Tocar madera (Carlos Candel)

Tocar madera (Carlos Candel)

Etiquetas:

Categoría: La caja negra

El verano del 83 descendimos en bici por la temible Cuesta del Infierno. No creo que sea necesario profundizar demasiado en el origen de un nombre tan hiperbólico. En mitad del bosque, la carretera de montaña ascendía hacia el cenit con un grado de desnivel que nunca antes habíamos visto. Todo se complicaba, además, con el hecho de que la atravesara una pronunciada curva.

Habíamos estado fantaseando todo el verano con descender por ella y sentir la velocidad arrastrando nuestros miedos y dejándolos atrás. Cuando nos cargamos de valor para hacerlo, cogimos nuestras bicis y, sin decir nada a nuestros padres, puesto que sabíamos que el simple hecho de mencionar nuestra aventura nos habría costado un buen castigo, nos dirigimos a la Cuesta del Infierno.

Antes de ascender por ella, alguien dijo:

-Toquemos madera.

Y como si de un ritual ancestral marcado a fuego en nuestros genes se tratase, tres de nosotros buscamos un árbol, el más cercano a la carretera. El enorme pino ascendía varias decenas de metros por encima de nuestras cabezas. Sin hablar, pusimos las manos sobre él y después apoyamos nuestra frente justo encima. Recuerdo levantar la cabeza y contemplar maravillado como la luz se colaba a destellos entre las ramas de los árboles, a modo de vidriera. Allí no había nadie, salvo nosotros cuatro. Nadie que pudiera protegernos, nadie que nos ayudara ante una mala caída. Y sentí algo de vértigo por lo que estábamos a punto de hacer, en aquel momento me parecía algo trascendental, pero seguí mirando al cielo. De repente, mis sentidos descubrieron alrededor un mundo que hasta hace unos segundos parecía oculto. El canto de los pájaros, el fluir ligero del agua que descendía por las rocas en un manantial cercano, el revoloteo de las hojas en lo alto, la caricia de la brisa en mi piel, la mezcla de olor de la resina de pino con las manzanillas cercanas… Todos estos detalles cobraron una fuerza inusual en ese preciso instante y, por encima de todo, destacaba la sensación de unión con los otros dos amigos que habían colocado sus manos sobre la corteza del árbol. Entonces, por primera vez en mi vida, descubrí el verdadero sentido de la palabra templo.

-¡Vaya gilipollez! -protestó Daniel, el único que no había “tocado madera”, rompiendo bruscamente nuestro embelesamiento- Venga, vamos parriba.

Subimos caminando, no hubiera sido posible hacerlo encima de la bicicleta. La cuesta era realmente interminable, puesto que una vez que convenimos que ya estábamos lo suficientemente elevados, nos lanzamos sin muchos preámbulos. Tal vez porque las ruedas de mi bicicleta eran más grandes, no tardé en situarme en primera posición. Quizás no fueron más que unos segundos, pero aquel descenso entre pinos, con el aire sorteando nuestros rostros, ha sido el momento más largo de libertad que he sentido en mi vida.

Desgraciadamente, a mitad de camino, empezamos a escuchar los gritos de Daniel que, empeñado en superarme, se forzó en pedalear hasta que la velocidad de estos superó a su propia coordinación y eso le hizo desestabilizarse y caer de la bicicleta. Por suerte, solo tuvo que lamentar unos buenos rasguños en el pecho, originados con el rozamiento de la calzada y los restos de piñas que reposaban en ésta. Pero entonces, en nuestras cabezas, se instaló de forma súbita la idea de que él había sido el único en negarse a realizar el ritual previo al ascenso.

-¿Ves? ¡Eso te pasa por no tocar madera, gilipollas! -le recriminó su hermano David.

Y, de manera natural, sin volver a hablar del tema, a partir de ese verano, comprendimos que tocar madera producía cierto efecto mágico en nuestros destinos. Quizás por ello, cada vez que nos juntábamos y teníamos que enfrentarnos a una nueva aventura, los cuatro amigos regresábamos a aquel árbol y llevábamos a cabo nuestro ritual. Aquello nos hacía sentir seguros.

Así lo hicimos durante varios años, hasta que, poco a poco, fuimos dejando de veranear allí y el suceso, como es lógico, se perdió entre las arenas del recuerdo de nuestra infancia.

