Érase una vez un cuervo que había robado al descuido un trozo de queso y se había posado en una rama para comérselo. Un zorro, que había visto lo sucedido, se acercó al cuervo con idea de quitarle el queso.
– ¡Qué bella ave! ¡Seguro que vuestro canto hace honor a vuestro bello plumaje!
El cuervo tenía el
conocimiento que da la edad y comprendió enseguida la jugada de su
adversario. Dejó el trozo de queso bien sujeto entre dos ramas y
sonriendo le dijo:
– ¡Valiente martingala
te traes! ¿Qué te habías pensado, zorro engreído, que iba a dejar
caer el queso?
El zorro, viendo que su
celada estaba descubierta, se marchó con el rabo entre las patas,
renegando. Tan ensimismado caminaba, que tropezó y se cayó todo lo
largo que era. Comenzó a gritar porque se había dado un buen
porrazo.
– ¡Mala suerte la mía!
– gritaba compungido – ¡Sin queso, herido y dolorido!
El cuervo, que había
seguido con la vista al zorro, desmenuzó el queso, le acercó una
porción y volvió a su rama para dar buena cuenta del resto de la
suculenta comida.
– Para que dejes de
maldecir tu suerte – le dijo entre bocado y bocado.
Pero resultó que el
queso estaba en mal estado y ambos animales hubieron de purgarse para
recuperar la salud. Así, decidieron recolectar juntos hierbas y
bayas del bosque. El cuervo permanecía en silencio, intentando
extraer la moraleja de lo sucedido. El zorro, que pareció leerle el
pensamiento, le dijo:
– En las fábulas
antiguas, nuestra posición y la moraleja estaban claras. Pero la
realidad ahora es mucho mas compleja. Eso que dicen algunos de que la
vida es justa es otra martingala -añadió-. Esta vida hay que
tomarla según se presenta, que nunca se sabe lo por venir.
El cuervo ponderó que el zorro muy probablemente tenía razón, pero se guardó muy mucho de hacérselo saber. Es de sobra conocido que zorros y cuervos nunca se han llevado bien.
Puede parecer descabellado, sin embargo, el idioma o el lenguaje es comparable a cualquier ser vivo. Como ellos, nace o brota, crece, se desarrolla, decae o desaparece y, a veces, muere.
De la misma manera que las células se transforman en tejidos, neuronas, músculos, tendones, venas, arterias y fluidos, el lenguaje o el idioma se conforma a través de vocablos, frases, expresiones, poemas, relatos y todo tipo de géneros que contienen la literatura y la jerga popular.
A mí me gusta comparar las rarezas de los localismos como si fuesen un antojo, un angioma o un capricho de la piel, una singularidad del habla popular que nos sitúa e identifica en una geografía determinada. Y, aunque desgraciadamente, están desapareciendo por falta de uso, me encanta escuchar las voces que todavía dicen chache, cheche, cachera o jacho, aunque no empatizo con el significado de este último, pues el comportamiento de un jacho es comparable a ser un fanfarrón, brabucón, chulo y bastante fantasma. Qué decir de la expresión ¡arrea! como muestra de sorpresa, asombro o admiración y que en nada se parece a lo que dice la RAE. Voces que desaparecen lentamente a través de generaciones, aunque al menos nos queda la esperanza de que permanecerán en la memoria de los pueblos.
Igualmente,
la lengua muta, evoluciona y se transforma añadiendo expresiones de
otros idiomas, como los anglicismos. Términos como catering, chat,
blog, christmas o camping, por poner un ejemplo, son un signo
evidente de la globalización del lenguaje. No obstante, es
recomendable no utilizarlos en exceso, sobre todo, cuando podemos
emplear una palabra de nuestro idioma que significa lo mismo. Con su
abuso nos pueden tildar de excéntricos y pedantes con razón.
El
lenguaje crece, pero también merma cuando dejamos de utilizar
determinadas palabras, tanto, que algunas pueden llegar a desaparecer
por desuso.
