Archivo por meses: octubre 2019

En el cementerio (Rafael Toledo Díaz)

Categoría: La caja negra

Aquel “vusca” con v era un disparate tan grande que clamaba al cielo por encima de los cipreses. Por eso, cuando decidieron darle la vuelta a la lápida porque ya le faltaban demasiadas letras al epitafio, grabaron en la otra cara del mármol el poema rectificado que la abuela le escribió al abuelo. Así, al corregir el error ortográfico quedamos en paz con la escritura.

Hay silencio, quietud, paz y sosiego, condiciones contemplativas que siempre se asocian con la muerte. En algún momento ese estado casi místico era sobresaltado por el zurear de las palomas que revoloteaban alrededor de los cipreses, eso, y el soplador mecánico del empleado de la limpieza del camposanto.

Esta necrópolis a la que me refiero es un lugar que, aunque apartado de la ciudad, es uno de los espacios mejor cuidados de la villa. Para llegar a este recinto alejado del pueblo hay que recorrer un par de kilómetros, un paseo que, en mi infancia, estaba flanqueado a ambos por lados por moreras y acacias; árboles que daban sombra a calzadas como esta en la llanura manchega.

Espontáneamente y sin pensar declaramos que la muerte nos iguala, pero no es cierto. En el cementerio de mi ciudad hay estatus bien diferenciados. En los nuevos patios hay enormes mamotretos graníticos, panteones que pugnan por sobresalir del entorno, sepulturas de lujo para vecinos humildes. Lugares donde la ostentación, el orgullo y la arrogancia sirven para reivindicar la ridícula vanidad de los deudos ante la muerte del pariente, entierros de primera para una vida de tercera. Esta petulancia pueblerina está tan asumida que ya ni siquiera es criticada, se acepta como algo natural y lógico.

En este cementerio, como en tantos otros, podemos comprobar el paso del tiempo o de las épocas en función de las modas fúnebres. En los patios más antiguos las gran mayoría de sepulcros son de piedra. Luego después vinieron las lápidas de mármol blanco, una época que abarca periodos de finales de los sesenta, hasta casi los ochenta del pasado siglo y, ahora; enormes tumbas de granito en una amplia gama de grises y negros. Cruces, cruces y más cruces para una sociedad cada vez más laica, pero la tradición sigue y la costumbre perdura y se impone.

Cuando era pequeño, en los primeros días de noviembre, si hacía bueno, visitábamos el cementerio. En aquel tiempo apenas tenía algún pariente enterrado allí, era como ir de excursión. La mayor osadía u ocurrencia consistía en subir por una estrecha escalera a las tapias que delimitaban el osario. Desde la altura podías contemplar un revoltijo de cráneos, fémures y húmeros amontonados. Por entre los huesos y de forma sigilosa se deslizaba de vez en cuando alguna culebra. Una mezcla de asco y temor sacudía nuestras mentes infantiles, tanto, que por la noche, y en sueños, recordando la tétrica visión podías tener una horrible pesadilla.

También había un recinto anexo al que llamaban “el corralillo” un nombre despectivo para denominar el lugar donde enterraban a los suicidas y a los no católicos. Allí reposaban los restos de los protestantes o evangélicos, y también daban sepultura a los musulmanes que, casualmente, habían podido fallecer por accidentes de tráfico.

En aquellos años en el día de los difuntos no se había mercantilizado el tema de las flores y los socorridos ramos y centros. Los ornamentos florales de la época eran muy simples, sobre las tumbas y arrancadas de los arriates de los patios y corrales se colocaba la popularmente llamada “flor del hacha” o “cresta de gallo”, las dalias o los crisantemos.

Aunque en el municipio era costumbre, nunca entendí por qué después de la salida del templo, ningún familiar directo acompañaba al coche fúnebre que transportaba al fallecido para su enterramiento. Me sorprendía, porque no era lo que veíamos en las películas americanas. En el cine o en la tele las familias participaban en los funerales echando puñados de tierra a la fosa, dando discursos o escuchando las canciones que, en vida, le gustaban al difunto.

