Archivo de la categoría: Guía de supervivencia

Okupas (Carlos Candel)

José María y Ana tuvieron una desagradable sorpresa al regresar a su casa en Madrid, tras las largas semanas de confinamiento. Se marcharon a su segunda vivienda en la playa el día que se decretó la alerta en todo el país. Pero al dejar atrás la tormenta, libres y sanos al fin, descubrieron no sin cierta incredulidad e indignación, que su vivienda había sido ocupada por otra familia. Él, un hombre de mediana edad, moreno y con un incipiente bigotillo. Ella, de pelo cobrizo y de estatura media, con ese cutis herencia de una adolescencia hormonalmente convulsa. Tan parecidos a ellos mismos que asustaba. Como una versión empobrecida de sí mismos. Incluso coincidían en los nombres. José María y Ana.

-¡Ésta es mi casa! -protestó cargado de razones, cuando aquella pareja les abrió la puerta al fin, tras haber probado inútilmente con la llave en varias ocasiones.

-¿Pero qué dice usted? ¡Esta es mi casa! ¡Soy José María! ¡Y ésta es Ana! ¡Los auténticos! -contestó más firme aún el ocupa, hablando también por su mujer.

No había manera de hacerles entrar en razón. Parecía incluso que se lo creían, o puede que fueran especialistas en la interpretación. En cualquier caso, no estaban dispuestos a abandonar la casa. De manera que tuvieron que llamar a la policía.

Una hora después, tiempo en el que, plantados en el umbral de la puerta, hicieron el difícil ejercicio de retarse las miradas, como si el menor titubeo pudiera transferir un cierto halo de victoria al que se mantuviera impertérrito. Entretanto, varios vecinos habían comenzado a asomar en los rellanos de las puertas.

-¿Qué ocurre? -preguntó el policía, entre solícito y molesto.

-Estos, que se han colado en nuestra casa -advirtió José María, visiblemente enfadado.

-¡De eso nada! ¡Ésta es nuestra casa! ¡Ellos son testigos! -contestó el supuesto ocupa señalando a los vecinos- ¿Verdad que sí?

– Una de las vecinas asintió convencida.¡Es cierto! Yo no sabía ni que vivían aquí antes del virus, pero desde que se decretó el confinamiento, este hombre ha sido tan amable de hacernos la compra a todos los vecinos y dejárnosla en la puerta. Es el propietario, sin duda alguna.

– Varias vecinas asintieron en señal de conformidad. ¡No saben lo que dicen! -protestó la verdadera Ana, que a estas alturas había roto a llorar a causa de la tensión.

José María tuvo el impulso de salvaguardar el honor de su pareja a la vieja usanza. Tenía fuerza suficiente como para tumbar al falso José María, a su mujer y al poli, si fuera preciso. Pero inició un proceso que le resultó extraño, por fuera de lo habitual en su persona, se contuvo.

-Está bien, voy a llamar a nuestra vecina Cayetana, la que vive en la casa de al lado de nuestra segunda residencia en la playa… -trató de explicar mientras se sacaba el móvil del pantalón. ¿Cómo que segunda residencia? -preguntó el policía contrariado.

-Sí, claro. Verá usted -explicó condescendientemente-, nosotros tenemos una casita, poca cosa, en la costa. Y al estallar todo esto del virus, nos marchamos para allá, con el fin de estar más tranquilos…

-¿Cómo que se marcharon para allá? ¿Son ustedes conscientes de que hemos estado en confinamiento y nadie podía salir de sus casas?

José María, el de verdad, dejó al policía con la palabra en la boca para atender a Cayetana, que entretanto, había descolgado el teléfono, bajo el habitual “¿Diga?”. Ana, que acababa de darse cuenta de la metedura de pata de su marido, trató de solucionarlo lo mejor que pudo.

-Claro, agente, pero nosotros nos fuimos justo el día que lo empezaban a anunciar, y como este gobierno es un desastre, pues ya sabe, la gente aún no teníamos muy claro si se podía salir o no…

-¿Quiere usted decir que no está de acuerdo con las medidas que se tomaron? -preguntó el falso José María, mientras se ajustaba el cinturón del batín que a todas luces había cogido prestado del amplio y surtido armario de su marido, el José María auténtico.