Este año, pasados más de treinta desde la última vez que estuve allí, me he acordado de nuestro ritual. Quizás me haya empujado a ello enfrentarme a una aventura en la que me jugaba mucho. Unas oposiciones. Le di muchas vueltas al asunto, por lo infantil de mi ocurrencia, y finalmente me decidí a regresar a la Cuesta. Estaba exactamente igual que la recordaba, tan imponente que seguía dando pavor. Pero no pretendía volver a descenderla en bici, como aquella vez. Mi intención era encontrar el árbol y tocar madera antes de los exámenes. Y allí estaba, como antaño, erigiéndose libre y ajeno al paso de mis años, hasta el cielo. Cuando posé las manos sobre su tronco y miré hacia las copas recordé a mis amigos, de los que ya nada sé. Y repasé algunas de nuestras aventuras, como quien reza una oración. Y volví a ser testigo silencioso del canto de los pájaros, las chicharras, la brisa en mi piel, las hojas retozando en lo alto de las copas… Y recordé lo que era un templo.

Unos meses después escribo este texto, habiendo aprobado mis oposiciones, tras tocar madera como quien realiza sus plegarias.


Fue en misa de once (Carlos Lapeña)

Etiquetas:

Categoría: La caja negra

La primera hostia llegó por la izquierda, a través de una mano blanca, de finos y largos dedos, en el nombre del Padre. La segunda hostia llegó por la derecha, por medio de una mano rolliza y sonrosada, en el nombre del Hijo. Y la tercera hostia llegó desde abajo y por delante, en forma de gancho en plena barbilla, en el nombre del Espíritu Santo.

El cura dejó escapar el cáliz que dejó escapar las sagradas formas y en un triple, a la vez que múltiple, vuelo, cura, cáliz y formas surcaron el aire con trayectorias dispares hasta caer sobre el piso de piedra, cada cual en su momento y con su propio impacto, imperceptible el de estas, con un repicar metálico ese, con un seco golpe craneal aquel.

Un rastro de sangre sobre la piedra del piso, la casulla del cura y el mantel del altar subrayó el momento. No era la de Cristo, pero también fue derramada en su nombre.

La mujer, el hombre y el joven no se recrearon en la contemplación o celebración del dramático final de la eucaristía que habían provocado. Se limitaron a dejar sobre el cuerpo yacente del cura una hoja de papel con la foto de un niño y un breve texto, y avanzaron en apretado grupo, como una extraña trinidad rediviva, por la nave central, sin mirar a nadie, hasta la salida.

Dicen, quienes asistieron a la escena, que un rayo de luz se filtró por la vidriera del rosetón de la fachada y los acompañó en su camino y que un aura dorada, como de nueva santidad, los envolvía. Pero esto último puede deberse más a la atmósfera litúrgica en que se desarrolló la escena que a una observación objetiva de quienes allí se encontraban.

En todo caso, la feligresía entendió el incidente como un peculiar “podéis ir en paz” que ponía fin a la misa y abandonó el templo entre santiguamientos y murmullos.


Apuntes del natural (Ismael Sesma)

Etiquetas:

Categoría: La caja negra

Estoy en misa, dejaba apuntado mamá cuando, embozada de ella misma, marchaba con el otro. Carol estaba al tanto, siempre fueron cómplices y confidentes; compartían la ropa y el lápiz de labios, madre e hija casi intercambiables: descubrimiento y encubrimiento. Aquellas misas se me hacían largas y terminaban antes de que llegase papá. No te enterabas de nada, enano, me repite Carol; todo envuelto en neblina de distancia pueril.

Hace años que le saco la cabeza, pero seré el enano para siempre; predestinación del orden. Un niño que, en la desbandada general, quería sentirse apegado al hilo que urdía su familia. ¡Jauja! Hasta hoy me atraviesan los años y los recuerdos, rebosantes de posos en busca de un farol, de un anclaje, de un buscar el lugar de asiento. Carol siempre lo ha sabido, pasaba más tiempo conmigo que mamá, pero le cuesta estar, le sale escapar para evitar el peso. Papá era apenas una sombra de anochecida que pedía la cena con ademanes de sus manazas, siempre a punto para ponerlas en marcha. Eres de mecha corta, solía decirle mamá, que le conocía mejor que él mismo. Papá echaba una risotada, la cogía por la cintura y hacía una seña a Carol: a la cama. Parece que se querían, hasta que papá descubrió la verdadera liturgia de los amantes y lo resolvió de la única manera que su genética conocía: a ella la mató y al monaguillo lo mandó al hospital. En la cárcel se transmutó, pasó a ser un asceta callado y dócil, aunque quien lo apretó comprobó que todavía le quedaba corta la mecha; de la palabra al acto media un instante. Personaje periférico de mi infancia, solo lo visité cuando no había más remedio; se trataba de cabalgar la marejada de sentires, intentar darles un sentido y plenitud en medio de tanta ausencia. De todo aquel crecer con mi circunstancia ha quedado mi querencia escéptica por la iglesia, sus gentes y sus ceremoniales; estar en misa tiene un significado literal, que contrapongo al recuerdo de mamá; no hay perdón sin contrición. Aquí quedamos Carol y yo, ella siempre más huérfana, los dos chapoteando entre el pasado y el presente, cada uno flotador del otro; equilibristas en el alambre de lo cotidiano.


