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Y ahora qué (Pedro Marín)

La conocí en un bar cerca de la estación. Después de varios días observándola desde la clandestinidad, el destino se puso a mi favor. Nunca se solía quitar el pañuelo del cuello, por eso quizá se lo olvidó. Me acerqué, lo cogí del respaldo de su taburete y salí corriendo tras ella. No sabía su nombre, pero de alguna forma la llamé. Se giró y situó el origen de la llamada. Fue la primera vez que fijó su mirada en mí.

No sé ni cómo ocurrió, pero después de conversar cinco minutos escasos, decidimos darnos los teléfonos. Me despedí aún con el pañuelo en la mano.

Las primeras citas fueron increíbles. Era una mujer fantástica, inteligente y llena de vida. Mantenía, sólo para mí, esa sensación tan intensa, ese nudo en el estómago, preámbulo de emociones indescriptibles.

Aquella tarde la invité a un concierto, cantaba Andrea Motis en el café Central y nada menos que acompañada por Joan Chamorro Quintet. Fue un gran concierto, con sabor a los grandes clubs de jazz del otro lado del océano, conducido por la dulzura de la voz de Andrea.

Iba a pedir otra cerveza cuándo me propuso ir a cenar a un pequeño restaurante italiano. Estaba muy cerquita, en una calle aledaña a la plaza Santa Ana. Apenas diez minutos y allí estábamos. Justo cuando se estaban disculpando por no tener mesas libres, una pareja se levantaba en el fondo del local.

Me gustaba todo de ella, su energía, su forma de reír, su humor irónico, el brillo de sus ojos, su lucidez, sus labios, el más lindo marco para su sonrisa, y sobre todo… lo que me quedaba aún por descubrir.

Salimos del restaurante y comenzamos a pasear. Al rato íbamos de la mano. Seguíamos hablando, obviando ese pequeño detalle, todo era fresco, natural.

Esa muñequita vestida de rojo se iluminó y nos hizo detenernos. Ningún coche se acercaba, pero era la excusa perfecta, nos miramos y nos dejamos llevar por ese deseo irrefrenable de besarnos. Un beso intenso, pero a la vez dulce. Notaba los labios primero tersos ante el encuentro, pero cómo se rendían y se mecían a merced de los míos.

Su casa estaba cerca, avanzamos sin fijarnos en el suelo que pisábamos, casi no hablábamos, nuestras palabras se retiraban dejando paso al lenguaje de los cuerpos. Nos detuvimos ante un portal, sacó las llaves y abrió con determinación. Allí otro beso, este más pasional. Me cogió de la mano y me llevó hasta su puerta, que abrió nerviosa. Otro beso mientras nos quitábamos los abrigos. No, claro que no me ofreció una copa, ¿quién iba a pensar en beber en ese momento? Eso sólo pasa en las películas americanas.

Delicioso afrodisiaco su saliva. Ahora la piel, ningún pudor turbó la imagen de nuestros cuerpos. La cubrí de roces y de besos. Sentía la circulación de la sangre en nuestros cuerpos, golpeaba contra los pezones erizándolos, los labios lucían su mejor rojo, cuerpos cavernosos inundados con una intensidad arrolladora.

Nos ansiábamos el uno al otro. Su sabor me hacía enloquecer. Ahora nuestros besos y caricias recorrían todo el cuerpo, sin dejar espacio para secretos. No había límites.

Ya desnudos y aturdidos por la embriaguez del deseo, un beso lento y profundo tranquilizó los cuerpos, y mi erección buscó resguardo en su calor. La húmeda suavidad de su cuerpo me condujo al interior, y un leve mordisco antes de su gemido.

Nuestros cuerpos se balanceaban suaves, el río después de sus rápidos nos regaló un remanso tranquilo. Allí estábamos, mirándonos, sintiéndonos, disfrutando, un susurro al oído y el movimiento cogió intensidad.

Mi grito, el suyo y nuestros cuerpos rendidos pero victoriosos, todavía temblorosos, uno en el del otro.

Dormimos juntos y por la mañana volvimos a hacer el amor. Sí, habíamos conectado, pero debía irme y no veía el momento. Era sábado, un beso de despedida, que se unía a otro y a otro… Nos despedimos hasta el martes. Esta vez yo haría de anfitrión y la invité a cenar. Último beso en el descansillo y otro al aire según descendía las escaleras. Bajaba sin sentir los peldaños, ni la barandilla, solo su olor, su tacto suave. Era una conexión brutal, intelectual, emocional y física.

