Estuve enferma del alma y fui a una psicóloga, le conté mis cuitas y, tras un par de reuniones, decretó que estaba curada. Cuando le pregunté cómo había sido tan rápida, tras años de congojas miles, me lanzó a la cara que mis problemas no eran nada pues no lloraba.
Necesité de un banquero y, tras citarme con mucha distancia, le conté mis apuros, tras pensar un momento, me espetó que mis problemas no eran reales, al preguntarle que en qué se basaba, me respondió que yo no lloraba. Tras un tiempo tuve grandes dolores y fui a un galeno, después de explorarme, me pidió que me pusiera mis ropas y dictaminó que tenía gases, al preguntarle en qué se basaba, me respondió con desgana, que porque no lloraba. Así que, amiga del alma, recuerda que este mundo no es de valientes, ni de gente reservada, aquí y ahora, si algo quieres, has de ser un llorica y todos te aplauden. Porque hoy a los lloricas se los tacha de valientes, y el valor se mide con raseros pútridos de quejumbrosos pusilánimes.
Los cocodrilos lloran al cazar a sus presas, como si les diese pena lo que va a suceder; cosas de la naturaleza y el nicho ecológico que ocupan. No parece que los reptiles posean un aparato cognitivo tan desarrollado como para sentir empatía; en todo caso, parecen unos lloricas. No consta si sus presas lagrimean, pero convendremos todos en que ellas sí tendrían motivos para hacerlo.
Dicen las crónicas que Boabdil, rey de Granada, lloró al entregar la ciudad a los Reyes Católicos. Esas mismas crónicas refieren que su madre le llamó llorica, y le asimiló a la condición de mujer, que era lo que se entendía entonces. Los hombres no debían llorar bajo ninguna circunstancia; pelear, matar o morir, a eso se reducía toda la peripecia vital de los varones de su posición.
David lloraba cuando tenía que entrar en el instituto. Su padre le preguntaba la razón y, al no obtener una respuesta aceptable de su hijo, le decía que tenía que sobreponerse, como un hombre, y dejar de lloriquear. Meses después, se descubrió que David era objeto de acoso por el grupo de malotes de su clase. A su padre se le escapó alguna lágrima cuando los policías hicieron relato de las penalidades que había soportado David, pero intentó que no se le notase.
Las madres lloran cuando sus hijos marchan a la guerra, que suele ser declarada por los padres. Es un clásico intemporal cargado de sentido; nos habla de la importancia del vínculo, de la incertidumbre, del miedo a la pérdida. Y es que las mujeres han llorado mucho a lo largo de la historia y lo siguen haciendo, pero raramente son lloricas.
Llegó
el tsunami y arrasó con todo. Las afortunadas que pudieron subir a
la montaña pudieron ver, después, cómo se retiraban las aguas y la
tierra emergía devastada, yerma y brillante. Las otras personas, las
desafortunadas, desaparecieron o se confundieron con las ruinas y la
calamidad.
Se
retiraron las aguas y la tierra se recompuso, renacida, quizá
purificada. Las personas bajaron de la montaña, se atrevieron, y
recorrieron el nuevo paisaje, pensando en la reconstrucción, con
propósito de enmienda, aprendiendo quizá de sus errores. Algunos
animales también se atrevieron a regresar y a revivir, eran
portadores de esperanza, ayudantes para una nueva era.
Solo
una zona en el interior seguía anegada. En la gran área que antes
había ocupado la mansión, con sus jardines y sus fuentes, había
nacido una nueva laguna, una laguna de agua salada a cuyo alrededor
no crecería gran cosa en mucho tiempo.
Había sido la casa del llorica, cuyas lágrimas brotaron incontinentes ante la premonición del desastre y ahora, pertinaces, seguían lamentando la catástrofe, sin servir para otra cosa.
En un rincón oscuro y desolado
había un alma que allí vivía
lloraba en soledad día tras día
Llorica le decían con enfado
Su llanto era un río profundo
sus emociones fluían como versos
Pero no era débil ni un ser frágil
sino valiente por mostrarse desnudo
Sus lágrimas eran un arte genuino
cada gota contaba una historia de su ser
Así que no juzgues a quien llora
El llorica en su llanto halló la gloria
Llorica de honda tristeza
transforma tu pena en arte
deja que el llanto se convierta en fuerza
deja atrás el papel de víctima en el asfalto.
Pinta tu lienzo con colores nuevos
deja que tu luz brille en cada parte
y en el lienzo de la vida
procura ser el dueño.
Trabajo, sacrificio, instinto, cautela, objetividad, discreción, perseverancia, ambición o neutralidad son algunas aptitudes o habilidades que podían muy bien explicar el éxito de Alberto.
Sin
llegar a ser obsesivo, pero metódico, cada mañana observa en el
aparcamiento que su coche esté perfectamente alineado con la columna
y paralelo al vehículo contiguo. Se asegura de echar el cierre y
sonríe satisfecho ante su nueva adquisición, un automóvil repleto
de prestaciones que reflejan su actual estatus empresarial.
Qué
lejos quedan aquellos tiempos de su primer local situado en el
extrarradio de la capital, un lugar donde empezó a cumplir sus
sueños y donde trabajó duro para llegar hasta aquí. Ahora, su
negocio de consultoría está situado en la octava planta de una
moderna torre que alberga oficinas de varias firmas multinacionales.
