Vagos recuerdos del Jabalón me acercan a las fiestas del agua (Rafael Toledo Díaz)
Categoría: Puentes y agua
Un nuevo mes y mis compañeros del Globo Sonda me invitan a escribir para la sección de La Caja Negra. En esta ocasión el tema va de puentes y de agua.
¡Uf!, me siento frente al teclado y me pongo a la tarea tratando de vencer la pereza. A pesar de las múltiples opciones y posibilidades, no me resulta nada fácil.
Mis escritos siempre los genera un hecho concreto y, por eso, recurro a la nostalgia rebuscando imágenes y situaciones de la niñez para poder relatar sobre el tema propuesto.
El agua en La Mancha siempre ha sido un bien escaso. Los ríos que recorren el páramo son muchas de las veces rasguños en el paisaje pardo y árido. Lo define muy bien el poeta calzadeño Pedro A. González Moreno; aunque en este caso concreto se refiere al Azuer, bien puede aplicarse a muchos de los afluentes del Guadiana, como el Záncara, el Cigüela y también el Jabalón. Sobre ellos dice el poeta: sus cauces parecen a veces, más que un curso de agua, un leve hilo de luz, un relámpago titubeante y mortecino que viaja de la nada a la nada bajo los incendiados cielos de la Mancha.
Creo que nunca fui especialmente atrevido y apenas, osado. Mis limitadas correrías infantiles y adolescentes siempre sucedieron en lugares al norte de la ciudad, en la sierra, en el Peral o en “Las aguas”. La noche llegaba por el oeste y por allí corría el Jabalón, del que siempre tuve recelos durante el ocaso y rara vez se planificaba una excursión al río, ni siquiera para merendar aquel pan y chocolate de la niñez.
A pesar del escaso caudal, en mi memoria infantil, su entorno siempre ha significado peligro, ya que las cercanas norias rodeadas de cañaverales, los saltos que regulan su lecho y las posibles pozas, eran de vez en cuando noticias luctuosas sobre accidentes y desenlaces trágicos y dolorosos.
Salvo algún renacuajo, había poco que pescar en el Jabalón, amén de algún susto o sobresalto al andorrear entre carrizos, juncos y eneas. Resulta curioso, porque ni siquiera el Jabalón a su paso por el término de Valdepeñas goza de las exiguas sombras que pueden proporcionar el bosque en galería. Aunque siempre hubo planes para repoblar los márgenes de arbolado, hay grandes tramos pelados de vegetación.
Sus escasas aguas sirven para regar los majuelos cercanos a su cauce, un cauce que es sobrepasado por algunos puentes. El más emblemático de ellos y que perdura en mi memoria es el Puente de San Miguel, un paraje situado al sur de la ciudad del vino y que apenas soy capaz de visualizar en el recuerdo.
Sin embargo, mi edad adulta consigue que me atreva con la posible metáfora a la que también me invitan mis amigos del Globo Sonda.
El río y su corriente pueden ser el reflejo de nuestra vida, un largo camino, un recorrido a veces seco o caudaloso, en función de nuestros logros y satisfacciones personales. Los puentes de piedra robustos, como el de San Miguel, nos sirven para sortear las adversidades que aparecen en nuestra existencia.
Y vienen a mi mente canciones sobre puentes que canta mi admirado Pedro Guerra, puntos de vista interesantes y que me ayudan a entender el mundo que me rodea y a sentir mi lugar:
Y arriba del puente
están los de arriba
están los de abajo
que es menos que arriba
y luego está el puente
que es menos que abajo
Yo pienso en mi casa,
mi amor, mi trabajo…
Pero cuando añoro la tierra donde nací y, alentado por un vaso de vino, soy alegre y desenfadado, me atrevo a entonar, aunque desafinando, el estribillo de la coplilla manchega que dice:
Por el río Jabalón
bajaba un submarino
por el río Jabalón
bajaba un submarino
cargado de borrachos,
todos amigos míos
rumba, la rumba, la rumba
la rumba del cañón.
Más quisiera el Jabalón que por su cauce discurriera un sumergible; ni siquiera en su mayores desbordamientos, que ocurren muy de tarde en tarde, puede suceder semejante disparate. Siempre he pensado que esta copla es un divertido desvarío propio de los efectos etílicos, como su letra expresa.
Un submarino surcando el páramo manchego es una quimera fantástica, un delirio, que bien pudiera compararse con la leyenda de la Ballena en la sufrida ciudad de Parla, una ciudad del sur metropolitano que, cada año, celebra en el mes de junio la llegada del agua como uno de los mayores logros del vecindario. Una población discontinua, esporádica y desmemoriada, como el cauce del Jabalón. Una villa que ya apenas recuerda al mártir de aquella gesta. Sólo una anodina placa invita a rebuscar en su reciente historia noticias sobre aquella gran reivindicación de los últimos años setenta, una demanda tan necesaria como justa.
Fdo: Rafael Toledo Díaz