Antes de llegar al coche ya había recibido un mensaje suyo. Joder, estaba loco de alegría, iba por la calle bailando. Monté en el coche y aunque siempre llevo la radio puesta, hoy la apagué, quería recordar cada segundo vivido con ella.

El domingo, según me levanté le escribí, puse una cafetera mientras la radio sonaba de fondo. La noticia hizo que mi mano perdiera su fuerza y la taza cayó al suelo partiéndose en mil pedazos. Se declara el estado de alarma que obliga a todos los ciudadanos a confinarse en su casa.


Hay que elegir (Carlos Lapeña)

Salimos a la calle
como descubridores
de un nuevo mundo,
como Jekyll o Hyde,
hay que elegir,
como autodesignados
vigilantes de playa
(cuerpo fruncido
entre alarma y alerta),
o como poseídos
por la curiosidad
(mira esa flor
que crece entre el asfalto,
mira ese rostro
como recién nacido,
mira esa mano limpia
que busca en la memoria
el sentido del tacto,
casi atrofiado),
por la celebración.
Ilustración de Antonio Cerrato



A Peter (El Globo Sonda)

(A cambio de una pinta... a la que le invitaremos)

Con la cuarentena extinta,
al Mulligan’s regresamos
y, tras los abrazos, vamos 
a dar cuenta de una pinta,
para así cortar la cinta
de una nueva temporada.
Con rubia, negra o tostada
 brindamos y el tiempo pasa
y, tras meses de una escasa
–mejor nula– relación,
vuelve a oírse la canción:
“¡Qué! ¿No tenéis puta casa?”

Martínez, el Hacha (Carlos Lapeña)

Tu padre es un hacha, hijo, no lo olvides. Espero que tú también lo seas, para eso te estoy educando. No sólo hay que respetar las normas, ya lo sabes, hay que denunciar su incumplimiento a viva voz si es necesario, como hacemos nosotros. Eso es. ¿A que te sientes satisfecho, casi feliz? Por supuesto que sí, como tu padre. Primero desde el balcón, te acuerdas, increpando a esos desgraciados que andaban en pareja con un trapito azul atado al brazo, como si un trapito azul fuese garantía de nada. Recuerdas cuando también nosotros nos lo atamos y salimos para demostrar que cualquiera puede fingir ser rarito. Y luego, desde la misma acera, sacándole los colores a la vecina de enfrente, sí la que salía por el pan a medio día, ya ves tú, ¡a medio día por el pan! Y voy yo y me lo creo, ¿eh? Ahora mismo nos lo creemos, ¿verdad, hijo? Y los aplausos, por supuesto, no me jodas. Aplaudir a quienes hacen su trabajo y no a quienes hacen mucho más de lo que deben, sin ser siquiera considerados como grupo de riesgo estrecho de contagio. Aplaudir, vale, pero con el himno, coño, con el himno, que todos somos españoles y ya podríamos presumir de serlo. Aplausos para todos o para nadie, no te jode. Así que qué buena compra el bafle, y qué rápido nos llegó, caramba, tenían razón. Y la última… la penúltima, seguramente, la de los niños y los… “deportistas”, con chándal y el tabaco en la riñonera. Qué buena idea la de hacer fotos mientras íbamos a comprar o con el perro, ¿eh?, qué efectos tan cojonudos de muchedumbre hemos conseguido plasmar. Las redes están que arden, y con razón. Da gusto, alegría y satisfacción comprobar que no estamos solos, que somos tantos vigilando por el cumplimiento de las normas, por que llegue la ansiada normalidad, bendita normalidad, a pesar de los irresponsables y los egoístas, esa gentuza que considera que las normas no son para ellos, que sólo ellos saben lo que hacen, poseedores del conocimiento absoluto… De la Verdad, con mayúscula. Estoy convencido de que ahora en el barrio nos tienen más respeto, incluso nos admiran, porque hemos sido capaces de hacer lo que nadie se ha atrevido a hacer. Solo tienes que ver cómo se giran cuando pasamos, cómo señalan. Sí, te sientes importante, ¿eh? No es para menos… Estoy tan orgulloso de ti, cariño. Tú, como yo, tu padre, también serás un hacha, no tengo la menor duda. Y no hay nada que haga más feliz a un padre que ver a su hijo crecer a su imagen y semejanza.


