Cosme se resiste a ir a la cama, le llena de aprensión el duermevela plagado de recuerdos en que desemboca la ilusión del tamborileo rítmico de la lluvia, cuando golpea el techo de la casa. Es una ensoñación repetida y falsa; el agua que tanta falta hace.
De niño, Cosme echaba carreras de barquitos en las acequias y regatos del pueblo. Los barquitos eran apenas unos palos con punta y se reponían con facilidad para la siguiente regata. El agua era omnipresente; nadie reparaba en ella, salvo cuando diluviaba.
Después, Cosme se aficionó a la pesca. Bajaba al río después de la escuela armado con caña, sedal, carnada y tiempo. Allí aprendió la paciencia. El río entonces cambiaba de humor al ritmo de las estaciones. Su cauce era el orgullo del pueblo, en las fiestas los mozos competían en cruzarlo a nado. Todo cambió con la presa. El río se volvió lento, perezoso, predecible. Se hizo pequeño y la mayoría de los peces lo abandonaron.
Las lluvias se volvieron escasas, el agua desapareció de las acequias y los regatos se convirtieron en sendas terrosas. La escasez de agua era tema de conversación en el bar, en la plaza, incluso el cura se atrevió algún domingo en la homilía. Mucha gente abandonó el pueblo. A Cosme la emigración le llegó tarde, estaba cansado para aventuras.
El camión cisterna apareció en el pueblo algún tiempo después. Primero algunas semanas del verano impenitente, luego más a menudo, a medida que el grifo dejó de traer agua y escupía un líquido amarronado y escaso. Cosme apenas salía de casa, solo para dar un paseo y mirar al cielo, negando.
Hasta que, una tarde en su otear diario del cielo, ve allá lejos alguna señal en el cielo y por primera vez desde hace meses, quiere dormir hasta que le despierte el rumor de la lluvia y el olor a campos mojados. Esta vez, no es un sueño. Cosme, extasiado, sale, se sienta en el poyete de su casa y deja que el agua le empape. Lo encuentran la mañana siguiente, con cara de felicidad en su rostro ya frío.
La lluvia continuó y se volvió diluvio mientras lo enterraban. Sus vecinos abandonaron la ceremonia a la carrera para guarecerse, el chubasco y el viento la hacían imposible; pensaron que a Cosme no le importaría volverse a mojar. El agua arrastró el féretro hasta el río, redivivo y orgulloso por unos días, y Cosme fue encontrado a varios kilómetros, acunado por la corriente en su improvisado barquito.
En estos días de primavera estoy terminando de leer la novela de Fernando Marías titulada “Arde este libro”. No supe de la noticia de su muerte en el 2022, ni tampoco que fue una de sus últimas obras. Pero por el tema que trata, intuí que podía contener muchos elementos autobiográficos. Más tarde confirmé mis sospechas pues, a través de sus páginas, nos cuenta sobre la muerte de la que fue su pareja durante más de tres décadas y las adicciones al alcohol de ambos en aquellos años bohemios de la Movida.
Por supuesto que hace referencias al clásico de Blake Edwards “Días de vino y rosas”. Porque, como su protagonista, también él logra rehabilitarse, ella no. Al final de la novela, y refiriéndose a la abstinencia, me impactó especialmente la frase: “El agua, único dios verdadero”, tan precisa como rotunda. Además, me viene al pelo para el tema que han propuesto este mes mis compañeros de El Globosonda.
No sé si realmente esta afirmación refleja la importancia del agua, pues han pasado años, siglos y milenios y el dominio sobre los recursos hídricos sigue siendo una muestra de poder. Así, el líquido elemento es objeto de disputa, de litigios y enfrentamientos entre regiones e, incluso, entre naciones. Conflictos y guerras que se disimulan con otros pretextos o argumentos como la religión, la propiedad de los territorios, etc. Sin embargo, no dejan de ser excusas acerca de un motivo fundamental para el desarrollo como es disponer del agua.
