La
abuela le cantaba y mimaba después de la cena, y cada noche ponía
la bolsa de agua caliente en la cama antes de acostarle. Era una
mujer bajita y abnegada, siempre atenta a su nieto.
– Este
niño parece que esté frío hasta en verano -decía a su hija.
La
abuela le daba besos y achuchones, le atusaba el pelo y le componía
la ropa con afán cuando salían de casa. Un día, el niño se acercó
a escondidas y desenroscó el tapón de la bolsa de agua caliente.
Cuando la abuela abrió la cama para acostarle, estaba todo empapado.
– ¡Qué torpe es tu abuela! -le dijo.
El
niño, la miraba y reía con cara seria.
La
madre preparaba el bocadillo para el colegio con lo mejor de la casa.
Después, calentaba los calcetines de lana con el vaho de su
respiración y con rapidez los colocaba en aquellos piecitos que
nunca desprendían calor.
En el
colegio, Jesús siempre se acercaba a la estufa. Cuando el maestro no
estaba, cegaba los hormigueros y lanzaba piedras a los nidos.
– ¿Por qué lo haces, Jesús? -decía el maestro. Y el niño se encogía de hombros, bajaba la cabeza y entornaba los párpados. Cuando el maestro le castigaba, Jesús cumplía la pena callado y manso.
Un
día, Jesús compró unos petardos y los estalló en el corral del
vecino. Alguna gallina murió, otras no volvieron a poner huevos. Su
madre le preguntó. Jesús negó y negó, al tiempo que bajaba la
cabeza y reía con cara seria.
Jesús
creció. Era un adolescente callado y taciturno, que no pedía nada,
evitaba las palabras y los gestos. En invierno se acercaba a su madre
y pedía que le calentase las manos. Ella dejaba lo que estaba
haciendo y frotaba sus palmas contra las manos de su hijo, al tiempo
que decía:
– ¡Hay
que ver, hijo, siempre tienes las manos como témpanos!
Una chica comenzó a interesarse por Jesús. Para ella era un enigma que hablaba poco y apenas demostraba cercanía, pero intuía que en su interior había luz. A Jesús le gustaba meter sus manos entre las ropas de ella. Al principio, ella se sorprendió, pero enseguida vio que era parte de un rito. A ella le gustaban esos momentos de intimidad, sentirle cerca. Jesús calentaba sus manos.
Una
vez que discutieron, Jesús la golpeó. Como un autómata, sin
gritos, apenas palabras, ninguna emoción.
–
Perdí la cabeza –fue lo único que le sacó el policía que le
detuvo-. Sintió que no tenía frío.
Termina
su serie de ejercicios bajo la supervisión de su entrenador, que
retira el sudor con una toalla. Ve entrar a uno de sus ayudantes, al
que ha enviado a comprobar si el asiento de la fila tres está
ocupado. Niega con la cabeza. Un destello de turbación oscurece sus
ojos.
Busca
el rincón menos iluminado del vestuario. Con una mirada, logra que a
su alrededor las conversaciones se congelen y se hace un silencio
ceremonioso, atemperado por el zumbido de uno de los fluorescentes.
Se arrodilla frente a la pared de azulejos blancos y murmura una
plegaria. También pide por ella.
Ya de
pié, mientras el ritmo de las conversaciones se repone, dedica unos
minutos a hacer sombras, hasta que su entrenador alza la barbilla y
le señala un viejo reloj colgado en la pared.
– Es
la hora.
Jesús
le dedica una sonrisa calmada. Se sienta en el borde de la camilla,
al tiempo que su segundo comienza a preparar las vendas.
– Ya
sé, primero las friegas. Gracias a tus manos estamos aquí.
¡Benditas manos frías!
Jesús
alarga sus brazos, ahora relajados, y espera el contacto del
linimento. Las manos ágiles del entrenador frotan con aspereza las
suyas. Nota el benéfico calor.
Mientras
le vendan, su mente vaga sin rumbo por el pasado. Recuerda a su
abuela, muerta hace tiempo. Tiene la íntima seguridad de que aquello
ayudó a su mal morir. Se acuerda de su
madre, que no pudo soportar la vergüenza de tener un hijo
maltratador, y salió del pueblo como una forajida, a escondidas,
arrastrando la deshonra que sólo a él correspondía.
Cuando
vuelve al presente, está enguantado y cubierto con su albornoz
negro. Recorre varios pasillos hasta que asoma al ring, que permanece
apagado. Gritos, vítores, humo y olores se mezclan en la bocana del
pabellón. La oscuridad se rompe cuando un potente foco le ilumina
desde arriba, como a un coloso, y le señala el camino de la gloria.
Siente que la excitación recorre su espalda, esquirlas que punzan su
médula.
Sube
al cuadrilátero con gesto de fiera, es parte de la liturgia. Salta,
golpea sus guantes, levanta los brazos. Saluda a la multitud, que le
responde con un rugido informe. Busca el asiento en la fila tres.
Combate tras combate ha mandado una invitación para la misma
localidad. Siempre con el mismo mensaje: ‘No sé porqué lo hice.
Perdóname. Ya nunca siento ese frío’.
El asiento siempre ha quedado vacío, pero esta noche, ella está allí. Se permite una sonrisa franca al verla. Tensa todo su fibroso cuerpo para la pelea, toca acabar con su adversario.