Y se sacudía la gente
y se alzaban los pueblos
y exhibían pancartas
denunciando excesos.
Ellas y ellos,
aunque apenas importa,
allí
descarnados los huesos,
ya no existen los sexos.
Se percataron de tantos letreros
que levantaban los vivos
con protestas, ajenas a los muertos.
Se reunieron en la plaza
de aquel cementerio
y pensaron
que aun entre los acabados,
las desigualdades
seguían con ellos.
Había mausoleos
criptas,
tumbas,
sepulcros
nichos y
huesas
donde compartían
su espacio de huesos
propios y ajenos.
Alzaron pancartas
en el cementerio con tibias y calaveras.
Quieren ser iguales
todos los muertos.
La convocatoria por redes había sido un completo éxito… Aun más, la organización casi sucumbe al éxito y estuvo a punto de ser desbordada por exceso de participantes interesadas en colaborar.
A la nave fueron llegando de todas partes personas de diferentes tendencias. Cada grupo llevaba su propio material, por si el de la organización resultaba insuficiente, pero todo parecía estar bien pensado y mejor calculado y no hizo falta utilizar nada propio.
Las
organizadoras explicaron el plan, distribuyeron las zonas y las
tareas, motivaron a las asistentes. Poco a poco, el trabajo fue dando
fruto y la pancarta cobró forma. Y fondo.
La
gran pancarta, la enorme pancarta, la mayor pancarta imaginable,
estuvo acabada en plazo.
De
la nave salió la muchedumbre en manifestación previa a la
manifestación, la pancarta desplegada, llevada en volandas por
decenas de voluntarias, brillaba con luz propia. Se entonaron los
primeros cánticos, se escucharon las primeras consignas, se corearon
las primeras proclamas, los balcones se abrieron a la curiosidad, las
calles se animaron con más participantes repentinamente
entusiasmadas.
Cuando
llegaron al lugar desde el que oficialmente debía partir la
manifestación, podía hablarse ya de éxito absoluto. La
convocatoria había conseguido reunir a miles, decenas de miles,
centenas de miles de personas de diferente ideología, con distintas
reivindicaciones, prioridades diversas.
Excepto
las fachas, que, por supuesto, negaban el derecho a manifestarse por
todo, o por nada, todos los sectores y todas las corrientes sintieron
la necesidad de formar parte de aquello. Los medios de comunicación
llevaron a cabo una cobertura exhaustiva y millones de personas
pudieron participar también del evento.
Fue emocionante, sin duda, admirar aquella marea humana casi infinita, cuya babel de gritos y cánticos ofrecía a los oídos y a los ojos algo armónico y vibrante, algo realmente poderoso. Fue inolvidable admirar a tantísimas personas diferentes, unidas tras la exclamación gigante de aquella descomunal pancarta en blanco.
Las pancartas se quejaban de dolor
entre liturgias de besos y sombras
A oscuras conocían las palabras
que aprendieron en la cárcel
Vivíamos siempre en estado de pancarta.
Había mensajes contra la corrupción
Algunos pedían justicia por las víctimas
No quiero pegar con mi tristeza a nadie
Pero es cierto no tenemos casi derecho a importunar:
la ley del fracaso no levanta la voz.
El claustro el atrio la fachada
se alzan en la noche fría
y duermen en el mural del universo
La pancarta es la única forma de expresión
que quieren dejar al pobre
Por eso conviene llevarla con el palo incorporado
– Fue una sorpresa para todos. De Rosa se sabían sus inclinaciones, pero a Luz se le había conocido algún noviete y lo cierto era que salía en pandilla, iba a la discoteca de la capital, … En fin, que todos pensábamos que le iban los chicos.
– Pero no fue así.
– Pues no, ya sabe el
refrán, ‘de este agua no beberé’.
Ni este cura no es mi
padre, recita para sí el periodista, que vuelve a la carga: – ¿Y
entonces apareció la pancarta?
– No, eso fue bastante
después. Según parece, Rosa se acercó a Luz a base de afecto,
simpatía y respeto, supongo -la mujer se detiene y el periodista
mantiene el silencio, sabe que suele ser incómodo para la gente y
les provoca a seguir hablando. No se equivoca -para el pueblo fue una
sorpresa, porque lo llevaron muy en secreto. Solo cuando resultó
evidente que eran pareja apareció la pancarta.
