El silencio de la casa no
es, como muchos dirán, el sabor del olvido. No pasa ni un solo día
en el que Marina no recuerde a su difunto marido. Ese silencio sabe
más a soledad, a la cruda realidad de que, en realidad, no somos más
importantes que el aleteo de una mariposa en mitad de un inmenso
campo de trigo. Estamos solos en esto, eso ya lo ya sabe Marina desde
que él murió.
Tal vez por esa razón
contrató a Amina. Se la recomendó su hija, y aunque al principio no
lo veía claro, acostumbrada como estaba a hacérselo todo ella
misma, tenía que reconocer que había sido un acierto. Aunque solo
fuera porque su deambular por la casa rompía con una sutileza
encantadora el silencio que tanto había detestado durante los
primeros años de viudedad. Le gusta esa chica. Es ordenada y muy
educada.
– Amiga, cariño, tú
vales mucho, ¿por qué dejas que alguien decida por ti?
– No entiendo por qué
dices eso, Marina.
– Me refiero a tu
velo, ¿nunca te lo quitas?
– Pues… no. Nadie me
obliga, lo llevo porque quiero.
Eso es lo que dicen
todas, se calla Marina, aunque su sonrisa le delata. Las mujeres
alienadas siempre cuidan de molestar a los hombres con sus
comentarios.
– Se lo digo en serio,
lo hago porque quiero. Es mi decisión. Mi marido no se mete en eso.
Desde el espejo del
baño, que a estas alturas es el único testigo de su vejez desnuda,
repasa los últimos vestigios de lo que un día fueron unos labios
carnosos. La ausencia galopa por el pasillo, pero eso no es razón
para seguir sintiéndose deseable. Tal vez las manchas de algunas
moras jamás terminen de borrarse, pero no por ello hay que privarse
de otras moras. También se coloca con cuidado los pechos dentro del
sostén. Hace poco más de un año entró por primera vez en un
quirófano para operarse unos pechos que habían dejado de hacerla
sentir orgullosa de sí misma.
– Y que me diga
alguien que no tengo derecho a hacerlo.
Suena el timbre. Extraño
a esas horas. Amina hace dos horas que se marchó. Tal vez se le haya
olvidado algo. Al otro lado de la mirilla reconoce el contorno
inconfundible de su hija Clara. Más extraño aún. Ella solo pisa su
casa con alevosía y premeditación. Al abrir la puerta percibe la
presión. Su hija llora desconsolada. Lo primero que pasa por la
cabeza de Marina es la posibilidad de una ruptura sentimental o un
despido fulminante. Tal y como están las cosas…
– ¿Qué te ha
ocurrido, cariño?
Clara muestra un sobre
en una mano, lo que desconcierta aún más a su madre. ¿Hacienda?
¿La policía? No se le ocurre nada en lo que su hija pueda estar
metida que le provoque tal dolor.
Coge el sobre. Lo
primero que mira es el remitente. En él hay un sello del hospital.
El corazón le da un vuelco de golpe. No puede ser. Su
hija…¿enferma? En seguida comprueba, para su alivio, que no se
trata de nada de eso. Son los resultados de unas pruebas de
fertilidad.
– No sabía que…
Clara asiente. Se le
percibe algo de vergüenza en el rostro.
– No podremos tener
hijos, mamá.
Marina sabía que
Agustín y ella llevaban tiempo intentándolo. De hecho, alguna vez
incluso bromeó con ellos sobre los riesgos de un embarazo tardío.
Pero jamás pensó que la cosa hubiera ido tan lejos. Clara nunca le
comentó nada en relación a dificultad alguna.
– Lo siento mucho,
cariño -dijo, tratando de empatizar con su hija-. Pero no te
preocupes, ahora hay muchas opciones.
Clara la miró, ojos
abiertos como platos.
– ¿A qué te
refieres, mamá? Ya hemos probado la inseminación, y no ha habido
manera.
– No, hija, no me
refería a eso. La hija de una amiga, que tampoco podía, pagó a una
chica…
– Pero, ¿qué dices,
mamá? ¿Gestación subrogada?
– Bueno, ella lo llamó
vientre de alquiler o algo así.
– Peor me lo pones.
¿Tú sabes que eso es ilegal?
– Aquí, en España. Pero en otros países… Esta chica se fue a Rumanía. Y dice que muy bien. Que la chica que lo hizo estaba encantada.¿En serio te lo has creído? ¿Cuánto le pagaron a esa desgraciada?
– ¿Y eso qué más da? Estas chicas no son unas niñas. Nadie las obliga a hacer lo que hacen. Son libres para elegir lo que quieran, ¿no crees?