Aún así, nunca olvida que la austeridad y la eficacia son
imprescindibles para prosperar. Su equipo, es decir, sus empleados,
son apenas media docena; tres mujeres y tres hombres de edades
dispares. Cuca es la más joven y está a punto cumplir los treinta,
mientras que Paco, su mano derecha, acaba de rebasar los cincuenta.
A
las nueve en punto todos los días laborables saluda amable a sus
asalariados antes de entrar al despacho, es un gesto medido, ni
apático ni excesivamente cordial, nada de familiaridades que puedan
confundir al personal. Él es el jefe y ellos sus empleados, su mejor
afecto es pagarles cada mes un buen sueldo y sin demoras. Alberto
opina que el compromiso y la privacidad fomentan la eficacia para que
todo fluya. Es verdad que de vez en cuando hay algún fracaso, una
negociación fallida a última hora, que no todo puede ser idílico.
Pero en general, el negocio va viento en popa y su despacho es uno de
los más valorados para acometer desarrollos empresariales de todo
tipo.
Solo
en una ocasión tuvo que reunirlos para aclarar algún asunto de
índole particular pues, Marisa, al supervisar alguno de los
contratos, observó que su firma, aunque casi ilegible, era la de un
nombre compuesto.
En
tono cordial y a modo de chascarrillo, Alberto les confesó que su
nombre en realidad era Juan Alberto. Un imperativo de las familias
que pugnaron porque llevase los nombres de sus abuelos y que incluso
echaron a suerte cual sería el primero. Menos mal que el resultado
sonaba de forma lógica porque, Alberto Juan, chirriaba bastante. De
todas maneras, él eligió como habitual el nombre de su abuelo
materno porque se sentía más identificado, y porque le gustaba más.
Desde
hace bastante tiempo Alberto apenas tiene contacto con la tierra
donde vino al mundo. Aunque los apellidos de sus abuelos fueron de
los más relevantes de la zona, allí apenas queda familia, si acaso
algún primo lejano. Además, lleva demasiado tiempo integrado en la
vorágine de la capital y sus quehaceres laborales le han alejado de
cultivar las relaciones familiares, pues Alberto vive por y para su
trabajo. Es verdad que se ha dado un tiempo y que cuando llegue el
éxito definitivo piensa retirarse, pero eso tardará unos años.
Sin
embargo, en estos días llegó a sus manos un dossier que le recordó
su origen provinciano. Se trataba del encargo de una empresa cárnica
que, entre otras muchas instalaciones, tiene un matadero en su
pueblo. Pues bien, esa sociedad estaba interesada en realizar una
reducción de personal del veinticinco por ciento de los
trabajadores. En un primer momento su cometido no iba más allá de
realizar un informe sobre la necesidad de esa reducción de
plantilla, después, posiblemente le encargarían realizar una tarea
más ingrata sobre los operarios a despedir.
En un primer momento no fue consciente del factor emocional que eso suponía, ya había realizado actuaciones parecidas para otras firmas, era algo habitual dentro de su cometido como empresa consultora. Alberto sabía perfectamente que, tras los datos que le aportaron, lo más probable era que la eficiencia de aquella instalación no es que diese pérdidas, simplemente no había cumplido con las expectativas de negocio exigido por la central. Si bien, las aparentes cifras negativas podían justificarse con la excusa de la sequía, la subida de los carburantes, de las materias primas o el menor consumo de carne, etc. Pero, a pesar de los argumentos exhibidos por los directivos, él tenía la convicción, como en otros muchos casos, que la decisión estaba tomada de antemano. Su dictamen solo serviría para reafirmar lo ya acordado.
Fue
entonces cuando la memoria empezó a pasarle factura. Ahora era
consciente de su madurez y de su relativo poder. Había pasado
página, pero en aquellos años de la infancia y la adolescencia
Alberto fue un niño delgado, casi escuálido, tímido y melindroso
que apenas se relacionaba con los demás. En el barrio, en el colegio
y en el ambiente donde se movía Alberto tuvo que lidiar con el acoso
escolar y aquel sambenito de “El llorica”, un mote que le
asignaron sus compañeros y del que nunca pudo desprenderse. Las
pocas veces que volvió después de la universidad todos se dirigían
a él con ese apelativo, que de cariñoso no tenía nada.
Ahora,
posiblemente, algunos de aquellos “graciosos” trabajaban en
el matadero del pueblo. Por un momento pensó que él, con sus
informes, quizás podía enviarles al paro como una venganza por
tanto agravio y humillación, pero enseguida rechazó aquel
pensamiento de resquemor hacia sus paisanos.
Como
tantas veces, Alberto reunió a su equipo y, aunque no les contó su
triste experiencia vital, sí les expuso la indecisión personal que
le suponía su estado emocional al tratarse de una zona conocida, de
personas conocidas, de sus raíces y de los escasos recursos de sus
pobladores que, una vez más, iban a sufrir las consecuencias de las
políticas agresivas de los grandes grupos empresariales.
Solo les aconsejó que fuesen honestos al tratar los datos y las cifras. Y que, si en algún momento dudaban, debían anteponer la decencia y la dignidad de las personas ante la frialdad de los números. Él, “El llorica”, a pesar de las burlas y vejaciones que le propinaron aquellos patanes, no iba a influir en la decisión final, ni siquiera con el voto de calidad que, como gestor responsable del negocio, tenía otorgado.
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