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En clase (Carlos Lapeña)

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Categoría: La caja negra

—…bien. Abrid vuestros libros de texto por la página 34. No hagáis caso al tema, es solo para disimular. Hoy vamos a hablar de insectos y arácnidos…

—¡Bien!

—A ver… Tú misma. ¿Alguna vez has matado a un mosquito?

—Sí, claro, con la mano y con el insecticida.

—Y tú, ¿has matado alguna mosca?

—Sí, igual que ella. Y también las he cazado y quitado las alas…

—Vale, vale. Vamos a limitarnos a la muerte, porque si no no acabaremos nunca.

—Tú. ¿Has matado alguna araña?

—Sí. Qué asco.

—Y tú, ¿has matado alguna hormiga?

—Sí. Supongo que un montón. Ahogadas. Hice pis sobre el hormiguero…

—Que levanten la mano quienes hayan matado alguna avispa… Una, dos, tres… Siete. ¿Y alguna abeja?

—¿Vale un abejorro?

—Sí… Dos.

—¿Cucarachas?… ¡Veinte! ¿Escarabajos?… Tres. ¿Mantis religiosa?… ¿Nadie? Sí, son menos habituales. ¿Alguna libélula?… ¡Una mano! ¿Y mariquitas?

—No, por favor, ¡que son preciosas!

—Tu compañero no opina lo mismo, ¿verdad?

—Fue sin querer… Estaba jugando y no controlé mi fuerza…

—Fuerza de gigante, sin duda. ¿Hay algún insecto o arácnido que no hayamos dicho y que hayáis matado?

—Piojos. Con los dedos. Crujen.

—Un grillo.

—Saltamontes.

—¡Yo también!

—Una mariposa para la colección de mi padre…

—Yo, un cortapichas, no sé si vale.

—Vale, vale… Bueno, ya está bien. ¿Creéis que el tamaño influye en tanta muerte?

—Sí. Y que son muchos.

—Y molestos.

—Estoy de acuerdo. Y que sean muchos, pequeños y molestos ¿también influye en nuestra conciencia, en que no nos afecte demasiado?

—Seguramente, profe.

—¿Qué podemos hacer?

—Respetarlos.

—Tener más cuidado.

—Ponernos en su lugar.

—Que no es igual que ponerlos en nuestro lugar, ¿verdad?

—Jajajá, no. ¡Socorro, un pie gigante viene hacia mí!

—¡Me ahogo en esta lluvia amarilla Y apestosa!

—Jajajá…

—Un perro me meó el otro día en el parque.

—Jajajá…

—A ver quién llama. ¡Adelante, pase!

—¿Qué alboroto es este?

—Disculpe director. Como puede observar, estábamos viendo el tema trece del libro, “entendiendo el mundo”, y nos hemos dejado llevar por la emoción…

—Ya veo, o, mejor dicho, ya oigo. Un poco de orden, por favor.

—Descuide, director. Adiós… ¿De qué tamaño lo habéis visto?

—Jajajá…

—¿Nos lo cargamos?


Libros de texto (Carlos Gamarra)

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Categoría: La caja negra

Los libros son ventanas hacia el mundo

Puentes de luz en sombras de silencio

Palabras que acarician la memoria

Compañeros que guardan su consejo

.

Entre sus hojas viven mil historias

Y en las páginas viejas de nuestro ser

Se guarda la esencia de lo eterno

y nos llenan los ojos de esperanza

.

Cada hoja es el fruto de un anhelo

El eco de voces que ya han pasado

Sus palabras construyen horizontes

Y dan forma a lo invisible y lejano

Es un viaje que comienza en cada letra

Donde el ayer encuentra su mirada

Y el mañana se nutre del presente

Libros de texto guardianes del saber



Álgebra (Ismael Sesma)

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Dicen que soy tímido y apocado como mi abuelo Andrés, que llegó a ser jefe de tren; también decidido y perseverante como mi abuela Ángela, que sacó adelante a sus diez hijos; mañoso, austero y ahorrador como mi tío abuelo Fermín. Además, tengo la nariz y las manos grandes de mi tío Senén, el color de pelo pajizo de mi tía Satur y el sentido del humor abierto y un punto descarado de mi bisabuela Paula. Hablo con la misma cadencia y expresiones que mi tío Matías, el locutor; me gustan la brisca, el tute y los cubalibres de ron, como a mi tío abuelo Cosme, y mis nulas habilidades deportivas son el sumatorio de las de toda mi parentela, hasta donde la memoria les alcanza; el deporte, entre nosotros, solo se concibe desde el sillón. Cuando me pongo un traje, de forma invariable escucho que tengo la misma percha que el bisabuelo Arturo, el militar.

