Aquel “vusca” con v era un disparate tan grande que clamaba al cielo por encima de los cipreses. Por eso, cuando decidieron darle la vuelta a la lápida porque ya le faltaban demasiadas letras al epitafio, grabaron en la otra cara del mármol el poema rectificado que la abuela le escribió al abuelo. Así, al corregir el error ortográfico quedamos en paz con la escritura.
Hay
silencio, quietud, paz y sosiego, condiciones contemplativas que
siempre se asocian con la muerte. En algún momento ese estado casi
místico era sobresaltado por el zurear de las palomas que
revoloteaban alrededor de los cipreses, eso, y el soplador mecánico
del empleado de la limpieza del camposanto.
Esta
necrópolis a la que me refiero es un lugar que, aunque apartado de
la ciudad, es uno de los espacios mejor cuidados de la villa. Para
llegar a este recinto alejado del pueblo hay que recorrer un par de
kilómetros, un paseo que, en mi infancia, estaba flanqueado a ambos
por lados por moreras y acacias; árboles que daban sombra a calzadas
como esta en la llanura manchega.
Espontáneamente
y sin pensar declaramos que la muerte nos iguala, pero no es cierto.
En el cementerio de mi ciudad hay estatus bien diferenciados. En los
nuevos patios hay enormes mamotretos graníticos, panteones que
pugnan por sobresalir del entorno, sepulturas de lujo para vecinos
humildes. Lugares donde la ostentación, el orgullo y la arrogancia
sirven para reivindicar la ridícula vanidad de los deudos ante la
muerte del pariente, entierros de primera para una vida de tercera.
Esta petulancia pueblerina está tan asumida que ya ni siquiera es
criticada, se acepta como algo natural y lógico.
En este
cementerio, como en tantos otros, podemos comprobar el paso del
tiempo o de las épocas en función de las modas fúnebres. En los
patios más antiguos las gran mayoría de sepulcros son de piedra.
Luego después vinieron las lápidas de mármol blanco, una época
que abarca periodos de finales de los sesenta, hasta casi los ochenta
del pasado siglo y, ahora; enormes tumbas de granito en una amplia
gama de grises y negros. Cruces, cruces y más cruces para una
sociedad cada vez más laica, pero la tradición sigue y la costumbre
perdura y se impone.
Cuando era
pequeño, en los primeros días de noviembre, si hacía bueno,
visitábamos el cementerio. En aquel tiempo apenas tenía algún
pariente enterrado allí, era como ir de excursión. La mayor osadía
u ocurrencia consistía en subir por una estrecha escalera a las
tapias que delimitaban el osario. Desde la altura podías contemplar
un revoltijo de cráneos, fémures y húmeros amontonados. Por entre
los huesos y de forma sigilosa se deslizaba de vez en cuando alguna
culebra. Una mezcla de asco y temor sacudía nuestras mentes
infantiles, tanto, que por la noche, y en sueños, recordando la
tétrica visión podías tener una horrible pesadilla.
También
había un recinto anexo al que llamaban “el corralillo” un
nombre despectivo para denominar el lugar donde enterraban a los
suicidas y a los no católicos. Allí reposaban los restos de los
protestantes o evangélicos, y también daban sepultura a los
musulmanes que, casualmente, habían podido fallecer por accidentes
de tráfico.
En aquellos
años en el día de los difuntos no se había mercantilizado el tema
de las flores y los socorridos ramos y centros. Los ornamentos
florales de la época eran muy simples, sobre las tumbas y arrancadas
de los arriates de los patios y corrales se colocaba la popularmente
llamada “flor del hacha” o “cresta de gallo”, las
dalias o los crisantemos.
Aunque en el
municipio era costumbre, nunca entendí por qué después de la
salida del templo, ningún familiar directo acompañaba al coche
fúnebre que transportaba al fallecido para su enterramiento. Me
sorprendía, porque no era lo que veíamos en las películas
americanas. En el cine o en la tele las familias participaban en los
funerales echando puñados de tierra a la fosa, dando discursos o
escuchando las canciones que, en vida, le gustaban al difunto.
Supongo que
aquí, asumimos con naturalidad que el cuerpo es solo materia, lo que
importa en nuestra cultura cristiana es la supuesta espiritualidad
del alma, algo intangible que solo pueden comprender los creyentes.
Años más
tarde, esas costumbres, como las del duelo, se han ido transformando
o perdiendo. Ya no se observa en los funerales actuales la rigidez
del protocolo, formalidad donde el orden de parentesco asigna el
lugar de los allegados en el duelo. Además, ahora es habitual que
algún hijo o nieto del finado se acerque al camposanto y asista al
acto concreto de la inhumación.
En muchas de
nuestras ciudades existe un equilibrio poblacional, pero a pesar del
ahorro de terreno que suponen las incineraciones y los columbarios,
cada cierto tiempo, los ayuntamientos necesitan adquirir parcelas
para ampliar los cementerios.
Ahora que
tanto se habla de las regiones deshabitadas, del permanente debate
sobre la España vaciada, los camposantos de estos pueblos son los
lugares que más crecen. Allí reposan los lugareños, pero también
muchos de los que emigraron. Aquellos vecinos que se fueron buscando
un futuro mejor, vuelven a la tierra donde nacieron para reposar
eternamente junto a sus ancestros.
Cuando
ocasionalmente vuelvo a mi ciudad natal, no siempre, pero de vez en
cuando visito su necrópolis. Ahora mi itinerario entre las tumbas
del camposanto se hace cada vez más largo y penoso, ya son muchos de
los míos los que reposan allí, y sus fotos empiezan a estar
descoloridas.
Pero aunque
admito con naturalidad este sentimiento tanático y el culto a la
muerte de los manchegos. Yo, a pesar de la distancia, a mis muertos
los llevo siempre en la memoria.
Fdo: Rafael
Toledo Díaz