Fue en misa de once (Carlos Lapeña)
Categoría: La caja negra
La primera hostia llegó por la izquierda, a través de una mano blanca, de finos y largos dedos, en el nombre del Padre. La segunda hostia llegó por la derecha, por medio de una mano rolliza y sonrosada, en el nombre del Hijo. Y la tercera hostia llegó desde abajo y por delante, en forma de gancho en plena barbilla, en el nombre del Espíritu Santo.
El cura dejó escapar el cáliz que dejó escapar las sagradas formas y en un triple, a la vez que múltiple, vuelo, cura, cáliz y formas surcaron el aire con trayectorias dispares hasta caer sobre el piso de piedra, cada cual en su momento y con su propio impacto, imperceptible el de estas, con un repicar metálico ese, con un seco golpe craneal aquel.
Un rastro de sangre sobre la piedra del piso, la casulla del cura y el mantel del altar subrayó el momento. No era la de Cristo, pero también fue derramada en su nombre.
La mujer, el hombre y el joven no se recrearon en la contemplación o celebración del dramático final de la eucaristía que habían provocado. Se limitaron a dejar sobre el cuerpo yacente del cura una hoja de papel con la foto de un niño y un breve texto, y avanzaron en apretado grupo, como una extraña trinidad rediviva, por la nave central, sin mirar a nadie, hasta la salida.
Dicen, quienes asistieron a la escena, que un rayo de luz se filtró por la vidriera del rosetón de la fachada y los acompañó en su camino y que un aura dorada, como de nueva santidad, los envolvía. Pero esto último puede deberse más a la atmósfera litúrgica en que se desarrolló la escena que a una observación objetiva de quienes allí se encontraban.
En todo caso, la feligresía entendió el incidente como un peculiar “podéis ir en paz” que ponía fin a la misa y abandonó el templo entre santiguamientos y murmullos.