– ¿En el puente de la
autovía?
– Sí, en el desvío
hacia el pueblo. Dicen que la colocó Rosa en un momento de euforia,
después de empezar a salir y como agradecimiento a Luz. El caso es
que ahí siguen.
– Supongo que para el
pueblo sería una sorpresa.
– Claro, entonces todavía era raro, no existía eso del ‘gay friendly’ o como se diga; a mucha gente le pareció mal, pero la verdad es que en el pueblo las dos estaban muy bien consideradas. Y, ya ve, llegó otra pareja gay y otra y otra, hasta que han hecho famoso al pueblo.
– Y la pancarta terminó
en un museo.
– No es un museo, es como una sala de exposiciones, un ‘espacio de tolerancia’, lo llaman. Todo sea por el turismo, debieron de pensar entonces. Y, ya ve, hasta ahora.
– ¿Usted las conoce?
– ¿A Rosa y Luz? Claro,
como todo el mundo; hacen poca vida social, pero se las ve en la
tienda o paseando por la vega. Y no suelen faltar a ninguna boda gay
en el Ayuntamiento.
– Pero no dan
entrevistas.
– No, que yo sepa. Su casa es aquella del fondo de la calle, la que tiene la cerca pintada de verde. Pero tiene la entrada por el lateral, mejor de la vuelta a la plaza -señala-, llegará más directo.
– Me voy a acercar, a ver
si hay suerte. Muchas gracias por todo, señora.
Se despiden. Rosa se ríe de su pequeña maldad; el periodista tendrá que dar un rodeo que le va a permitir llegar a casa y avisar a Luz de que no abra. ‘Maldita pancarta’, piensa, ‘en qué hora se me ocurrió colgarla, al final vamos morir de éxito’.
Espero que disculpen el atrevimiento de nombrar así este escrito, pero es tan bonito y sugerente el titular que, a pesar de que otros encabezamientos serían más acordes con el tema, he renunciado a cambiarlo.
Este mes repito protagonista, y otra vez vuelvo a referir detalles sobre la personalidad de mi amigo Manolo, que es un fenómeno. Ni que decir tiene que él sigue con sus neuras y sus contradicciones, pero si algo tengo que reconocer de mi amigo es que es un tipo comprometido y reivindicativo, sobre todo defendiendo los derechos sociales y de cualquier materia que mejore la vida de la gente.
Cada
lunes le puedes ver megáfono en mano junto al grupo de jubilados que
se manifiestan en el bulevar. Unos días tienen más concurrencia que
otros, todo depende del tiempo que haga o del ánimo de la gente.
Pero ahí están, firmes e incombustibles, lanzando a los cuatro
vientos disertaciones repletas de sentido común, demandando mejores
prestaciones sociales y, sobre todo, reclamando una sanidad pública
de calidad que, tras la pandemia, ha quedado hecha unos zorros.
Manolo
y yo nos conocemos desde hace muchos años, tantos, que ahora hemos
celebrado el medio siglo que llegamos a esta ciudad. El otro día por
fin nos juntamos tranquilamente, ya que siempre andamos atareados, y
aunque nunca nos ha gustado regodearnos en el pasado y la nostalgia,
inevitablemente terminamos hablando de los acontecimientos que hemos
vivido juntos.
Si
mal no recuerdo, nuestro primer encuentro fue en aquel club
parroquial. Quién nos iba a decir que un grupo de jóvenes tutelados
por aquellos curas comprometidos con la clase trabajadora sería el
germen del tejido asociativo que ahora tiene la ciudad. En aquel
grupo había de todo, pero era tanta la ilusión y tanto por hacer,
que aparcábamos las diferencias para trabajar juntos.
Ahora,
cualquiera que conozca a Manolo se sorprendería de su pasado y su
trayectoria. Por eso, cuando lo recordamos, se sonríe; ¡menudo
recorrido!, de La Legión de María a la JOC y después, todo un
activismo político que muchos querrían para su currículo.
Pero
él es un tío estupendo y nunca se ha beneficiado de su compromiso,
que otros con dar dos carreras delante de los grises o posar en la
foto sujetando la pancarta en el momento adecuado, se forjaron una
fulgurante carrera política en los consistorios de la zona.
