores dejaba ver un pasillo muy iluminado y largo, muy largo. La enfermera nos condujo a una habitación donde solo había una cama, una mesilla, un aseo con mirilla y un armario cerrado con llave. Esa noche, como las siguientes, mi hija tendría que estar sola, privada del contacto exterior, y el interior vigilado. Los primeros minutos, los primeros pasos hacia el habitáculo, los primeros gritos y llantos iban siempre enmarcados por el ruido, el ruido de llaves que cerraban puertas, la del pasillo central, la de los armarios. Cualquier gesto cotidiano estaba prohibido, había que recuperar a las personas enfermas, tenían que acostumbrarse a la soledad, a escucharse en el silencio, a encontrarse de nuevo. Todo lo que supusiera gastar energías, estaba prohibido. Y, en aquella habitación, más ruido, el del llanto de mi hija. En el pasillo, el paso ligero de la enfermera al ritmo del tintineo de las llaves, llaves que cerraban puertas, el traqueteo de los carros con la medicación de los enfermos. Más ruido. El ruido de los gritos, de los llantos y de las llaves me golpeaba en la sien, no quería adaptarme al dolor, tenía que huir, pero no podía cargar con un cuerpo de 35 kilos. Fue cuando cogí el libro que por la mañana sin saber por qué había metido en mi bolso. Todo estaba prohibido, la lectura a la enferma también, pero había que huir. Entonces empecé a leer: “Cuando tenía 6 años, vi una vez una imagen magnífica…”. Sin permiso y contraviniendo las normas, mi voz se adentró en cada una de las habitaciones donde las puertas estaban abiertas, para apaciguar el desasosiego de aquellos cuerpos de hueso y piel. El susurro y las historias de El Principito lograron adormecer los gritos, los llantos y el tintineo de las llaves. Solo se escuchaba mi voz. “…lo esencial es invisible a los ojos” . Por un instante, el silencio consiguió amordazar al ruido. Dejé de leer. Entonces, otra voz quebró el silencio : “Elsa, dile a tu madre que siga leyendo”. Retomé la lectura para seguir huyendo.
Como todos, mi amigo Manolo tiene sus cosas, aunque su parienta dice que son “tontás”. Pero yo lo entiendo, es más, diría que sus rarezas son un estímulo para avivar nuestra larga amistad, al menos, y a ratos, nos sirven para conversar sobre cualquier tema que se preste a debate.
Les explico,
él vive en una permanente contradicción porque siempre está
cuestionando todo lo que acontece, y lo hace confrontando ideas,
sentimientos o cualquier novedad que surja. Seguramente su actitud de
contraponer todo lo que le rodea viene dada porque Manolo es un
fanático de la tercera ley de la dinámica, es decir, de las fuerzas
de acción-reacción, pero en tan amplio sentido que la aplica más
allá de la física. Por eso es un apasionado y vehemente seguidor de
las teorías del ying y el yang, tanto, que igualmente las adapta a
cualquier concepto que pueda discutirse. A veces es un rollo su
discurso porque lo cuestiona absolutamente todo pero otras, sin
embargo, nos sirven para elucubrar hasta límites insospechados,
especialmente cuando el tema es ambiguo o abstracto.
El otro día, tomando unas cervezas, le referí que, revisando mis viejos vinilos, me encontré un LP de los grandes éxitos de Simon&Garfunkel y le advierto que los dos tenemos una edad (y lo aclaro porque frente al reguetón y las pachangas habituales nos refugiamos en los clásicos de antes, aunque nos tilden de nostálgicos). Pues bien, le explicaba a Manolo que nunca me había percatado de la incoherencia del título de una de las canciones, refiriéndome a “Los sonidos del silencio”, y sabiendo de sus manías, le provoqué diciendo que qué significado tan absurdo y a partir de ese momento nos enredamos en un debate casi eterno, porque nos dieron las tantas.