Para mi familia, soy una especie de Frankenstein, un libro de texto que compila recortes de la genética o el comportamiento de los que me precedieron. Aunque intento ser autónomo, cargo con la historia acumulada de todos mis antepasados y cualquier cosa que diga o haga, se convierte al instante en reflejo rememorado de alguno de ellos. Me consta que no lo hacen de mala fe, todo lo contrario, para ellos soy un espejo y la contemplación de mi aspecto o accionar resulta una forma de revivirlos en mí; una costumbre familiar instaurada hace tanto tiempo, que empapa los genes y el entendimiento de la vida.

En estas condiciones, me resulta imposible completar cualquier conducta o hábito que pase por ser original, con el estrambote de la dificultad para desarrollar un carácter autónomo, una sana autoestima. Aunque me cuido mucho de comentarlo, porque al instante lo relacionarán con tía Virtudes, la soltera.


La enciclopedia (Rafael Toledo Díaz)

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Categoría: La caja negra

– Cuando llegues a casa le dices a tu madre que venga cuando pueda, que quiero hablar con ella.

A pesar de su corta edad, al párvulo no le extrañó el requerimiento del maestro. De alguna forma, lo intuía; es más, lo esperaba desde hacía días. También él sentía la necesidad de quitarse aquel peso de encima, dejar atrás el desasosiego que le causaba esconderse para hacer los deberes y que por fin todo se aclarase.

Sustentado por un par de muletas metálicas, aquel profesor regentaba en su domicilio un colegio privado de reconocido prestigio. Su disciplina, sin llegar a ser rigurosa, y los métodos educativos que utilizaba, eran suficiente garantía de confianza para los padres de aquellos colegiales.

Entre otras cualidades, este docente tenía una predisposición especial por la gramática y la caligrafía, sobre todo en los alumnos de menor edad. Así, y para conseguir buenos resultados, solía aconsejar que, en casa, y como deberes, copiasen textos de aquella enciclopedia que utilizaban en el aula.

Pues bien, hasta esos días de invierno, aquel niño aplicado escribía en su cuaderno extensas lecciones de la Historia Sagrada, de Geografía o cualquier otra materia basada en el relato. Pero, de repente, a pesar de haber estrenado el bolígrafo Bic que le echaron los Reyes Magos, de un día para otro, dejó de funcionar y apenas conseguía escribir alguna palabra. Había que apretar tanto que la hoja quedaba marcada y, a pesar de ello, los trazos eran intermitentes. En un principio lo achacaba al frío de enero, pero por más que con el vaho del aliento trataba de calentar la punta, aquello no escribía o lo hacía a trompicones.

Por eso, a escondidas y durante muchos días copiaba el texto más corto de los evangelios, siempre el mismo, y cada vez más indescifrable.

Aquel cambio de proceder mosqueó al maestro que, atento a sus alumnos, se extrañó ante aquellos ejercicios tan breves como guarreados.

Al final aquel asunto quedó aclarado y, tras la conversación con la madre, ambos dedujeron que alguien debió cambiarle la mina al bolígrafo nuevo. Una vez repuesto el recambio, las cosas volvieron a la normalidad. Eso sí, el rapapolvo fue de órdago, por ingenuo y por dejarse engañar. En aquellos años la empatía entre padres e hijos dejaba mucho que desear. Primaba demasiado el concepto de autoridad y, aunque reinaba la pobreza, había que reivindicar el derecho a la posesión como un valor esencial frente al vecino.

En aquellos años sesenta las enciclopedias del profesor Antonio Álvarez Pérez eran el principal libro de texto, copando el ochenta por ciento del mercado editorial dedicado a la enseñanza primaria. Por eso, el cambio a un colegio público no supuso ningún complejo para aquel alumno diligente, pues seguía utilizando las mismas herramientas.