-¡Cayetana! ¡Soy yo, Chemari!

-Mire -trató de aclarar el policía, que a estas alturas empezaba a estar harto-, yo creo que lo mejor será que…

-Sí, el vecino -José María gritaba como si el teléfono lo tuviera a tres metros de distancia-, ¿cómo que no sabes quién soy? ¡Pero si vamos allí todos los años! Pero… ¡Cayetana! Si tenemos la casita al lado, casi todas las mañanas me cruzo con tu marido… No, bueno, no le saludo, pero me tiene que haber visto… ¿Cayetana? ¿Cayetana?

Todos se habían callado, a espera de que José María, el de verdad, terminara la conversación, que no parecía haber sido demasiado fructífera.

-¡Me ha colgado! ¡Me ha colgado la muy hija de la gran puta! -gritó estupefacto sin dejar de mirar el móvil. Señores, creo que lo mejor será que me acompañen -sentenció el policía, que a estas alturas tenía muy claro quiénes mentían.

-¿Cómo? -preguntó airada Ana- ¿Dónde?

-¿Usted sabe quién soy yo? -arengó frustrado Chemari, el de verdad, mientras que los ocupas cerraban con satisfacción la puerta.


Comienza el confinamiento (Susana Sinpecas)

Comienza el confinamiento, cada persona confitada, confiada, confiscada en su casa. Unas acarameladas, otras comedidas, preocupadas, compungidas, confundidas, desconsoladas, muchas concienciadas, otras cabreadas poniendo a caldo a los políticos.

Chicos y chicas pequeñas, adolescentes, ancianos, diociochoañeros, cuarentones, todos en cuarentena, como en un acuario, como en una pecera. Unos acompañados, otros, en cambio, solos.

Cosa curiosa que este COVID acelerado nos ha cogido descuidados y nos tiene en casa encerrados.

Casi nos damos cuenta con tiempo del contagio incontrolable con la catástrofe china en cabeza. Pero qué incongruencia, enloquecer por una cosa insignificante y poco cercana aunque creasen en cuatro horas cien hospitales de campaña.

Comenzamos a preocuparnos cuando se acercaba con descaro a nuestras calles, a nuestra intocable sociedad inquieta.

Poco a poco, sin equipaje fue campando de ciudad en ciudad, de coche en coche, de cama en cama, de cuerpo en cuerpo, causando caos, tristeza y calma. Calma en las ciudades que se quedaron vacías, sin coches, sin voces, sin cambios.

El cielo por fin respira…y la naturaleza despierta con fuerza.

Y ahora, conscientes, nos contamos, con preocupación, la calamidad de no caer en la cuenta de haber cercado al pequeño culpable con antelación.

Cada cual busca un quehacer: ejercita los músculos, teclea, curra en su cuarto, cocina recetas suculentas, hace calceta, cose, tose, cuenta cuentos, canta, pinta caras, cuece cocochas o fabrica mascarillas.

Y como quien no quiere la cosa necesitamos acercarnos en la distancia, contarnos, cantarnos, escribirnos, cooperar, hacer un hueco en nuestros corazones, y en nuestros balcones a aquellos que sin descanso nos curan, cuidan, consuelan, acompañan…

Y aclamamos cada atardecer con fuerza a quienes nos sacan con coraje de esta locura incierta.

Y a esos héroes que cada día se quedan en casa.

Fotografía de Ricky Ricardo

Tiempos nuevos (Carmen Paredes)

Aplausos desde impares

y desde pares

aplausos desde el cuarto

y desde el primero

Cruce de miradas desde impar a par

paseo con el perro

y al supermercado salida

sonrisa de pares a impares

postit con el número de whatsapp

en el contenedor de papel

primera conversación

Ah qué buena ortografía

Carmen Paredes

Abril/2020


Cuarentena (Xavier Frías)

Las órdenes del gobierno eran clarísimas: cualquiera persona que estuviese en la calle sin motivo sería multado. Por eso, cuando el serio agente de la ley detuvo a aquel tipo que llevaba dos horas paseando a su perro, le dijo:
–– Será multado por haber estado dos horas paseando a su perro.
–– Disculpe, agente, pero soy yo quien está paseando al humano ––le dijo el perro.
El agente se quedó paralizado, con el bolígrafo en la mano, después de oír al can.
Dos días después, el policía seguía en la misma posición, boquiabierto, esperando instrucciones del propio gobierno.