Crónicas desde la terraza (Rafael Toledo Díaz)

Y ahora, cuando vamos a por la sexta semana de confinamiento, a un conocido locutor de radio se le ocurre decir que en estos días estamos más blanditos. Seguramente lleva razón, ya son muchas jornadas encerrados en casa y, a ratos, tengo sensaciones encontradas. Hay momentos en los que me entretengo con tareas rutinarias y actividades varias, otros decaigo y me dejo caer en el sillón, aburrido, y cierro los ojos dejando que pasen las horas sin más.

Y como en el poema de Ángel González “Cumpleaños” pero cambiando los versos, digo: “Yo lo noto: cómo me voy volviendo menos cierto, confuso pero más sensible o más atento”. Me he vuelto más observador a los cambios meteorológicos, pues nunca antes había percibido la primavera así y ahora tengo la sensación de que ésta es especialmente lluviosa y lógica

Como ando tan sensiblero, en pleno chaparrón primaveral, diviso la calle vacía y me acuerdo de la vieja canción de Luís Pastor “Aguas abril” y sigo tarareando… flores en mayo. Mientras tanto la naturaleza disfruta de una tregua porque algo estábamos haciendo mal.

Esta mañana, entre nube y nube, he salido una vez más a la terraza y, desde allí, he vuelto a ver a mi vecina Ramona. Iba cargada hasta las trancas, encima del carro llevaba otra bolsa que hacían difícil su manejo. Supongo que tanta cantidad de comida es para reponer la despensa. Desde la calle observa mi presencia en la baranda y me señala su mascarilla tuneada, me pregunta si me gusta y yo asiento con la cabeza y le digo que tenemos que hablar. Ella con un gesto me dice que luego me llamará por teléfono y a viva voz me grita que ahora está muy ocupada.

Con esto del aislamiento llevaba muchos días sin verla porque su piso da a otra calle paralela al bulevar, me alegra verla bien aparentemente.

Es un lujo en estos días tener un patio, un jardín o una simple terraza. En algunos momentos la recorro de punta a punta como esos presos que, obsesionados, recorren el patio de la prisión. No puedo quejarme, otros están mucho peor, y no, esta crisis no nos iguala como bien explica mi amigo Carlos Candel en un excelente artículo titulado: “El virus de la desigualdad”.

A pasos largos recorro las baldosas observando lo mucho que han crecido los tiestos e inicio un sermón laico: “Bienaventurados los que tienen patio o terraza porque ellos podrán relajarse un poco más”, hago unas cuantas flexiones y miro distraído cómo crece la incipiente higuera en su maceta.

Ya por la tarde espero la llamada de mi vecina, menos mal que ha respetado la cabezadita de después de comer y, puntual, suena el teléfono. Uf casi una hora de reloj ha durado la conversación, tanto, que a ratos, he tenido que cambiar el auricular de oreja porque no me ha dado tregua. Noto que, a pesar de sus quejas, está bien, porque no ha parado de hablar, aunque su discurso sea sobre lo mal que lo está pasando.

Bueno, hemos charlado de todo, me ha entrado por su preocupación principal, porque en la empresa donde trabaja su marido han hecho un ERTE y me dice que no sabe cómo se las van a arreglar y aclara que menos mal que no pagan alquiler. También apostilla que la crisis económica y la ruina que se nos viene encima es “minina” y que, como siempre, pagaremos los mismos.

Me extraña que en su plática apenas me haya hablado de los políticos, pero por sus comentarios deduzco que opina que todos son iguales. Ramona puede adolecer de una cierta cultura, pero no se le escapa nada. Por eso, cuando ve en la tele que unos han criticado como publicidad la foto donde posa un presidente regional ante la llegada de los respiradores retenidos en Turquía, y que días después los otros repetían la misma foto de su presidenta recibiendo el material sanitario llegado de China, se pregunta que quiénes son mejores, porque criticar es lo más fácil. Seguramente todos lo hacen mal, o todos hacen lo que pueden, pero no es momento de tú o yo, es momento de arrimar el hombro y de eso los ciudadanos nos damos cuenta.

