La nave (Maite Martín-Camuñas)

La nave (Maite Martín-Camuñas)

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Categoría: La caja negra

Al acceder, desde la luz cegadora del día, por la inmensa puerta de madera, durante unos segundos sentí un deslumbramiento total. Poco a poco mis ojos se fueron acostumbrando a la penumbra del lugar y pude hacerme una idea de las dimensiones de la nave.
Tras el calor sofocante del exterior, aquella lobreguez me erizó la piel, sentí unos escalofríos, que en un principio me agradaron, pero que después sentí como si una corriente helada me hubiera traspasado por el cuerpo.

El fuerte olor a humedad, cerrado, a cera e incienso, me penetraron profundamente en las fosas nasales haciendo que la respiración se volviera pesada y superficial.
No había casi nadie en la gran sala abovedada, donde mis pasos resonaban fantasmagóricamente al avanzar con lentitud por medio del pasillo central.
Líneas rectas y paralelas, se entrecruzaban con armonía, creando un patrón geométrico, de pura simetría. Cada elemento, cada detalle, en su lugar preciso, un diseño matemático.
Seguí avanzando por este pasillo central observando al fondo de la nave, donde la vista al posarse, descubría la cruz de la nave iluminada por los cirios prendidos cual faros en la noche umbrosa.
De piedra tallada, con detalles de flores y lianas, flanqueando una vidriera que quedaba tras una gran cruz de madera simple, se hallaba el trasaltar, ninguna decoración acompañaba a la piedra labrada.
Los reflejos del sol en la cristalera conferían al madero de un halo de energía que me inspiró una conmoción de desasosiego que me hizo volver muy despacio hacia la puerta que daba al exterior. Mi mente comenzó a vagar por las inmensas alturas cruzadas de arcos inverosímiles, recordé mi infancia cuando cada domingo acudíamos a misa de la mano de mi madre y la angustia que me provocaba la oscuridad de la iglesia, el olor a cirio y sándalo, la sensación de ser una intrusa en un lugar que no me pertenecía estar, el calor asfixiante, el velo que cubría mi cabeza y que se empeñaba en resbalar por mi pelo camino del suelo y que, invariablemente, mi madre trataba de mantener en su lugar.
También recuerdo la rebeca que nos obligaban a llevar por decoro en pleno verano, mi malestar ante las palabras incomprensibles del cura, mi falta de fe y de ganas de permanece encerrada en aquel lugar, me ha mantenido durante muchos años alejada de cualquier edificio que tuviera algo que ver con los curas y sus rancias costumbres.
Me hallaba en el interior de una pequeña iglesia, en un pueblo olvidado pero lleno de la fe de sus feligreses que poco a poco fueron entrando y ocupando los primeros bancos.
Por respeto, y porque no profeso su misma religión, salí despacio para que mis pies no hicieran ruido y al asir la puerta, ésta se abrió con un chirrido.
Lanzándome de nuevo al torrente de sol que esperaba en el pórtico y que me devolvió al mundo real.
Tras unos momentos para adaptar mi vista al sol, me sentí nuevamente dispuesta a disfrutar del paisaje del bello pueblo y olvidé las sensaciones sentidas en el interior, donde comenzaba la misa.


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