Tríptico para una epidemia (Carlos Lapeña)

I

Alcé el vuelo y mi vuelo
fue el vuelo negro
que lleva la noticia 
de boca en boca.

Mi vuelo es la noticia,
demasiado tarde creída,
mas de inmediato propagada.

Mi vuelo es imparable,
es la sombra que viaja
de tu boca a tu rostro,
en una cadena infinita
y planetaria.


II

En el reparto biológico de dones
tan solo dos quedaban disponibles:
rapidez y agresividad.

No tuve que pensarlo mucho.

Siempre soñé ser el más rápido.

La rapidez es juguetona,
disfruta deleitándose
con el despliegue
de vuestras estrategias contra el miedo.

El velo de la sombra sobre vuestras 
vidas –y algunas muertes, claro está–, 
ha sido todo un espectáculo.

Contemplar vuestros rostros aterrados
no tiene precio... Bueno, sí.

El precio es no acabar
con vuestra existencia en el mundo.


III

Habéis aprendido, supongo,
la gran lección,
porque habéis remontado el vuelo,
un vuelo luminoso, no de sombra,
no un vuelo como el mío.

Habéis logrado la pluralidad
y la unión, la emoción de la colmena
y la organización completa.

Os doy mi más sincera y cínica 
enhorabuena.

Ahora, solo falta conocer
el poder que daréis a la memoria.

Os lo recordaré pasado un tiempo...

A cuerpo (Ismael Sesma)

Salto de la cama y enciendo el ordenador, ahora tengo teletrabajo. Mientras llega el silbido agudo de la cafetera, pongo la televisión para actualizar las últimas noticias del bicho. No hago mucho caso al torbellino de imágenes, me tranquiliza el aplomo de la locutora de voz de terciopelo y peinado impecable. Subo la persiana y me detengo a observar desde la ventana el panorama. Desde que estoy dentro, los árboles de la calle cambiaron los brotes por hojas, ha llegado la primavera con su cambio de hora. La calle está inmóvil, como casi todo el planeta Estupor, solo el vientecillo frío provoca algún movimiento en las ramas. Falta la gente y sus coches están detenidos, como el tiempo. Con el humeante café dispuesto, reviso las decenas de mensajes que la madrugada ha traído a mi móvil y contesto alguna preocupación: ‘Estamos bien, de momento’. Antes de comenzar a trabajar, me asomo al espejo y me detengo en la observación del otro lado. Tengo tiempo para mirarme detrás de los ojos, reconocerme y sonreír; la prisa ha desaparecido. Tomo impulso, un día mas.

El mundo gira ahora alrededor de ventanas, reales o ficticias. Llegará el día que agarraremos con decisión el picaporte de la puerta y volveremos a la calle.

¡A la calle! Que ya es hora

de pasearnos a cuerpo

y mostrar que, pues vivimos,

anunciamos algo nuevo.

Celaya dixit. Amén.



La empatía del Hámster (Javier González)

(Dos hámsteres en su jaula)

H1- ¿Juegas?

H2 – No, ahora no.

H1 – ¡Guay! El rulo y el tobogán solo para mí.

H2 – ¿No les notas nada extraño?

H1 – ¿A qué te refieres?

H2 – No dejan de mirarnos.

H1 – Y tú a ellos. Mira, nos dan comida en abundancia. Limpian la jaula regularmente. Nos compran juguetes. De cuando en cuando nos sacan para acariciarnos, lo que por otra parte no me hace mucha gracia. Y si nos ponemos enfermos nos llevan al médico. Pueden mirarnos todo lo que quieran.

H2 – Vale. Pero antes no lo hacían ni tantas veces ni tanto tiempo.

H1 – No lo sé. No me he fijado.