No me sorprende que Ramona especule sobre las teorías conspirativas, esa sospecha entra en su concepto del chismorreo global, aunque por lo que me dice creo que anda un poco desconcertada. Primero estaba convencida de que el enfrentamiento comercial entre americanos y chinos había desembocado en una guerra vírica, y digo que está descolocada porque a cada rato de la conversación cambia de culpable y apenas opina sobre nuestra maltratada Europa, y además porque en ningún momento tiene en cuenta las opiniones de los científicos que saben de esto.

Aunque tampoco es que los medios aclaren mucho sobre lo que realmente nos acontece; hay un exceso de noticias y comunicados que solo trae desinformación y hastío. La tele y la prensa no se ponen de acuerdo y cada cual arrima el ascua a su sardina. Unos pretendiendo magnificar la catástrofe añadiendo el morbo de las imágenes de ataúdes y hospitales, y otros, convirtiendo el confinamiento en una verbena de balcones y memes estúpidas.

En lo poco que me deja hablar le digo que a mí me preocupa el futuro y la posible falta de libertad individual, yo que no ando muy allá con las nuevas tecnologías, no acabo de comprender el seguimiento a través de aplicaciones, sí, eso del código QR y la supuesta localización de los portadores del virus, y me responde riendo que en la edad media los leprosos iban con una campanilla para avisar a los viandantes.

Creo que no hay término medio en las informaciones, por eso le refiero que veo poca tele y apenas informativos. Pero a pesar de nuestras diferencias sobre el tema, mi vecina y yo coincidimos en reconocer que el número de muertos a causa del Covid-19 es muchísimo mayor que el que reflejan las estadísticas, que quizás nunca sepamos la cifra exacta, y eso es muy triste.

Me canso de tanto charloteo pero confieso que no sé cómo cortarla, Ramona cuando coge carrerilla sobre una materia, te desborda. Pero las ocho de la tarde es un buen pretexto para terminar la conversación y le apuro para que termine diciéndole que tenemos que salir al balcón para aplaudir. Así cerramos esa hora que ha sido casi un monólogo suyo pero bueno, la pobre, a falta de chismorreo, se ha desahogado conmigo.

En la terraza también a mí me sale la vena cotilla pues asomo la cabeza para ver cuántos vecinos aplauden y me voy a la esquina para controlar a los de la otra calle. Observo que algunos siguen con el pijama de ayer, que no se han acicalado para salir a aplaudir, yo al menos me he cambiado de chándal. Compruebo que la fuerza de los aplausos decaen al paso de los días, menos mal que algún vecino aplaude con castañuelas y algunos se van de madre sacando las vuvuzelas del baúl de los recuerdos. Admito que mi vecindario es un poco frío y no creo que salgamos en ninguna tele, somos un poco estirados y no veo a ningún artista en los balcones, solo gente que ya empieza a estar aburrida y cansada del confinamiento.

Por el bulevar baja puntual el tranvía que acompaña nuestros aplausos tocando la campana, es como un ritual al acabar la tarde. Y siempre, siempre cuando volvemos al salón mi santa y yo nos decimos: Un día más y un día menos para que esto acabe…


Velitas de colores (Eva Soria)

“Venga una más, ya he puesto la verde, la roja, la amarilla, la morada, una más. Ahora la blanca y también la naranja… A ver si apareces de aquí a mañana. Mira , esto es fácil. Él es un descuidado y encima sigue trabajando: una presa perfecta.

Ya sabes, tienes donde esperar: en los asientos, en los asideros, en las puertas, en las ventanas, en el volante, en su reloj… Te acercas y cuando la distancia sea la propicia… ¡ Zas…! ¡En tu terreno! Bueno, o si lo ves arriesgado, en el descanso de media mañana. Eso, eso es; se quitará la mascarilla y fumará, entonces será tu momento, pero sobre todo el mío…

Venga, ¿otra velita? Ahora la negra, la marrón, la azul y la roja, y la amarilla y la morada.

Pero, ¡aparece de una vez! Y así te lo llevas. Me da miedo escucharme, pero ¿sabes? Contigo todo está siendo mucho peor. Mírame. Sin esperanzas, sin paciencia, sin máscaras, solo una última oportunidad, y entonces mi aislamiento de años habrá acabado para siempre.”