Supongo que aquí, asumimos con naturalidad que el cuerpo es solo materia, lo que importa en nuestra cultura cristiana es la supuesta espiritualidad del alma, algo intangible que solo pueden comprender los creyentes.

Años más tarde, esas costumbres, como las del duelo, se han ido transformando o perdiendo. Ya no se observa en los funerales actuales la rigidez del protocolo, formalidad donde el orden de parentesco asigna el lugar de los allegados en el duelo. Además, ahora es habitual que algún hijo o nieto del finado se acerque al camposanto y asista al acto concreto de la inhumación.

En muchas de nuestras ciudades existe un equilibrio poblacional, pero a pesar del ahorro de terreno que suponen las incineraciones y los columbarios, cada cierto tiempo, los ayuntamientos necesitan adquirir parcelas para ampliar los cementerios.

Ahora que tanto se habla de las regiones deshabitadas, del permanente debate sobre la España vaciada, los camposantos de estos pueblos son los lugares que más crecen. Allí reposan los lugareños, pero también muchos de los que emigraron. Aquellos vecinos que se fueron buscando un futuro mejor, vuelven a la tierra donde nacieron para reposar eternamente junto a sus ancestros.

Cuando ocasionalmente vuelvo a mi ciudad natal, no siempre, pero de vez en cuando visito su necrópolis. Ahora mi itinerario entre las tumbas del camposanto se hace cada vez más largo y penoso, ya son muchos de los míos los que reposan allí, y sus fotos empiezan a estar descoloridas.

Pero aunque admito con naturalidad este sentimiento tanático y el culto a la muerte de los manchegos. Yo, a pesar de la distancia, a mis muertos los llevo siempre en la memoria.

Fdo: Rafael Toledo Díaz


La muerte de Teresa Bodevil

Teresa Bodevil era una lectora incomprendida, como muchos otros. Sabía que todos los lectores tenían sus manías, pero… dudaba de que fueran tan raras como la suya. Ella disfrutaba con los relatos tétricos. Relatos de esos que te hacen pasar varias noches en vela, vigilando tus alrededores por si ocurre algo paranormal. Es algo normal, ¿no? Muchas personas disfrutan con relatos o películas de terror. Pero es que Teresa había cogido como costumbre ambientar sus lecturas en sitios fúnebres. Tan fúnebres como el propio cementerio. Todas las noches de luna llena planeaba su velada nocturna. Entraba al cementerio media hora antes del cierre y se dedicaba a recoger las flores y coronas estropeadas de los difuntos. Así, pasaba desapercibida, pues el guardia de seguridad pensaba que era parte del personal de limpieza y la dejaba la llave antes de irse.

Cuando todo el personal se iba, ella escogía la tumba perfecta, dependiendo del libro que escogiera esa noche, encendía un par de velas, colocaba las flores que había recogido a su alrededor y comenzaba su lectura.

Una noche, mientras leía, escuchó un ruido extraño cerca. Ella ya estaba pensando que el sonido se debía a Hermenegildo, el protagonista de la lectura de aquella noche, que tenía como hobby desenterrar el cadáver de los muertos y echarse unos bailes con ellos. El sonido comenzó a escucharse cada vez con más frecuencia. Teresa comenzaba a asustarse, pensaba que Hermenegildo se acercaba. Pero el sonido cesó de pronto. Y, cuando pensaba que había parado del todo, escuchó un gran estruendo justo detrás de ella y se encontró con la estatua de Bécquer, que se abalanzaba encima suya.

Así murió Teresa Bodevil y ahora vaga por las calles de Parla, junto a la Santa Compaña, conociendo a los verdaderos personajes de sus relatos tétricos.


Muerte de Emmanuel le Batteur

Me presento…bueno, la verdad, no sé si he elegido la mejor palabra tratándose de un muerto, porque… ¿un muerto puede presentarse?, ehhh…ah, quizá,… ¿no existe la expresión estar de cuerpo presente?…bueno, vamos a dejar esta parte que me lio y voy al grano.

