Aunque distintas, todas las personas a las que las autoridades habían agrupado en la ladera de la sierra, presentaban el mismo cuadro clínico: Aturdimiento crónico. No se sabía muy bien si esta nueva epidemia iba a superar a la anterior, lo que estaba claro es que al fin la élite del territorio nacional había encontrado, por casualidad, la clave para perdurar en el poder sin grandes complicaciones. Según algunos medios de comunicación clandestinos, el origen de este nuevo comportamiento de masas no estaba bien definido, lo importante era el resultado. Apartados de la urbe y alimentados por las sesiones de los nuevos vendedores de humo, la vida en aquel paraje parecía fácil. Solo necesitaban escuchar lo que querían oír, por eso no necesitaban ningún tratamiento médico para superar el estado de atolondramiento en el que se ahogaban desde hacía años. Las reuniones, las luchas, las concentraciones, las protestas, el debate, la ilusión de antaño se habían desvanecido, hibernaban para dar paso a un estado de alienación consentida. Tras las montañas otro asentamiento tomaba forma, pero los que allí vivían, tenían los sentidos bien despiertos. La extraña plaga no había producido en ellos ningún estrago. Sabían que no había mejor antídoto que permanecer al margen de las necesidades creadas por ellos mismos. Y así, la vida de los nuevos aturdidos correteaba por la ladera de la sierra sin tropiezos porque ya no había barreras que saltar, ni laberintos donde perderse para descubrir nuevos horizontes. Tampoco pensaban en ninguna cura porque no eran conscientes de su enfermedad. Al anochecer, los megáfonos de la plaza escupían una melodía programada que apaciguaba, si cabe aún más, el aturdimiento de esta nueva hermandad y el eco de las montañas rocosas devolvía incansablemente un Wonderful life.
El estruendo de las olas, el silbido del viento el aquelarre del silencio de venerados clamores. Las voraces nubes que engullen al sol los frígidos peces de ojos convexos las medusas danzarinas. Los graznidos de las gaviotas el destierro del horizonte… Todo cuanto me rodea me aturde con su locuacidad y magnifica mis sentidos.
Gregor y Marty son amigos. Gregor y Marthy se reúnen en el bar de su barrio casi todos los jueves del año desde hace tanto tiempo que lo han olvidado. Gregor suele llegar exultante y relajado de su sesión de meditación, hace años que lo hace y proclama a todo aquel que le quiere escuchar los beneficios de su práctica, ‘buena para el cuerpo y el espíritu’, repite machacón.
Marthy, por su parte, siempre ha sido un descreído. Tolera a Gregor con la paciencia destilada gota a gota de una amistad que se remonta a su mutua adolescencia, aunque le tiene por un místico incorregible. Marthy, siempre que alguna vicisitud imprevista de esas que llenan la vida, se le aparece, se acoda en el bar y se somete a una ración extra de alcohol. Es consciente de sus límites y asegura conocer el punto exacto en el que la bebida le introduce en un estado de vigilia aturdida que le hace ver los problemas envueltos en un celofán que los hace menos inquietantes.
Cuando han llegado esos momentos, Gregor siempre ha sentido una orgullosa superioridad sobre su amigo y, si le ha acompañado en algún episodio de bebida, ha sido solo para confirmar esa preeminencia; a él no le hace falta beber para enfrentarse con la vida.
Hasta el día en que, preso del desamparo producido con un desengaño amoroso, Gregor bebe y bebe sin freno. Ha llamado a Marthy, quien le acompaña solo por el impulso de cercanía producto de su sana amistad, y sobrepasa los límites que de forma tácita se tiene impuestos. El resultado es una cogorza monumental de ambos.
No es la primera borrachera de su vida, pero la visión de Gregor en ese estado provoca en Marthy una sensación de descontrol que hace propia y le asusta. Decide restringir sus hábitos de bebida y encuentra en la práctica del tai-chí un sucedáneo perfecto para llegar al estado de ‘lucidez distante’, como la llama, que antes le proporcionaba el alcohol. En silencio, piensa que Gregor tenía razón.
Gregor, por su parte, desde su desengaño amoroso ha perdido la fe en sus virtudes y capacidades, comienza a faltar a su clase de meditación, antes una rutina cuasi religiosa. Se abandona a la bebida hasta que, poco a poco, cree encontrar ese punto del que le hablaba Marthy de vigilia aturdida y distante. Y le gusta la sensación.