Pasaba por ahí (Carmen Paredes)

Etiquetas:

Categoría: La caja negra

Enormes soplillos

avivan las velas

que arden en el altar

donde Van Gogh

brasea unas patatas

acompañado por el zumbido

de Dumbo y Mickey Mouse

que entre nervaduras flamígeras

Levitan

Sinuosos y

Desmesurados

y a mi rescate viene el sol

que tiende sus rayos

a través de la cancela



La nave (Maite Martín-Camuñas)

Etiquetas:

Categoría: La caja negra

Al acceder, desde la luz cegadora del día, por la inmensa puerta de madera, durante unos segundos sentí un deslumbramiento total. Poco a poco mis ojos se fueron acostumbrando a la penumbra del lugar y pude hacerme una idea de las dimensiones de la nave.
Tras el calor sofocante del exterior, aquella lobreguez me erizó la piel, sentí unos escalofríos, que en un principio me agradaron, pero que después sentí como si una corriente helada me hubiera traspasado por el cuerpo.

El fuerte olor a humedad, cerrado, a cera e incienso, me penetraron profundamente en las fosas nasales haciendo que la respiración se volviera pesada y superficial.
No había casi nadie en la gran sala abovedada, donde mis pasos resonaban fantasmagóricamente al avanzar con lentitud por medio del pasillo central.
Líneas rectas y paralelas, se entrecruzaban con armonía, creando un patrón geométrico, de pura simetría. Cada elemento, cada detalle, en su lugar preciso, un diseño matemático.
Seguí avanzando por este pasillo central observando al fondo de la nave, donde la vista al posarse, descubría la cruz de la nave iluminada por los cirios prendidos cual faros en la noche umbrosa.
De piedra tallada, con detalles de flores y lianas, flanqueando una vidriera que quedaba tras una gran cruz de madera simple, se hallaba el trasaltar, ninguna decoración acompañaba a la piedra labrada.
Los reflejos del sol en la cristalera conferían al madero de un halo de energía que me inspiró una conmoción de desasosiego que me hizo volver muy despacio hacia la puerta que daba al exterior. Mi mente comenzó a vagar por las inmensas alturas cruzadas de arcos inverosímiles, recordé mi infancia cuando cada domingo acudíamos a misa de la mano de mi madre y la angustia que me provocaba la oscuridad de la iglesia, el olor a cirio y sándalo, la sensación de ser una intrusa en un lugar que no me pertenecía estar, el calor asfixiante, el velo que cubría mi cabeza y que se empeñaba en resbalar por mi pelo camino del suelo y que, invariablemente, mi madre trataba de mantener en su lugar.
También recuerdo la rebeca que nos obligaban a llevar por decoro en pleno verano, mi malestar ante las palabras incomprensibles del cura, mi falta de fe y de ganas de permanece encerrada en aquel lugar, me ha mantenido durante muchos años alejada de cualquier edificio que tuviera algo que ver con los curas y sus rancias costumbres.
Me hallaba en el interior de una pequeña iglesia, en un pueblo olvidado pero lleno de la fe de sus feligreses que poco a poco fueron entrando y ocupando los primeros bancos.
Por respeto, y porque no profeso su misma religión, salí despacio para que mis pies no hicieran ruido y al asir la puerta, ésta se abrió con un chirrido.
Lanzándome de nuevo al torrente de sol que esperaba en el pórtico y que me devolvió al mundo real.
Tras unos momentos para adaptar mi vista al sol, me sentí nuevamente dispuesta a disfrutar del paisaje del bello pueblo y olvidé las sensaciones sentidas en el interior, donde comenzaba la misa.


El último adiós a Juanín (Rafael Toledo Díaz)

Etiquetas:

Categoría: La caja negra

Si la imagen pudiera decolorarse, aquella fotografía bien pudiera situarse en los albores del siglo pasado. Sin embargo, la realidad mostraba una heterogénea serpiente multicolor de paraguas e indumentarias, porque las normas estéticas del luto tradicional ya no se respetaban.

No obstante, el día acompañaba a la tristeza del evento pues durante toda la noche y a estas horas de la mañana seguía orvallando, el cielo permanecía gris y aquel calabobos no inducía a levantar el ánimo.