Me llamo (llamaba) Emmanuel le Batteur, ascendiente de un conocido músico español, mundialmente conocido. Entre mis pasiones se encontraban la poesía y la música.

Yo tocaba el tambor en una banda de música. Nuestra especialidad era el desfile, tocábamos cualquier pieza y casi con los ojos cerrados.

Recuerdo aquella tarde con alegría y un pequeño dolor. Nos contrataron para un acto militar. Los temas que tocábamos me los sabía al dedillo y me aburrían enormemente. Era para estas ocasiones, para las que llevaba entre las partituras algún librillo de versos escondido, que aprovechaba para leer mientras que marcaba el contrapunto con mi tambor. Esa tarde me abstraje demasiado, y es que ese poeta, aunque sólo era conocido por los de su pueblo (no sé si por todos) algún despistado más y por mí, escribía de una forma sublime, era un virtuoso de la palabra. Su nombre creo recordar era Charles le Rocher. Y en esa lectura andaba cuándo mis compañeros rodearon la zanja provocada por la rotura de una tubería y yo no, por lo que caí, con la mala suerte de atravesarme el corazón y parte de un pulmón con la baqueta de mi tambor. Al menos, fue rápido y morí antes de darme cuenta que me había destrozado la cara con el saliente de esa tubería de hierro oxidada. Me hubiera parecido una faena tanto estropicio, porque aunque no era una belleza, tenía un aspecto muy apañado.

Bueno, si obvio los dolores previos, fue una muerte entre mis pasiones, por lo que en agradecimiento a este hecho, he decidido sumarme a esta Santa Compaña, eso sí, con mi tambor.


La muerte de Ludovico Infausto Lagarregui

Ludovico Infausto Lagarregui. Desaconsejado social. Desde antes de producirse su nefasta dentición ya era un vulgar y obsesivo lector de todo relato, cuento, novelita o novelón, manifiesto, articulo o prospecto en el que se hablara de trenes, o transcurriera en trenes, o la historia fuera sobre raíles. De tanto leer su culo se hizo vagón y el su alma pendió de una catenaria. Murió misteriosamente arrollado por un tren en su propia casa. Su cadáver, cuando lo encontraron, estaba atravesado por las ruedas del AVE Madrid – Sevilla. Nunca deja descansar en paz.


#DaLee en Noticias de tu ciudad

Carlos Candel, miembro fundador de la asociación cultural El Globo Sonda, explica al periódico local Noticias de tu ciudad el proyecto “DaLee una vuelta al mundo“, en una interesante entrevista que aparecerá en el número de octubre de 2019.

Puedes acceder a la noticia entera en el siguiente enlace: https://issuu.com/ndtcparla/docs/ndtc_octubre_2019

Y si consigues un ejemplar en papel, recuerda que puedes utilizar el Pasaporte de lecturas que hay en el interior y ganar un montón de increíbles premios. Recuerda que la llave de este mes es una obra de un autor parleño. Sólo tienes que ir a una las bibliotecas municipales o librerías colaboradoras para que te sellen esta etapa.


La muerte de la bruja M. Pandora

De las millones de brujas que andan y vuelan a través del tiempo, yo, María Pandora, siempre anteponía la posibilidad de viajar frente a cualquier otra actividad.

Después de muchos viajes a diferentes épocas de la Historia y a diversos lugares de este y otros mundos, tenía como costumbre dormir en bibliotecas, librerías o lugares destinados a almacenar libros.

Lo elegía por lo cómodo, discreto y acogedor del lugar y también por una cuestión práctica. Cuando bajaban las temperaturas durante la noche, podía utilizar las hojas de los libros y manuscritos para acolchar un frío suelo, amontonar alturas para conseguir una almohada a medida y arroparme el cuerpo con varias capas.

Al amanecer, antes de que el lugar fuera invadido de nuevo por las personas que lo utilizaban, los embrujos y conjuros con mi escoba devolvía cada cosa a su sitio.