No,
Manolo sigue fiel a esa ideología de la que otros reniegan a las
primeras de cambio, y ojo, que de sectario no tiene nada porque
defiende y discute cualquier medida o idea a realizar.
Siempre
he admirado el atrevimiento de mi amigo porque yo siempre he sido más
cobardica, o como decimos en La Mancha, más “cagueta”.
Supongo que aquella manifestación donde había más guardias que
manifestantes me marcó. Que cuando intuía que me iban a pedir el
carnet me temblaban las piernas; él, aunque siempre con cabeza, sí
que era más lanzado.
¡Qué
tiempos aquellos!, me dice melancólico y suspirando. Manolo se
lamenta por el declive del llamado “cinturón rojo”
formado por los municipios del sur metropolitano y del que tanto se
vanagloriaban los partidos de izquierda. Yo le quito hierro a su
decepción y, bromeando, le respondo que se nos ha desteñido un poco
el color y ahora somos el cinturón rosa o “losa”, como
dice mi nieta, y los dos nos reímos a carcajada limpia. Porque
tampoco vamos a ponernos trágicos, que todo cambia y evoluciona y,
¡qué carajo!, tocan otros tiempos, que nosotros ya hemos peleado lo
nuestro.
A
Manolo lo que le fastidia es que los jóvenes no tomen el relevo, que
se han vuelto muy cómodos y no son conscientes de que este aparente
bienestar en el que viven es un espejismo. Vamos, que lo tienen muy
complicado y no parecen darse cuenta.
A
través de nuestra conversación me he enterado que conoce a Carmen,
que es una amiga a la que le gusta escribir versos, pero también
reivindicar. Manolo me contó que suelen coincidir cuando acuden a
manifestarse a la capital junto a otros grupos de jubilados. Porque
Carmen es tan perseverante como Manolo y, coloquialmente, la llaman
“La mala Paredes”, siempre ataviada con su eterno sombrero;
es bien maja mi amiga Carmen.
Unos
días más tarde, Manolo me invitó al local que tiene su asociación
y la verdad es que remoloneé un poco, pero al final me convenció.
Allí, junto a los aparejos para las fiestas del barrio, se
encontraban arrumbadas un grupo de pancartas. Mira, me dice, ¿a ver
si recuerdas?
Había
algunas fabricadas con viejas sábanas y pintadas a mano sobre la
lucha obrera y los conflictos laborales de las grandes empresas como
Kelvinator. También sobre las movilizaciones para mejorar los
convenios colectivos en CASA o de las huelgas en el sector de la
madera en los primeros años ochenta.
Emocionado,
Manolo las despliega con mimo como si de reliquias laicas se
tratasen. Tiempos duros, me dice, y vuelve a referirme las viejas
historias de cuando los manifestantes se refugiaban en los templos
para protegerse de las cargas policiales o se encerraban en las
parroquias demandando derechos.
Después
encuentro otros carteles donde se nota la evolución en los
materiales, porque para reivindicar la necesidad de un hospital las
pancartas ya fueron de plástico y están confeccionadas de otra
manera. Y es que a esta ciudad nunca le han regalado nada los
mandamases de turno, que para conseguir cualquier prestación el
vecindario siempre tuvo que pelearla en la calle.
No
pretendo seguir contando las batallitas de Manolo y otras situaciones
que hemos compartido juntos, pero los dos reconocemos que el ambiente
está muy desmovilizado. Quizás sea normal, empezamos a ser mayores
y la fatiga nos pasa factura, aunque él siga erre que erre.
Personalmente,
creo que la precariedad y el trasiego de gente provocan el
desarraigo, y por eso a la ciudad le falta memoria colectiva. Pero a
pesar de todo, ahí siguen algunos como mi amigo Manolo, Carmen y
otros vecinos anónimos que, obstinados y constantes, siguen
bregando en las asociaciones, en la calle o en las redes sociales.
Yo reconozco que cada día soy más escéptico, o más realista. Pero ellos, a pesar de las dudas, trabas y derrotas insisten porque son unos románticos que, fieles a sus ideales, todavía perseveran y sueñan por conseguir una sociedad mejor.
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