Sin embargo, en aquellas enciclopedias había dos clases muy diferenciadas de asignaturas. Así, el bloque de ciencias, matemáticas o geografía evolucionaba de dificultad en función del nivel o grado. Otra cosa era la religión y la historia que siempre tenían un componente de adoctrinamiento y patriotismo de echar para atrás. El tema de la lengua era más parejo, mientras que en la literatura se realzaban los textos épicos y se respetaba la gramática, las obras de los autores que cuestionaban el orden establecido eran descartadas.

Más tarde, y seguramente por algún plan ideado para revitalizar la enseñanza pública, aparecieron “las unidades didácticas”, que eran varios libros de texto que entregaban gratuitamente en el propio centro. Cuando repartieron aquellas carpetas azules repletas de libros fue una sorpresa mayúscula, más si tenemos en cuenta que hasta entonces solo se utilizaba la habitual enciclopedia. Como anécdota de aquellos días, lo que más llamaba la atención era la ilustración que mostraba una oveja preñada con el cordero en el vientre. Aquel dibujo provocaba las risas nerviosas a unos críos que, unos meses antes, estaban convencidos de que a los niños los traía la cigüeña de París.

Después pasaron los cursos a ritmo de vértigo y, con otros manuales y renovados métodos, algunos iniciamos otros estudios más allá de la primaria, pero eso es otra historia.

Recuerda ahora el jubilado aquellos lejanos tiempos escolares al recoger las fichas de su nieta para el año que viene. Un estuche con unos cuantos ejemplares que valen un dineral. Porque, no nos engañemos, a pesar de las nuevas tecnologías de las tablets, de los ordenadores o de las pizarras interactivas, los libros de texto permanecen en el tiempo porque, aunque nos digan que son imprescindibles, es evidente que son un buen negocio.

Ahora el sesentón reconoce que, en su época, la exclusiva enciclopedia Álvarez y aquel exceso de memorización no eran el mejor procedimiento. Sin embargo, toda una generación se educó con aquel libro, e incluso muchos se conformaron con saber las célebres cuatro reglas de las Matemáticas y recitar los ríos de la Península de carrerilla.

Él, por si acaso, vuelve a hojear su vieja enciclopedia y le echa un vistazo a los quebrados pensando que en algún momento tendrá que echarle una mano a la niña con la tarea. Aunque está convencido que llegado el momento ella le dirá refunfuñando: “fracciones, abuelo, se dice fracciones, que no te enteras…”.


Tocar madera (Carlos Candel)

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Categoría: La caja negra

El verano del 83 descendimos en bici por la temible Cuesta del Infierno. No creo que sea necesario profundizar demasiado en el origen de un nombre tan hiperbólico. En mitad del bosque, la carretera de montaña ascendía hacia el cenit con un grado de desnivel que nunca antes habíamos visto. Todo se complicaba, además, con el hecho de que la atravesara una pronunciada curva.

Habíamos estado fantaseando todo el verano con descender por ella y sentir la velocidad arrastrando nuestros miedos y dejándolos atrás. Cuando nos cargamos de valor para hacerlo, cogimos nuestras bicis y, sin decir nada a nuestros padres, puesto que sabíamos que el simple hecho de mencionar nuestra aventura nos habría costado un buen castigo, nos dirigimos a la Cuesta del Infierno.

Antes de ascender por ella, alguien dijo:

-Toquemos madera.