Era una cuestión importante de mi plan de viajes hasta que visité el siglo XXII donde los libros eran electrónicos y las tablets de frío plástico ya no abrigaban.

En la noche en que visité el último glaciar sobre la Tierra fui la primera bruja que murió congelada y no ardiendo en la hoguera.

Muchos ríen de mi infortunio pero yo prefiero tomarlo como un acto más de rebeldía y continuar mis viajes con la Santa Compaña.


La muerte de Damián Lamacán

Damián Lamacán era el hijo único de un comerciante de vinos que se pasaba gran parte del año de viaje. Su madre murió en el parto y fue criado por su invidente abuela. Quizás por esa razón se aficionara tanto a la lectura… y en el futuro, a la bebida. No tenía hermanos ni familiares con los que pasar el tiempo. Desde niño acumuló en sus estanterías centenares de viajes y sueños ajenos.

Cuando murió su padre, a causa de un naufragio en las costas de la Isla Inaccesible, donde habían pensado atracar para descansar antes de atravesar el Atlántico en su ruta comercial hacia las Américas, le dejó todas sus riquezas. Por ello, Damián no tuvo necesidad de trabajar. Fallecida también la abuela, se pasaba el día leyendo en la intimidad de su solitaria mansión.

Aquella noche se dispuso a leer Las aventuras de Arthur Gordon Pym, la conocida novela de Edgar Allan Poe, al tiempo que tomaba un baño relajante. Encendió las velas que emergían cual volcanes sobre sus dos candelabros de plata, se sirvió la quinta copa de vino tinto de la noche y se sumergió entre la espuma, audaz como un marinero internándose en la bruma. La luz tenue tintineando armoniosa sobre los azulejos de la pared, la cálida caricia del agua tibia en su piel y el efecto combinado de seis copas de vino y una estimulante, a la par que relajante lectura, hicieron el trabajo de la parca aquella noche. Y Damián Lamacán sucumbió a los brazos de la oscuridad sumergido en lo que creyó ser, antes de ahogarse, las fieras aguas del Atlántico chocando contra las rocas de la Isla Innaccesible.

Ahora vaga, junto al resto de miembros de la Santa Compaña, convencido de que entre ellos encontrará al fin a su desaparecido padre hasta que alguien le aclare que, en realidad, murió ahogado en su propia bañera. ¿Se lo dirás tú?


La muerte de Julián de Cuenca, el Bibliotecario

Julián de Cuenca, el Bibliotecario, trabajó durante más de treinta años en la biblioteca municipal de su pueblo. Su afición a la lectura sólo era comparable con su adicción al consumo, y todas las expectativas que su trabajo colmaba en lo primero se tornaban en frustración con lo segundo.

Julián de Cuenca, el Bibliotecario, sufrió en silencio durante años ese desequilibrio, que apenas podía paliar consumiendo sin freno fuera de la biblioteca. Pero un día no pudo evitar la tentación y se llevó prestado un libro con la intención de no devolverlo.

La extraordinaria sensación de vértigo que sintió el día límite para la devolución fue tan intensa que no pudo acudir al trabajo. Permaneció en casa, sentado a la mesa ante el libro y ante el reloj, viviendo de manera absolutamente inaudita el paso del tiempo, minuto a minuto, víctima de un gozo perverso e irresistible.

Y cuando el reloj marcó las doce de la noche y se supo miembro novicio del grupo de los usuarios con préstamos sobrepasados, no pudo reprimir una extraordinaria erección, que se apresuró a aliviar en el baño, leyendo uno de sus incontables libros comprados.

Aquel fue el primer día de su nueva condición, doble condición, de usuario moroso y bibliotecario insumiso . Haciendo caso omiso de las cartas de reclamación y de los reiterados avisos de su jefa para que devolviese los libros prestados, Julián de Cuenca fue acumulando libros y más libros en su casa. Libros que fueron invadiendo todo el espacio, hasta convertir el domicilio en una biblioteca caótica y clandestina. Y peligrosa.

