Quinquillero (Carlos Candel)

Quinquillero (Carlos Candel)

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Categoría: La caja negra

Quinqui, le llaman. Y suena a desprecio, como quien dice que vales menos que lo que nadie quiere. ¡Quinquillero, rey de la chatarra! Como un tintineo metálico constante en su cabeza. ¡Manos sucias, que te huele el aliento a alicate! Sube la cuesta a duras penas con el carro cargado y el cigarrillo constantemente encendido prendido al labio inferior, herrumbre en los dientes.

Rebusca en los contenedores, al pie de la basura, en el borde de la ciudad, a la orilla del mundo. Como una avispa, piensa. Todo el mundo le huye, todo el mundo le teme, pero nadie le mira a la cara. Anda, llévate eso, que se va a oxidar y me lo va a poner to perdío… Para eso sí que me quieren, ¿verdad? Anda, vente a recogé esta chatarra que pesa una jartá… Ahí sí que me buscan. ¡Carroñero! ¡Y a mucha honra! A ver, ¿qué haríais vosotros sin mí? ¡Pero si soy el rey del reciclado! Aquí no tiés na que arramplar, quinqui, arrastra tu culo lejos como el sucio sudor de tu frente desciende por tu fea cara, pero no te quiero vé cerca, ¡que me espanta la clientela! La quincalla no llora, la quincalla no protesta, la quincalla es muda, la quincalla es fría y dura. Es la ventaja. Joder, ¿otra vez por aquí, Quinquillero? Ya viniste la semana pasada, ¡no hay nada para ti! Y como una avispa vuela con su carro lejos, blandiendo insultos como aguijones afilándose al viento. Su vocabulario es también el sobrante, el que ha ido recogiendo del suelo cuando se cae de la boca de la gente, las palabras que nadie quiere. En la casa del juez recoge una báscula vieja. En la del panadero, un microhondas averiado. En la de la carnicera, cuchillos desgastados. Todo le sirve a quien ha acostumbrado a vivir con lo justo. ¿Na más me das eso, con to lo que pesa? Vaya, y luego soy yo el que arrampla. ¿Usté sabe lo que pagan por un kilo déso? ¡Casi me cuesta! Y dé gracia a que me lo llevo. En la casa del cirujano… en la casa del cirujano… ¡Vaya! Entre los restos de la poda… ¡No puede ser lo que veo! ¿Será el humo del cigarro? Sí… es lo que pienso… ¡Un bebé recién parío! Con sus uñitas recién forjadas y, en la mantita, la sombra, o más bien el positivo de ella, de un nombre. Al principio lo ha confundido con una estatua de metal, de esas que tienen los ricos. Esta carne no se paga. Hay que vé, qué cosas más raras tira la gente. ¿A ti tampoco te quieren? ¡Tan quitao hasta el nombre! El bebé hace un puchero, reclamando consuelo. Calla, calla, no te ponga así, donde caben siete, caben ocho. ¿Cómo te voy a dejá aquí? Los márgenes son muy duros. Te llamaré Quin.


Baratija (Carmen Paredes)

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Categoría: La caja negra

bañada de purpurina

en su falso brillo

encabeza la recua

y se pasea

con sonrisa triunfal

grita e insulsa

cuando el roce de la verdad

deja a la vista

su fondo gris y opaco

y en palabrería feriante

se vende a quien como ella

son quincalla


Bujería (Maite Martín-Camuñas)

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En un pequeño rincón de maravillas ocultas,
donde los sueños y el encanto se cruzan
se alza la quincalla, mágica y reluciente,
un mundo de bujería que siempre sorprende.

En sus estantes repletos de objetos diversos,
juegan los hilos de la fantasía sin vueltas,
llaveros danzando y dijes trastornados,
mientras las gemas y abalorios hacen ruido.
Collares y pulseras, pendientes y anillos,
en cascadas brillantes, como fuegos artificiales,
adornan nuestros cuerpos con su brillo radiante,
impregnado de magia nuestro caminar continuo.
En el mundo de la quincalla todo es permitido,
la imaginación vuela y no hay nada invisible,
las llaves maestras para abrir puertas secretas,
amuletos protectores para las almas danzantes.
La quincalla nos acoge en su abrazo suave,
nos invita a soñar, a creer en lo fabuloso,
pues en cada pequeño objeto cegador,
hay un mundo lleno de embeleso fascinante.


Metálica pesadilla (Carlos Lapeña)

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Pienso quincalla y veo general,

veo montón de insignificancias relucientes

y pesadas, veo un camino

de migas de pan hacia el abismo

regido por las leyes del imán

y el magnetismo.

Pienso quincalla y cada letra

se adhiere a la de al lado, a la de arriba,

a la de abajo, de detrás y de delante,

y se forma un amasijo

de metal, fragmentos, piezas,

pequeñas y brillantes

insignificancias

que elevan la basura a los altares

y dignifican

la sobra y el fragmento,

la joya,

baratija,

chatarra

mineral,

la masa fragmentaria de la tierra,

el duro componente

de un sueño pesado y movedizo.