Y como si de un ritual ancestral marcado a fuego en nuestros genes se tratase, tres de nosotros buscamos un árbol, el más cercano a la carretera. El enorme pino ascendía varias decenas de metros por encima de nuestras cabezas. Sin hablar, pusimos las manos sobre él y después apoyamos nuestra frente justo encima. Recuerdo levantar la cabeza y contemplar maravillado como la luz se colaba a destellos entre las ramas de los árboles, a modo de vidriera. Allí no había nadie, salvo nosotros cuatro. Nadie que pudiera protegernos, nadie que nos ayudara ante una mala caída. Y sentí algo de vértigo por lo que estábamos a punto de hacer, en aquel momento me parecía algo trascendental, pero seguí mirando al cielo. De repente, mis sentidos descubrieron alrededor un mundo que hasta hace unos segundos parecía oculto. El canto de los pájaros, el fluir ligero del agua que descendía por las rocas en un manantial cercano, el revoloteo de las hojas en lo alto, la caricia de la brisa en mi piel, la mezcla de olor de la resina de pino con las manzanillas cercanas… Todos estos detalles cobraron una fuerza inusual en ese preciso instante y, por encima de todo, destacaba la sensación de unión con los otros dos amigos que habían colocado sus manos sobre la corteza del árbol. Entonces, por primera vez en mi vida, descubrí el verdadero sentido de la palabra templo.

-¡Vaya gilipollez! -protestó Daniel, el único que no había “tocado madera”, rompiendo bruscamente nuestro embelesamiento- Venga, vamos parriba.

Subimos caminando, no hubiera sido posible hacerlo encima de la bicicleta. La cuesta era realmente interminable, puesto que una vez que convenimos que ya estábamos lo suficientemente elevados, nos lanzamos sin muchos preámbulos. Tal vez porque las ruedas de mi bicicleta eran más grandes, no tardé en situarme en primera posición. Quizás no fueron más que unos segundos, pero aquel descenso entre pinos, con el aire sorteando nuestros rostros, ha sido el momento más largo de libertad que he sentido en mi vida.

Desgraciadamente, a mitad de camino, empezamos a escuchar los gritos de Daniel que, empeñado en superarme, se forzó en pedalear hasta que la velocidad de estos superó a su propia coordinación y eso le hizo desestabilizarse y caer de la bicicleta. Por suerte, solo tuvo que lamentar unos buenos rasguños en el pecho, originados con el rozamiento de la calzada y los restos de piñas que reposaban en ésta. Pero entonces, en nuestras cabezas, se instaló de forma súbita la idea de que él había sido el único en negarse a realizar el ritual previo al ascenso.

-¿Ves? ¡Eso te pasa por no tocar madera, gilipollas! -le recriminó su hermano David.

Y, de manera natural, sin volver a hablar del tema, a partir de ese verano, comprendimos que tocar madera producía cierto efecto mágico en nuestros destinos. Quizás por ello, cada vez que nos juntábamos y teníamos que enfrentarnos a una nueva aventura, los cuatro amigos regresábamos a aquel árbol y llevábamos a cabo nuestro ritual. Aquello nos hacía sentir seguros.

Así lo hicimos durante varios años, hasta que, poco a poco, fuimos dejando de veranear allí y el suceso, como es lógico, se perdió entre las arenas del recuerdo de nuestra infancia.

Este año, pasados más de treinta desde la última vez que estuve allí, me he acordado de nuestro ritual. Quizás me haya empujado a ello enfrentarme a una aventura en la que me jugaba mucho. Unas oposiciones. Le di muchas vueltas al asunto, por lo infantil de mi ocurrencia, y finalmente me decidí a regresar a la Cuesta. Estaba exactamente igual que la recordaba, tan imponente que seguía dando pavor. Pero no pretendía volver a descenderla en bici, como aquella vez. Mi intención era encontrar el árbol y tocar madera antes de los exámenes. Y allí estaba, como antaño, erigiéndose libre y ajeno al paso de mis años, hasta el cielo. Cuando posé las manos sobre su tronco y miré hacia las copas recordé a mis amigos, de los que ya nada sé. Y repasé algunas de nuestras aventuras, como quien reza una oración. Y volví a ser testigo silencioso del canto de los pájaros, las chicharras, la brisa en mi piel, las hojas retozando en lo alto de las copas… Y recordé lo que era un templo.

Unos meses después escribo este texto, habiendo aprobado mis oposiciones, tras tocar madera como quien realiza sus plegarias.


Fue en misa de once (Carlos Lapeña)

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La primera hostia llegó por la izquierda, a través de una mano blanca, de finos y largos dedos, en el nombre del Padre. La segunda hostia llegó por la derecha, por medio de una mano rolliza y sonrosada, en el nombre del Hijo. Y la tercera hostia llegó desde abajo y por delante, en forma de gancho en plena barbilla, en el nombre del Espíritu Santo.