Pero
mientras tanto, y entre trago y trago, le expuse a Manolo la falta de
lógica del título de esa balada, vamos, que cualquiera con dos
dedos de frente discurre con sentido común diciendo ¡qué sonido va
a tener el silencio!, pues ninguno; como el sabor del agua, son cosas
que las decimos sin pensar. Además, me animé a buscar en la red la
traducción del inglés para ver si me aclaraba algo y me encontré
con una letra bastante cursi, o al menos así me lo parece ahora.
Mi interés
no iba más allá de tratar sobre la importancia que tiene el
silencio en nuestra vida cotidiana y su necesidad, pues en algunos
momentos es imprescindible para relajarnos del continuo estrés.
Sin embargo,
el tiro me salió por la culata, porque Manolo, siempre con su
actitud discordante, empezó a contarme sus manías referentes al
ruido. Mira, me dijo, ya sabes que Julita (su mujer) no quiere hablar
al amanecer. Por eso la respeto, y ni abro la boca, oye, que a esas
horas está como ausente. Pero te confieso que me descoloca, porque
lo primero que hace al entrar en la cocina es poner la radio, supongo
que necesita ruido de fondo como el estribillo de una canción de
Miguel Ríos (sospecho que esa aclaración venía a cuento porque
empezamos hablando de música).
Pues bien, a
partir de la segunda cerveza Manolo entró en bucle y siguió
contándome sus pequeños conflictos maritales. ¡Y ya no te cuento
cuando se seca el pelo!, eso sí que me molesta, que se tira un rato
bien largo y ni siquiera puedo escuchar las noticias.
Después, y
sobre las pequeñas manías, me aclaró algo que ya suponía, porque
mi amigo, al amanecer, y mientras desarrolla las primeras tareas,
escucha dos emisoras de diferente ideología, una en el dormitorio y
otra en la cocina. Es evidente que lo hace para contrastar y ser fiel
a su eterna obsesión. Sin embargo, algo de razón lleva en su
explicación, porque la misma información adornada con matices
partidistas en los titulares puede parecerte totalmente opuesta. Así
pues, Manolo me confiesa que al cabo de unos minutos ya no necesita
ese ruido de las cuñas informativas que se repiten insistentemente
como un mantra de adoctrinamiento.
Para
banalizar un poco la conversación le cuento a Manolo que, sobre el
ruido, tengo alguna anécdota divertida, pero que encajaría más en
un programa de Iker Jiménez. Me refiero a que una de mis abuelas,
cuando era muy mayor, decía continuamente que oía a los músicos en
la esquina de su calle, y comentaba airada, ¡ya están ahí otra
vez!. Ella no sabía qué era aquel sonido que escuchaba porque, si
le preguntabas, ¿pero qué tocan, abuela?, decía, pues música (que
sería el anuncio de la música celestial, porque al poco tiempo
falleció).
Otra
pariente mía dice que le viene un ruido a la cabeza, y que a veces
el zumbido es tan grande como el de una olla a presión o una
cafetera, y tampoco ella sabe definirlo muy bien.
Deduzco que
al final va a tener razón mi amigo Manolo con sus teorías de
acción-reacción porque soportamos tanto ruido y de tantos tipos
durante nuestra existencia (Y aquí me sale otro estribillo de Sabina
<<mucho, mucho ruido, tanto y tanto ruido>>) que,
seguramente, eso que llamamos eternidad, cuando dejamos de existir,
el llamado descanso eterno, es un periodo repleto de silencio para
contrarrestar el desasosiego que nos ha provocado el atronador ruido
en nuestra vida.
Mientras tanto, y antes de que llegue ese inevitable final, disfrutemos del silencio elegido y sus bondades. Además, es importante, es conveniente, que sea administrado con generosidad, pues, como bien dice el dramaturgo Juan Mayorga en su discurso de ingreso en la RAE y que tituló SILENCIO <<El silencio nos es necesario, desde luego, para un acto fundamental de humanidad, escuchar las palabras de otros.>>
Utilizamos cookies para asegurar que damos la mejor experiencia al usuario en nuestra web. Si sigues utilizando este sitio asumiremos que estás de acuerdo.Vale