H2 – Lo normal sería que mirasen el acuario. Los peces relajan. Nosotros expandimos estrés con nuestros juegos.

H1 – Le das demasiada importancia.

H2 – Antes apenas estaban en casa y ahora no hay forma de perderles de vista.

H1 – Estarán de vacaciones.

H2 – No. Todavía no ha llegado el calor.

H1 – Pues serán las vacaciones del frío.

H2 – Llevan días dando vueltas de un lado a otro, como hacemos nosotros en el rulo.

H1 – ¿En serio?

H2 – Y no paran de mirarnos. Es como si nos hubieran descubierto hace dos días. Parecemos unos exóticos y llamativos extraños que acaban de llegar.

H1 – No olvides que somos muy guapos.

H2 – No digas tonterías… ¿No pretenderán engordarnos para meternos al horno?

H1 – ¡Buaggg! Un hámster no se come.

H2 – Te recuerdo que nosotros, a veces, lo hacemos.

H1 – Por instinto de supervivencia, por higiene y por huraños.

H2 – A ellos les gusta especiar carnes nuevas marinadas al no sé qué o confitadas en extrañas mezclas.

H1 – Pues deja de mirarles tú también. Si tú les miras, ellos te miraran más. Al final acabaras provocando un bucle afectivo falso o les alentaras a observarnos como un rico plato.

H2 – Te juro que no los reconozco.

H1 – Yo me voy al rulo a dar diez mil vueltas para espabilarme.

H2 – ¿Te imaginas que empiezan a comer a dos carrillos?

H1 – No tienen esa habilidad. Llenan uno y si acaso pasan la bola al otro.

H2 – Ya que nos miran tanto podríamos enseñarles.

H1 – ¿Tú crees?

H2 – Así aprenderían algo nuevo para distraerse.

H1 – Pues coge comida y empecemos la lección.

H2 – Pero ten paciencia. Ya sabes que muy espabilados no son.

(Los dos comen a dos carrillos delante de sus dueños)


El monstruo (Consuelo Gómez, Óscar López y Pili Álvarez)

Miguel, sé que llevas muchos días enfadado, pero cuando termines los deberes, te voy a contar un cuento.

¡Mamá, mamá, ya he terminado!, pues siéntate a mi lado que empiezo el cuento.

Existía un mundo, en el cual vivían niños como tú y más mayores, que iban al cole, al instituto, a la universidad, y papás y mamás que trabajan, para luego disfrutar de las cosas que ese mundo ofrecía, aunque no todas fueran tan necesarias, cosas que aprendieron un día que un monstruo sin cara apareció, y las personas empezaron a ponerse malitas cuando pasaban por su lado.

No se daban cuenta que les iban tocando continuamente, porque el monstruo se hacía invisible, y plás un enfermo, y plás, otro enfermo, porque el monstruo corría más deprisa que la gente. Un día, el jefe del mundo dijo a todos los niños pequeños, mayores, a los papás y mamás, a los abuelos, que se tenían que quedarse en su casa, para que el monstruo no les pudiera pillar. Y todos quedaron encerrados, algunos no podían… tenían que trabajar y cuidar a los enfermos, pero les tapábamos entre todos para que el monstruo no les pillara.

La gente se quedó en casa, no quería salir para que el monstruo no les viera.

Y pasaron los días y los días y todos empezaron a inventarse juegos y diversiones, porque la imaginación con tiempo, funciona mejor.

Y hacer cosas que hacía mucho tiempo que no hacían.

Un día el monstruo se cansó de no ver a nadie, se hizo pequeñito, muy pequeñito, y desapareció, y entonces el jefe del mundo salió al balcón y dijo:

¡ El monstruo se ha ido, podéis salir de casa, podéis ir al cole, al instituto, a la universidad, al trabajo, a los cines, a los bares y restaurantes, a la playa… no le dejaron terminar, todos salieron, pero no fueron a todos estos sitios corriendo, lo primero que hicieron fue ir a dar besos y abrazos, a todos los que no habían tenido cerca, porque habían aprendido, lo importante que son las cosas que tenemos a nuestro alrededor, pero sobre todo a las personas.



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