A duras penas el coche fúnebre subía la empinada cuesta para llegar a la iglesia que coronaba la colina, un templo pequeño protegido por una sólida valla de piedra y con vistas a la ría. Detrás, unos pocos deudos y algunos vecinos acompañaban los restos de “Juanín”.

A pesar de que hacía más de una hora que la santera abrió sus puertas, dentro todavía se respiraba un aire húmedo con olor a salitre. De repente, la comitiva ocupó al límite aquel espacio sagrado que solo se abría en ocasiones especiales, sobre todo en funerales, porque en la aldea quedaban muy pocos vecinos y todos eran mayores.

Aquella ceremonia la iba a celebrar el nuevo sacerdote que se encargaba de varias parroquias y que no conocía a Juanín, ni siquiera de vista, porque el finado nunca estuvo a las cosas de Dios.

Por eso, aquel cura, quizás por desconocimiento, o porque era un místico, basó su homilía en conceptos abstractos sobre la fe, un sermón repleto de términos tan rimbombantes como vacíos de contenido, una prédica repleta de verborrea que se demoró en minutos sin hacer referencia al difunto y que aburrió a los asistentes hasta los límites de la somnolencia.

Con lo fácil que hubiese sido hablar de Juanín. Solo con dar alguna pincelada sobre su humanidad, su generosidad o su discreción habría bastado. Diciendo simplemente que fue un buen hombre hubiera sido suficiente para contentar a los fieles del concejo que allí se congregaban; así cada cual habría podido recordar qué vínculo tenía con su vecino ahora ya fallecido.

La vida de Juanín fue tan simple como él, tan anodina como la de cualquiera de nosotros. Nació en aquella aldea y, desde muy pronto, aquello de las vacas y el pastoreo no le gustó mucho. Por eso, y como tampoco tenía tradición minera, después de la mili, ya no volvió por allí. Nunca supo explicar por qué se enroló en aquel barco de pesca, pero la realidad es que durante muchos años su principal ocupación fue la de pescador. En una de las ocasiones que volvió a puerto conoció a Adela y, al poco, se casaron. Después vinieron las dos hijas que, por las ausencias profesionales del padre, nunca le tuvieron mayor apego.

Juanín era un claro ejemplo de mediocridad, pues nunca destacó en nada. No era alto ni bajo, ni guapo ni feo, ni gordo ni flaco, ni listo ni tonto, ni divertido ni aburrido. Cumplía con su trabajo y nunca renegó de él a pesar de las ausencias y la dureza del mar.

Creyente por tradición, la fe era un concepto que le quedaba grande porque apenas tenía simpatía por la gente de sotana y estola. De pequeño ni siquiera quiso ser monaguillo y nunca entendió el porqué de las misas en latín. Después de tantos años, a duras penas sabía rezar el Padrenuestro y solo se acordaba de Dios cuando un mar embravecido movía aquel barco como si fuese un cascarón.

Aquella última misa de cuerpo presente fue idea de sus hijas que habían vuelto de la capital para enterrar a su padre con una dignidad que quizás en vida no tuvo, o no se notó.

Cuando murió Adela, Juanín decidió volver a la aldea. Fue un acto de recogimiento, pero también de generosidad porque no quería darle tarea a sus hijas. Ellas, tan ocupadas con sus profesiones en la ciudad, apenas tenían tiempo para él. Sin embargo, en su interior se sentía orgulloso del esfuerzo que hizo para que recibieran una buena formación. La mayor era enfermera en el Hospital Provincial y la pequeña, después de sacar la oposición, ejercía de profesora en un instituto de Educación Secundaria Obligatoria con prestigio.

Se retiró a aquel terruño que conocía porque no quería darles molestias, pero también quiso sentirse más libre. Sin embargo, al poco de volver y, pasada la novedad, Juanín cada día comía menos, bebía más y fumaba demasiado tratando de vencer la soledad y la nostalgia. Poco pudieron hacer cuando le detectaron aquel cáncer, aunque tampoco él decidió enfrentarse a la enfermedad. Solo la contemplación de aquel paisaje y avistar la ría eran un efímero bálsamo ante el inminente desenlace.

Aquellas exequias pretendían justificar un sentimiento de dolor ante un final tan imprevisto como evidente. Una coartada para poner en orden las conciencias y someterse a los convencionalismos sociales a través de las múltiples condolencias que recibieron. Algún lugareño les susurró en el duelo que el finado debía estar orgulloso de ellas, que era muy bonito que desde su sepultura se podían contemplar las subidas de la marea en la ría.

¡Pero qué importaba ya! Hacía horas que el cuerpo y el espíritu de Juanín navegaban por universos desconocidos. A partir de ahora quizás solo será memoria o, tal vez, un pretexto para el relato.


El Twitter del Globo