A
veces, escuchando los diálogos de las películas o en piezas de
teatro me sorprendo por la riqueza de las conversaciones, porque en
la rutina cotidiana no cabe esa fertilidad de vocabulario, pues cada
vez empleamos menos términos para comunicarnos con los demás.
Tengo
un buen amigo que, sobre este déficit, suele decir que él, en
cuanto al lenguaje, prefiere el máximo común divisor, y eso que
confiesa no ser muy bueno en matemáticas. No obstante, me aclara que
utiliza el mínimo común múltiplo cuando coexisten varios idiomas y
uno de ellos sirve para que dialoguen todos los hablantes.
Otra
cosa distinta es la lectura. Allí en los libros, en los poemas, en
las novelas o relatos, el idioma suele ser generoso y florido.
Leyendo cualquier libro puedes encontrar palabras extrañas o que han
quedado arrumbadas y que apenas usamos. Será por eso que ahora me ha
dado la manía de marcar y subrayar palabras, frases y diálogos que
me llaman la atención por su rareza o porque definen ideas y
conceptos dignos de considerar.
Por
ejemplo, el otro día, entre las muchas anotaciones, marqué
claramente el vocablo “martingala” en un libro de Javier
Cercas que se titula “No callar”. Bueno, no exactamente,
porque confieso que rotulé toda la frase donde estaba repetida esta
palabra, y que dice así: <<
Cualquier martingala es legítima para cambiar una dictadura por una
democracia; dentro de una democracia, las martingalas no son solo
ilegítimas sino -sobra decirlo- antidemocráticas >>.
El contexto de la frase en cuestión lo sitúa el escritor comparando
la época de la Transición -un periodo histórico que supuso el
desmantelamiento del franquismo por Adolfo Suárez- con la evolución
del proceso de secesión de Cataluña.
Por
supuesto que entendí el significado y lo que deseaba expresar el
autor, aún así, no dudé en acudir al diccionario para confirmar
que, “martingala”, tiene como sinónimos términos tales
como: argucia, triquiñuela, treta, truco o marrullería.
Ni
que decir tiene que las martingalas siguen existiendo en muchos
ámbitos, y que la política no es ajena a esta práctica.
Evidentemente, en la pugna por el poder ninguna ideología es
inocente, y todas utilizan en mayor o menor medida todas las
artimañas a su alcance para conseguirlo.
Igualmente,
el eufemismo, que es un vocablo pariente cercano de la martingala, es
utilizado en demasía por los medios de comunicación. Me repatea
cuando cada mañana escucho las noticias en la radio diciendo, un día
sí y otro también: <<
A estas horas existe una “incidencia” en la linea C-4 de
cercanías que provoca retrasos en los trenes >>.
Eso, en realidad, supone que cientos de trabajadores llegarán tarde
a su trabajo, además de causarles malestar y desasosiego, ¡como si
no tuviesen ya bastantes preocupaciones!.
Una incidencia -de incidente- es tratar de suavizar la palabra “problema” en un intento de despistar o confundir a los ciudadanos. Ya está bien de tantos subterfugios y disimulos, los problemas de la gente hay que tratar de resolverlos. Pero resolverlos bien, no utilizando martingalas, ni siquiera con el lenguaje.
En un campo de verdor y alegría, donde el viento susurra resonancias los caballos corren con valentía, luciendo orgullosos sus martingalas. La martingala, arreo elegante, adorna el cuello con gracia y encanto, muestra al mundo su porte deslumbrante, en cada galope, en cada salto. Con finos cueros y hebillas doradas, la martingala brilla con esplendor, acompaña a cabalgatas soñadas, con destreza y maestría en su labor. Fluyendo, jinete y caballo danzan, unidos por lazos de ley eterna. La martingala, símbolo que avanza, guiando al binomio hacia una senda tierna. Y, en cada paso firme y seguro, la martingala habla de la elegancia. Un adorno que resalta lo puro y engrandece lo noble de su alianza.
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