Hace unos días, una joven te cedió el asiento en el autobús, desde entonces te miras al espejo con atención concentrada y encuentras una versión desvaída del que te habitó; ¡si tu madre te viese! Te cuesta moverte en este mundo líquido, espeso, complejo, en el que no encuentras lentes para distinguir lo real; todo son reflejos y deslumbres. Te sorprende la mezcolanza de gentes que cargan maletas e idiomas a tu alrededor; empeñados en entenderse, pero extraños como tú, da igual dónde estés.
Te repelen las personas intensas, que hacen de toda explicación una marejada. Te inculcaron el ir por derecho, la sencillez, la claridad; ahora los buscas y no siempre están, ni se los espera, barridos por ofensores u ofendidos, la única clasificación que parece hay que tener en cuenta. Eres de misa dominical, te gustan el silencio, los ecos y el olor a incienso que te acerca a tu abuela, con sus velos negros, sus peinetas y sus guisos de puchero, que servía hirviendo, porque la comida fría pierde sabor. Te pasaba los dedos ensalivados por el flequillo y salías a la calle con una confianza pueril que marchó con ella cuando murió. Odias las camisas arrugadas, a la calle se sale como un pincel, decía tu madre satisfecha al echarte la última ojeada camino del instituto, la universidad o la oficina; ese último vistazo que sigue siendo linterna de vida. Desde que pudiste, te dejaste un bigote espeso y acharolado como el de tu padre, de quien admiras la calma de porcelana con la que enfrentó cualquier acontecimiento hasta el final. En tu soledad, revisas fotos antiguas y rememoras momentos que solo tienen sentido mirando hacia adentro, lugares con latidos y apéndices que solo tú conoces. Te afecta la falta de luz de estos meses; en cuanto puedes, viajas al Levante y te empapas de su claridad, de la tibieza de los cielos de azul perenne, del influjo del mar como bálsamo. Allí te sorprendes hilando conversaciones sin rumbo ni destino con gentes que llegan, apenas te rozan y desaparecen. Eres de visitar a los tuyos los días de difuntos y asear su memoria; te desagrada la impostura del truco o trato, aunque repartes caramelos entre los niños del vecindario que golpean tu puerta. Esperas la llegada de las Navidades con sus luces, los trasiegos, las compras, los ojos brillantes de los niños, el descorche de deseos espumosos. Participarás en los ritos y liturgias, felicitarás a todo aquel que se te ponga a tiro con tu mejor sonrisa y el corazón acompasados. Ya solo en casa, cantarás bajito algún villancico heredado con voz quebrada y cuando brindes por el Año Nuevo y cambies el calendario de la cocina, pensarás con poca convicción que, como decía tu abuela, lo mejor siempre está por llegar.
Confieso mi pecado, mi vergüenza oculta, mi armario es un caos, una batalla ardua. Camisas arrugadas, como un mapa del tiempo, marcan mis noches locas y mis días de sueño. Soy artista del desorden, maestra del caos, mis arrugas son mi obra, mi sello personal. Quizás la elegancia no sea lo mío, pero mi comodidad, ¡eso es libertad!
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Ni tengo la camisa negra como dice Juanes, ni me la rompo como cantaba Camarón. Pues menudo anda el patio para escoger entre los límites que propone la formalidad o la tristeza de un funeral frente a la alegría desbordada de una boda. Bastante tengo con procurar salir indemne de la aparente calma que me plantea la vorágine diaria. Porque, aunque quisiera, no soy capaz de vestir una camisa distinta cada día.
Además, y en cuestión de camisas, ya me gustaría ser tan ordenado como mi peluquero que, en conversación informal, y mientras me apaña, me confiesa que él tiene la manía de ordenarlas en el armario por colores, por rayas o por dibujos y separadas las de invierno con las de verano.
Por otra parte, también reconozco que sería incapaz de llevar una camisa con chorreras como hace con desparpajo mi primo Pedro Luís en algunas ocasiones, que en alguna foto le he visto luciendo una camisa “gabinetera”. Él las llama así porque es un fiel seguidor de “Gabinete Caligari” pues su líder, Jaime Urrutia, solía marcar tendencia luciendo esas prendas tan vistosas como extravagantes. No, imposible. Admito que ni soy tan ordenado ni tan atrevido. A lo más que llego es a ponérmelas sin planchar cuando creo que no se notará demasiado y el debate no va más allá de si por fuera o dentro del pantalón.
Aunque no me disgusta ese estilo, tampoco soy un fiel seguidor del eslogan que utilizó un modisto famoso diciendo que la arruga es bella. Una idea brillante que conlleva un cierto desenfado a la hora de vestir. Aunque no por más arrugada es más barata. Al contrario, porque ese falso concepto lo han utilizado muchos personajes tratando de aparentar informalidad frente al conservadurismo de las ideas cuando en realidad algunas de esas prendas tan aparentemente “progres” cuestan un potosí y solo pueden lucirlas aquellos con posibles, es decir, los burgueses o aquellos que aspiran a serlo.
Las modas son caprichosas y siempre terminan por volver. Así, una camisa de cuello tirilla, que podía ser habitual de los jornaleros de antaño, si algún personaje influyente se atreve a lucirla, se puede convertir en tendencia y elevarla a la categoría de exclusiva para determinada clase social. Los demás se conformarán con una copia del diseño con menor calidad, y como un sucedáneo, en el intento de querer y no poder.
Como tantas otras cuestiones, a mí las camisas y sus modas me trasladan a la infancia. Admito que nunca llegué a ver aquellas prendas de cuellos falsos y que podías contemplar en algunas escenas del cine mudo. Pero en contadas ocasiones pude ver palanganas con agua y almidón para dar prestancia a cuellos y puños. Igualmente observé cómo deslizaban sobre la tela aquellas pesadas planchas de metal que se calentaban a la lumbre y, comprobé, cuánta pericia había que demostrar para no manchar la prenda por exceso de calor.
Hay, sin embargo, otro tipo de camisas que nada tienen que ver con lo anteriormente expuesto. Me refiero a las camisas de los ofidios, una segunda piel de usar y tirar que podías encontrarte en el campo, restos de queratina tras la muda y que siempre te alertaban de la presencia o el paso de alguna culebra o serpiente cuando querías atrapar un grillo o una lagartija.
Desconozco si existe alguna relación entre la mala prensa que tienen estos animales y el normal rechazo a aquellos que cambian de ideas o de bando como quien cambia de camisa. Ellos, los animales, reptan y serpentean, mientras que los individuos sin escrúpulos ni valores se someten y envilecen ambicionado el estatus que proporciona el dinero y el poder.
Sin negar lo anterior, cambiar de camisa también puede suponer renovarse, tratar de evolucionar dejando atrás etapas amortizadas. Bien pudiera darse la situación que, tratando de defender viejos valores, la camisa se nos puede quedar sucia, vieja y desgastada, pues suele suceder que la línea entre conceptos opuestos es demasiado sutil y cuesta mucho definir de qué lado está cada uno, o cuál es el acertado.
Quizás lo ideal sería vestir una camisa a medida que se ajuste a nuestro físico para que no chirríe o desentone y, metafóricamente, en lo emocional, que se adapte a lo que pensamos y defendemos con nuestras particulares ideas.
Para terminar, me pregunto: Quién pudiera tener la determinación del personaje que reflejan las bellas estrofas del poema de Luís García Montero titulado “La poesía solo existe como una forma de orgullo” y que en un fragmento dice así:
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