Pienso quincalla y a sus órdenes,

mi general difunto y pútrido,

mi máquina oxidada,

mi caja de herramientas,

el yunque, la maza y el soplete,

la lima besadora de rebaba y ese polvo

que anida en los pulmones

y debajo de las uñas.

Pienso quincalla y me despierto

y la montaña ha crecido

y las partículas tiemblan

con un temblor vibrante e imperceptible

que me envuelve y endurece

y me convierte en eso

que fue quizá robot,

quizá electrodoméstico, medalla,

quizá solo desguace,

nacimiento.

Despertar.


Quincalla (Carlos Gamarra)

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Quincalla o pacotilla son palabras

que describen cosas pequeñas

que pueden ser muy diversas

llenas de color y gracia

.

Son objetos cotidianos

que nos alegran los ojos

con sus brillos y destellos

y sus formas tan distintas.

.

Puede ser un llavero

un anillo

o un colgante

donde relucen sin pudor.

.

Así entre baratijas

la quincalla es un poema vivo

de objetos brillantes

donde la magia florece.

.

En un rincón de la vida

donde el tiempo baila entre lunas

surge la historia de una baratija

tesoro modesto que el alma custodia

.

En cajas humildes su encanto resuena

pequeñas joyas sencillas

tesoros escondidos

guardan secretos todo el año

.

Así en la danza de lo trivial

la quincalla se alza victoriosa

Guardiana de memorias

en su simplicidad trae un gran decoro

.

Que en la trama de lo pequeño

siempre reside la belleza

y el encanto oculto

Oh quincalla eres vibrante


Reloj de arena (Ismael Sesma)

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Categoría: La caja negra

Quincalla otorga, decía Ezequiel a los parroquianos en cuanto había ocasión, mientras pesaba legumbre o bacalao y calculaba el precio de cabeza, con precisión de científico nuclear. Ezequiel era el tendero de mi calle. Ultramarinos y Coloniales, ponía en el toldo que desplegaba a medía mañana en cuanto el sol amenazaba con fundirle el cristal de su pequeño escaparate, en el que había un revoltijo de quincalla comestible, abigarrada, que solo una mirada atenta podía descomponer.

A Ezequiel le gustaba jugar con el lenguaje; cuando terminaba su jornada iba a La Alcazaba, el bar de mi calle, que de moruno solo tenía el nombre, pedía un vinandia y Ramón y Felipe, los camareros, le entendían sin dudar: un vino tinto de frasca, peleón, de a perra gorda, como decía mi abuelo, recordando sus tiempos mozos. Otros solo necesitaban hacer un gesto con la mano y la traducción también era instantánea: rellena el vaso.

Yo iba poco al bar, entonces no eran sitios ni para niños ni para mujeres; gichas o muetas de banderamen, en el lenguaje de Ezequiel. Cuando nos llevaban, tenía que compartir una Mirinda de naranja y unas patatas fritas con mis dos hermanos; aunque tocábamos a poco, aquello era una fiesta mayor. La única mujer que entraba sola era Reme, una vecina de al lado de mi casa. Ezequiel la llamaba la Mirinda. La llamaba así porque decía que era una estirada. Yo tardé tiempo en entenderlo porque en mi calle no había gente estirada, mas bien todo lo contrario, marchábamos todos contraídos por el frío y la pobreza. Reme tenía un hijo, Paquito, al que motejaban el quincallero. Paquito en realidad era un ratero de poca monta que hurtaba todo lo que se le ponía por medio y luego llevaba el producto a un perista de barrio bien, que le hacía precio de revoltillo. Cuando Paquito estaba en la cárcel, su madre nos decía que estaba de viaje.

Pocos años después, remodelaron el barrio y mi calle desapareció. Tiraron todas las casas, levantaron el adoquinado y durante unos meses solo quedó una montonera de escombros; quincalla de yeso, ladrillos e historias de todos nosotros. A la mayoría nos dieron pisos a estrenar unas calles mas allá; llegamos en tropel y durante unos meses fuimos los nuevos, aunque éramos indistinguibles del resto de vecinos de la barriada, ellos y nosotros la quincalla del escalafón social. La Alcazaba desapareció con la calle; en los nuevos bares no había tinto de frasca, mis padres nos ponían dos cocacolas y patatas fritas para los tres. Paquito subió varios escalones en el mundo del hampa y llevó a su madre a un barrio en el que Reme se pudo estirar; la única vez que volvió por el barrio Ezequiel dijo: por ahí viene la Marquesona. Luego llegaron noticias de que Paquito estuvo de viaje mucho tiempo. El nuevo local de Ezequiel ya tenía un escaparate digno de ese nombre, en el que había un sitio para cada producto; en el toldo solo ponía Ultramarinos y Ezequiel comenzó a hablar como un vendedor.



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