El cuerpo humano contiene entre un cincuenta y un setenta por ciento de agua. Cerca del setenta por ciento de la superficie del planeta está cubierta de agua. Sobre el agua hay muchas frases contundentes y casi lapidarias, el agua es vida, el agua es la fuerza motriz de la naturaleza, dijo Leonardo Da Vinci; olvidamos que el ciclo del agua y el ciclo de la vida son uno mismo, que pronunció Jacques Cousteau; y muchas más, tan singulares y evidentes, como rimbombantes.
La vida del hombre en la tierra siempre ha estado vinculada al agua en sus diferentes formas. Por eso, como tantas otras poblaciones, también mis dos ciudades de referencia y que más conozco están asentadas en función del líquido elemento.
Muy próximo a Valdepeñas el yacimiento arqueológico de origen íbero – oretano del Cerro de las Cabezas está asentado muy cerca del cauce del río Jabalón. Igualmente, una de las más grandes necrópolis prehistóricas de la península está situada en una loma que bordea el Arroyo Humanejos, en las proximidades de Parla.
Ambos lugares ahora están muy depauperados, sobre todo a nivel hídrico, pero seguramente en la antigüedad tuvieron mucha importancia por el esplendor y una fertilidad que permitió el desarrollo de nuestros antepasados.
De vez en cuando recuerdo el final del invierno más lluvioso de las últimas décadas en el 2010. Un acontecimiento que me conduce al excelente artículo de Pedro Antonio González Moreno sobre aquellas crecidas y que tituló “El sueño de las aguas desbordadas”. Un texto casi poético que refería las bondades de aquel veinticinco por ciento más de precipitaciones y sus beneficios para los ríos que recorren el páramo manchego, desde el padre Guadiana al pobre Azuer, o los exiguos Cigüela, Záncara y Jabalón, cauces desbordados de agua roja que, a la postre, llenaron presas y recargaron los acuíferos, algo inusual y que cada vez se repite menos.
Viendo aquellas imágenes, aunque pudieran parecer catastróficas, pero a la vez tan bellas como beneficiosas, permitían pensar en aquel exceso, a muy corto plazo, que significaría prosperidad y bonanza.
Al contemplarlas, pues hay vídeos, me gustaba imaginar al Jabalón como aquel Nilo antiguo que arrastraba aluviones de fango o limo fertilizando el desierto y colmando de cosechas a Egipto. Que se encharcaran algunas parcelas y majuelos puntualmente y en aquellos días no podía suponer ninguna tragedia ante tanta sed.
En Parla, hasta mediados de los años setenta no hubo problemas con el agua, pues la ciudad se abastecía de los pozos habituales que había en el término. Como extraordinario, solo en las pequeñas huertas alrededor del término se perforaba algún otro, porque los demás cultivos eran de secano. Era fácil encontrar agua en el subsuelo parleño a poco que profundizases. Después, el aumento de población disparó el consumo y hubo que tomar otras medidas para el suministro.
Pero todavía en esos años, el Arroyo Humanejos, a pesar de ser un cauce estacional, discurría protegido por los bosques de galería en muchos trechos de su itinerario. Me cuentan que, en aquella época, era común que los chavales más atrevidos se bañasen en alguna poza y atrapasen con artes muy precarias pequeños peces. Ahora su lecho acumula algunos vertidos y apenas quedan restos de vegetación. Abandonado a su suerte, solo fluye cuando recoge el agua de las tormentas, cada vez más escasas.
Desde su exilio voluntario mi amigo equis añora aquellos días, y se consuela contemplando los chorros que brotan en el manantial de la Peña de Arias Montano. Del mismo modo yo, entre sueños, veo discurrir la antigua cañada de “Los Alamillos” plagada de juncos alrededor. Memoria del agua que solo puede ser rescatada a través de la añoranza cuando, ocasionalmente, un suelo poco permeable forma lagunas efímeras donde cientos de aves buscan comida y chapotean durante unos días o semanas. Espejismos, destellos fugaces del agua ante un cambio climático imparable.
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