Julián
de Cuenca, el Bibliotecario, trabajó
durante más de treinta años en la biblioteca municipal de su
pueblo. Su afición a la lectura sólo era comparable con su adicción
al consumo, y todas las expectativas que su trabajo colmaba en lo
primero se tornaban en frustración con lo segundo.
Julián
de Cuenca, el Bibliotecario, sufrió
en silencio durante años ese desequilibrio, que apenas podía paliar
consumiendo sin freno fuera de la biblioteca. Pero un día no pudo
evitar la tentación y se llevó prestado un libro con la intención
de no devolverlo.
La
extraordinaria sensación de vértigo que sintió el día límite
para la devolución fue tan intensa que no pudo acudir al trabajo.
Permaneció en casa, sentado a la mesa ante el libro y ante el reloj,
viviendo de manera absolutamente inaudita el paso del tiempo, minuto
a minuto, víctima de un gozo perverso e irresistible.
Y
cuando el reloj marcó las doce de la noche y se supo miembro novicio
del grupo de los usuarios con préstamos sobrepasados, no pudo
reprimir una extraordinaria erección, que se apresuró a aliviar en
el baño, leyendo uno de sus incontables libros comprados.
Aquel
fue el primer día de su nueva condición, doble condición, de
usuario moroso y bibliotecario insumiso . Haciendo caso omiso de las
cartas de reclamación y de los reiterados avisos de su jefa para que
devolviese los libros prestados, Julián de Cuenca fue acumulando
libros y más libros en su casa. Libros que fueron invadiendo todo el
espacio, hasta convertir el domicilio en una biblioteca caótica y
clandestina. Y peligrosa.
Una
noche, tras su masturbación diaria, salió del baño y tropezó con
una de las columnas de libros que habían crecido en el pasillo. La
columna se derrumbó con un estruendo y dio comienzo a una cadena de
derrumbes que se extendió por toda la casa y terminó sepultando al
pobre Julián. Una vecina, Felicidad de nombre, alertada por el
estruendo, llamó a la puerta de Julián y, al no recibir respuesta,
llamó a emergencias.
El
sonido de la sirena informó al bibliotecario de la que se avecinaba
y, acorralado por la idea de saberse descubierto, tomó la decisión
por la que ha pasado a ser tristemente famoso y un alma en pena.
Prendió fuego a su propia casa y murió consumido por las llamas en
unos minutos.
“No
es mal final, después de todo”, opinó Felicidad, la vecina,
“Julián y los libros, a la vez víctimas y combustibles de su
propia muerte”.
Julián de Cuenca, el Bibliotecario, formará parte de la Santa Compaña hasta que devuelva los libros prestados; labor que, si nada lo remedia, se prolongará por los siglos de lo siglos.