Vamos, ¿qué coño estás haciendo ahora? Que ya son las 20:00h… A aplaudir, y quítate esa venda, que no es para tantoRugió la bestia.

“ —Ahora las enciendo y te rezo murmuró “¡Dios, cómo duele! Tengo la mano muy hinchada. Este cabrón me volvió a romper el dedo. Joder, y decía que la sopa estaba fría…”

Un pasillo estrecho pero iluminado, unas ventanas abiertas de par en par, un hombre de espaldas, un cigarro en el cenicero, una mascarilla en el suelo. Aplausos al son de acordes invadiendo calles, terrazas, ventanas, manos acompasadas en un mismo movimiento.

Resistiré.

Si la gente supiese… Y ahora a aplaudir… ¡cómo duele!”


Son ahora cosas importantes (Carmen Paredes)

Las zapatillas compradas con prisa
cuando finalizaba el invierno
rechinan vengativas
con una alegría que no pueden darme
las piedras de colores
que me regalabas cuando nos veíamos
hago inventario de sombreros
leo y escribo
enderezo ese cuadro
torcido que moví al pasar
recojo las pisadas anteriores
y alargo el beso al vuelo
que nos dimos
cuando venía el autobús

Carmen Paredes
Abril/2020

Trastornos de la pandemia (Eusebio Gómez)

Estoy perdiendo mucho como “castellano viejo” (como diría bromeando mi hijo David); supuestamente, insensible e inmune a cualquier tipo de emociones o sensiblerías innecesarias, por lo menos a exteriorizarlas.

Esta pandemia, este virus dichoso, invisible y fugaz, está provocando en mí una incontrolable montaña rusa de emociones.

El deseo de que esta pesadilla nos cambie a todos o, por lo menos, seamos capaces de pensar y replantearnos nuestras actuaciones, con respecto al medio ambiente y a los más desfavorecidos, se tambalea cuando me doy cuenta de que hay sectores de la sociedad que nunca estarán por esa labor; para ellos, prima el interés económico a la vida de las personas. Eso me decepciona enormemente y me hace pensar que nunca deberíamos bajar la guardia.

Las lágrimas ahogan mi garganta al ver al personal sanitario darlo todo –hasta su vida– por nosotros. La hora de los aplausos es una forma simbólica de agradecerles el gran trabajo que realizan y cómo se sacrifican por los demás.

Pero siento que este agradecimiento público es poca cosa. Esos aplausos se deberían prolongar mucho más allá del fin de la pandemia, quizás en forma de reconocimiento y reivindicación de unas mejores condiciones laborales para estos profesionales. Y tener presente que debemos apoyar una Sanidad Pública y de calidad, sin recortes ni privatizaciones. Nos va la vida en ello.

El aplauso de las ocho lo vivo también como una forma de darnos fuerza y ánimos entre los vecinos. Nos cruzamos algunas sonrisas cómplices y un saludo de despedida hasta el día siguiente.

Cualquier iniciativa solidaria me emociona. Definitivamente, este ataque viral me está cambiando. Vete a saber si será para siempre o se queda en un trastorno pasajero.

Si no acaba pronto todo esto, mi reputación de “castellano viejo” acabará por los suelos sin remedio. Y lo que es más probable, si sigo así, voy a necesitar “ayuda profesional” para volver a ser como era.

O quizás no, y sigo con esta sensibilidad y emoción a flor de piel.


Una niña (Ismael Sesma)

Ha nacido una niña en este pueblo pequeño. Después de días de amanecer con malas noticias en la residencia de ancianos que hay en las afueras. Hay quien dice que ya han fallecido diez o doce mayores. Aunque estamos acostumbrados a convivir con la señora de la guadaña, aquí la mayoría ya estamos jubilados, se nos hace difícil digerir tanta tragedia. La del mundo y la de este rincón que a casi nadie importa.

Ha nacido y han sonado las campanas de la iglesia. Los vecinos hemos salido a aplaudir a la puerta de las casas con entusiasmo, como si nos fuera la vida en demostrar que el futuro existe, por encima del dichoso virus maldito.

Es el primer nacimiento del año y con alguna probabilidad, será el único. Los padres la iban a poner uno de esos nombres modernos, vasco o árabe, que la gente de mi edad entiende mal. Pero al final la van a llamar Esperanza.

Hoy ha nacido una niña. Esperanza.


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