El cura dejó escapar el cáliz que dejó escapar las sagradas formas y en un triple, a la vez que múltiple, vuelo, cura, cáliz y formas surcaron el aire con trayectorias dispares hasta caer sobre el piso de piedra, cada cual en su momento y con su propio impacto, imperceptible el de estas, con un repicar metálico ese, con un seco golpe craneal aquel.

Un rastro de sangre sobre la piedra del piso, la casulla del cura y el mantel del altar subrayó el momento. No era la de Cristo, pero también fue derramada en su nombre.

La mujer, el hombre y el joven no se recrearon en la contemplación o celebración del dramático final de la eucaristía que habían provocado. Se limitaron a dejar sobre el cuerpo yacente del cura una hoja de papel con la foto de un niño y un breve texto, y avanzaron en apretado grupo, como una extraña trinidad rediviva, por la nave central, sin mirar a nadie, hasta la salida.

Dicen, quienes asistieron a la escena, que un rayo de luz se filtró por la vidriera del rosetón de la fachada y los acompañó en su camino y que un aura dorada, como de nueva santidad, los envolvía. Pero esto último puede deberse más a la atmósfera litúrgica en que se desarrolló la escena que a una observación objetiva de quienes allí se encontraban.

En todo caso, la feligresía entendió el incidente como un peculiar “podéis ir en paz” que ponía fin a la misa y abandonó el templo entre santiguamientos y murmullos.


Apuntes del natural (Ismael Sesma)

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Estoy en misa, dejaba apuntado mamá cuando, embozada de ella misma, marchaba con el otro. Carol estaba al tanto, siempre fueron cómplices y confidentes; compartían la ropa y el lápiz de labios, madre e hija casi intercambiables: descubrimiento y encubrimiento. Aquellas misas se me hacían largas y terminaban antes de que llegase papá. No te enterabas de nada, enano, me repite Carol; todo envuelto en neblina de distancia pueril.

Hace años que le saco la cabeza, pero seré el enano para siempre; predestinación del orden. Un niño que, en la desbandada general, quería sentirse apegado al hilo que urdía su familia. ¡Jauja! Hasta hoy me atraviesan los años y los recuerdos, rebosantes de posos en busca de un farol, de un anclaje, de un buscar el lugar de asiento. Carol siempre lo ha sabido, pasaba más tiempo conmigo que mamá, pero le cuesta estar, le sale escapar para evitar el peso. Papá era apenas una sombra de anochecida que pedía la cena con ademanes de sus manazas, siempre a punto para ponerlas en marcha. Eres de mecha corta, solía decirle mamá, que le conocía mejor que él mismo. Papá echaba una risotada, la cogía por la cintura y hacía una seña a Carol: a la cama. Parece que se querían, hasta que papá descubrió la verdadera liturgia de los amantes y lo resolvió de la única manera que su genética conocía: a ella la mató y al monaguillo lo mandó al hospital. En la cárcel se transmutó, pasó a ser un asceta callado y dócil, aunque quien lo apretó comprobó que todavía le quedaba corta la mecha; de la palabra al acto media un instante. Personaje periférico de mi infancia, solo lo visité cuando no había más remedio; se trataba de cabalgar la marejada de sentires, intentar darles un sentido y plenitud en medio de tanta ausencia. De todo aquel crecer con mi circunstancia ha quedado mi querencia escéptica por la iglesia, sus gentes y sus ceremoniales; estar en misa tiene un significado literal, que contrapongo al recuerdo de mamá; no hay perdón sin contrición. Aquí quedamos Carol y yo, ella siempre más huérfana, los dos chapoteando entre el pasado y el presente, cada uno flotador del otro; equilibristas en el alambre de lo cotidiano.


Pasaba por ahí (Carmen Paredes)

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Enormes soplillos

avivan las velas

que arden en el altar

donde Van Gogh

brasea unas patatas

acompañado por el zumbido

de Dumbo y Mickey Mouse

que entre nervaduras flamígeras

Levitan

Sinuosos y

Desmesurados

y a mi rescate viene el sol

que tiende sus rayos

a través de la cancela



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