Una noche, tras su masturbación diaria, salió del baño y tropezó con una de las columnas de libros que habían crecido en el pasillo. La columna se derrumbó con un estruendo y dio comienzo a una cadena de derrumbes que se extendió por toda la casa y terminó sepultando al pobre Julián. Una vecina, Felicidad de nombre, alertada por el estruendo, llamó a la puerta de Julián y, al no recibir respuesta, llamó a emergencias.

El sonido de la sirena informó al bibliotecario de la que se avecinaba y, acorralado por la idea de saberse descubierto, tomó la decisión por la que ha pasado a ser tristemente famoso y un alma en pena. Prendió fuego a su propia casa y murió consumido por las llamas en unos minutos.

“No es mal final, después de todo”, opinó Felicidad, la vecina, “Julián y los libros, a la vez víctimas y combustibles de su propia muerte”.

Julián de Cuenca, el Bibliotecario, formará parte de la Santa Compaña hasta que devuelva los libros prestados; labor que, si nada lo remedia, se prolongará por los siglos de lo siglos.


La muerte de Juan Veiró, “El suicida”

Nadie podía explicar el trágico suceso. Solo una escueta reseña en la prensa anunciaba que, el famoso personaje había sido encontrado muerto en su chalet. Como se había decretado el secreto del sumario hasta que las diligencias y las investigaciones aclarasen algo sobre lo sucedido, lo demás eran bulos y suposiciones, basura amarilla.

Solo el juez de guardia y los dos agentes de policía que se personaron en el domicilio, pudieron ver al ahorcado. Allí, en la biblioteca y colgado de una viga permanecía el cuerpo rígido del fallecido, bajo los pies del muerto estaban desparramados una supuesta pila de libros, volúmenes que sirvieron como base al suicida para consumar el acto.

Buscaban pistas, pero nadie trató de indagar más allá de encontrar botes de fármacos, sustancias prohibidas y las posibles huellas de algún extraño. Solo un empleado de la limpieza que se encargó de recoger los restos de tan macabro acto, pudo comprobar que, todos los libros que el ahorcado utilizó para tal fin eran novelas de amor.

Fdo: Rafael Toledo Díaz


31 de octubre: La noche de los cuentos vivientes

El próximo jueves 31 de octubre, a las 21’00 horas, con motivo de la noche de los difuntos, hemos conseguido sumar a la Santa Compaña a nuestro proyecto de animación a la lectura #DaLee una vuelta al mundo. Y, para ello, nos han prometido que leerán algunos “cuentecillos” de cara a sumar kilómetros a nuestro viaje.

¡Ah! Por cierto, nos han dicho que podrán acompañarles aquellos que lo deseen (mayores de 12 años). Sólo hay un pequeño inconveniente, y es que, como sabrás, aquel que se sume a su camino, debería estar muert@ (de miedo). ¿Te sumas a su letanía por las calles de Parla? Aquell@s interesad@s recorreremos, a golpe de susto y cuentos de terror, los siguientes puntos de nuestra ciudad, en los que podremos disfrutar de uno o varios cuentos:

  • Estación de Cercanías (RENFE).
  • Ayuntamiento viejo.
  • Iglesia vieja (Asunción).
  • Plaza de Adolfo Marsillach.
  • Biblioteca vieja (antiguas escuelas).

Si tienes pensado morir (de miedo) en estos días y te apetece pasar un buen rato en la mejor y más divertida compañía (y ya de paso, sumar kilómetros a DaLee una vuelta al mundo), sólo tienes que rellenar el siguiente formulario. Recuerda que las plazas son limitadas, así que no pierdas el tiempo, ¡que la vida son dos días!

¡IMPORTANTE VENIR DISFRAZADO!

¿Estás segur@ de que deseas acompañar a la Santa Compaña en este itinerario por Parla?
¡Pues apúntate ya! ¡Las plazas son limitadas!


El Twitter del Globo