Los amigos se siguen viendo cada jueves. Gregor piensa que al final los sinsabores son el motor del cambio en los hombres, mientras que Marthy se siente orgulloso de su cambio de vida y lo proclama a quien le inquiere. Se encogen de hombros cuando se miran a los ojos, conscientes de que el mundo sigue girando y cada cual intenta buscar acomodo en él como puede.
Les confieso que he tenido mis dudas sobre si comparar el aturdimiento con el noqueo. Menos mal que he consultado con el diccionario y, aunque no es igual una cosa que otra, al paso que vamos, no tardaremos mucho en estar noqueados.
Es evidente que noquear es un término muy propio del boxeo, una disciplina deportiva que va a menos, sobre todo en cuanto a visibilidad y difusión. Pero, aunque el pugilismo no está de moda, debemos reconocer que muchas situaciones de nuestra vida diaria suponen un combate interminable contra un contrincante difícil y esquivo, cuando no invisible.
Pero centrémonos en aturdidos, que es el tema que han propuesto los temerarios de El Globosonda para este mes; unas tipas, tipos y tipes (jaja) que cada vez lo ponen más complicado.
Desconcertado y hecho un lío estoy tras la lectura del penúltimo libro que pasó por mis manos. Se trata de un ensayo de la joven escritora y activista “trans” licenciada en Filosofía y Letras Modernas Elizabeth Duval titulado: “Melancolía: Metamorfosis de una ilusión política”.
Reconozco que tuve que hacer un esfuerzo para llegar al final porque, quizás como cualquier ensayo, es complejo y farragoso. Con demasiadas referencias a estudios de otros autores. Un texto repleto de términos técnicos y artificiosos que en nada ayudan al lector medio a entender el mensaje que la autora pretende dar. Solo, y ya al final, dos capítulos con claras referencias a lo personal e íntimo son asumibles y logré comprender alguna de las ideas expresadas.
Lo cierto y verdad es que ya en las primeras páginas cuando se refiere al “alma” y utilizar el término “melancolía” referido a la política me empezó a confundir bastante, mucho más cuando la autora es tan joven. Menos mal que otras obras no me dejan tanta confusión y desasosiego, al fin y al cabo su lectura significó un ejercicio de perseverancia ante un universo desconocido.
Otro asunto más cotidiano y que me gustaría reflejar es el aturdimiento colectivo que ocasiona el uso del teléfono móvil, aunque la telefonía como tal es lo que menos se utiliza en estos dispositivos.
Cada amanecer observo confuso como un tropel de chavales, chavalas y demás géneros (por lo de la inclusión, que esta última lectura me ha dejado tocado jaja) que, camino del instituto, marchan cabizbajos y seducidos por el brillo de la pantallas. Algunos, manejando los pulgares a ritmo de vértigo al escribir. Otros, más temerarios, y a la vez, encienden con desparpajo el primer cigarrillo del día.
Pero no solo ellos están enganchados al móvil, también gente de otras edades y hasta jubilados, que no sé qué carajo mirarán a esas horas en las que apenas ha salido el sol. La situación se repite con cualquiera que te cruces, todos como zombis tropezando en los bordillos de las aceras, inconscientes ante el tráfico y las vías del tranvía, atrapados cual magnetismo pero ¿ante qué?, me pregunto. Seguramente, y sin temor a equivocarme, frente a simplezas y naderías. Un comportamiento que me resulta ilógico y antinatural pero que, sin embargo, se ha convertido en un hábito obsesivo.
Es evidente que, a pesar de todas estas herramientas, ni estamos más informados, ni somos más listos, ni estamos más comunicados con el semejante.
Y como no hay dos sin tres, qué decir sobre el estancamiento de la situación política en nuestro país durante estos ya largos meses. Ante el actual atolladero no sé si estoy aturdido o resignado. Menos mal que la rutina diaria me atrapa y desconecto sobre un asunto que, aunque nos afecta a todos, solo ellos, en su afán por mantener las cuotas de poder, pueden desatascar y resolver el embrollo que supone esta parálisis.
Y más que aturdido, ando abrumado por la espiral de hostilidades que recientemente nos desbordan. Resulta increíble la capacidad que tenemos de soportar tanta violencia, aunque sea a través de crónicas e imágenes en los informativos. Y sobre todo, la frustración por el desconcierto y la incapacidad de los líderes políticos para solucionar o encauzar alguno de los muchos conflictos que nos afectan.
Aparte de todas las circunstancias referidas, a veces me pregunto si mi aturdimiento aumenta o se muestra más explícito también por la rara climatología que soportamos pues, en el otoño, con días de frío, lluvia, y viendo caer las hojas, ya tenemos suficiente para atemperar nuestro ánimo sin volvernos tarumbas.
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