Ante la duda, generosidad (Rafael Toledo Díaz)

Ante la duda, generosidad (Rafael Toledo Díaz)

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Categoría: La caja negra

Trabajo, sacrificio, instinto, cautela, objetividad, discreción, perseverancia, ambición o neutralidad son algunas aptitudes o habilidades que podían muy bien explicar el éxito de Alberto.

Sin llegar a ser obsesivo, pero metódico, cada mañana observa en el aparcamiento que su coche esté perfectamente alineado con la columna y paralelo al vehículo contiguo. Se asegura de echar el cierre y sonríe satisfecho ante su nueva adquisición, un automóvil repleto de prestaciones que reflejan su actual estatus empresarial.

Qué lejos quedan aquellos tiempos de su primer local situado en el extrarradio de la capital, un lugar donde empezó a cumplir sus sueños y donde trabajó duro para llegar hasta aquí. Ahora, su negocio de consultoría está situado en la octava planta de una moderna torre que alberga oficinas de varias firmas multinacionales. Aún así, nunca olvida que la austeridad y la eficacia son imprescindibles para prosperar. Su equipo, es decir, sus empleados, son apenas media docena; tres mujeres y tres hombres de edades dispares. Cuca es la más joven y está a punto cumplir los treinta, mientras que Paco, su mano derecha, acaba de rebasar los cincuenta.

A las nueve en punto todos los días laborables saluda amable a sus asalariados antes de entrar al despacho, es un gesto medido, ni apático ni excesivamente cordial, nada de familiaridades que puedan confundir al personal. Él es el jefe y ellos sus empleados, su mejor afecto es pagarles cada mes un buen sueldo y sin demoras. Alberto opina que el compromiso y la privacidad fomentan la eficacia para que todo fluya. Es verdad que de vez en cuando hay algún fracaso, una negociación fallida a última hora, que no todo puede ser idílico. Pero en general, el negocio va viento en popa y su despacho es uno de los más valorados para acometer desarrollos empresariales de todo tipo.

Solo en una ocasión tuvo que reunirlos para aclarar algún asunto de índole particular pues, Marisa, al supervisar alguno de los contratos, observó que su firma, aunque casi ilegible, era la de un nombre compuesto.

En tono cordial y a modo de chascarrillo, Alberto les confesó que su nombre en realidad era Juan Alberto. Un imperativo de las familias que pugnaron porque llevase los nombres de sus abuelos y que incluso echaron a suerte cual sería el primero. Menos mal que el resultado sonaba de forma lógica porque, Alberto Juan, chirriaba bastante. De todas maneras, él eligió como habitual el nombre de su abuelo materno porque se sentía más identificado, y porque le gustaba más.

Desde hace bastante tiempo Alberto apenas tiene contacto con la tierra donde vino al mundo. Aunque los apellidos de sus abuelos fueron de los más relevantes de la zona, allí apenas queda familia, si acaso algún primo lejano. Además, lleva demasiado tiempo integrado en la vorágine de la capital y sus quehaceres laborales le han alejado de cultivar las relaciones familiares, pues Alberto vive por y para su trabajo. Es verdad que se ha dado un tiempo y que cuando llegue el éxito definitivo piensa retirarse, pero eso tardará unos años.

Sin embargo, en estos días llegó a sus manos un dossier que le recordó su origen provinciano. Se trataba del encargo de una empresa cárnica que, entre otras muchas instalaciones, tiene un matadero en su pueblo. Pues bien, esa sociedad estaba interesada en realizar una reducción de personal del veinticinco por ciento de los trabajadores. En un primer momento su cometido no iba más allá de realizar un informe sobre la necesidad de esa reducción de plantilla, después, posiblemente le encargarían realizar una tarea más ingrata sobre los operarios a despedir.

En un primer momento no fue consciente del factor emocional que eso suponía, ya había realizado actuaciones parecidas para otras firmas, era algo habitual dentro de su cometido como empresa consultora. Alberto sabía perfectamente que, tras los datos que le aportaron, lo más probable era que la eficiencia de aquella instalación no es que diese pérdidas, simplemente no había cumplido con las expectativas de negocio exigido por la central. Si bien, las aparentes cifras negativas podían justificarse con la excusa de la sequía, la subida de los carburantes, de las materias primas o el menor consumo de carne, etc. Pero, a pesar de los argumentos exhibidos por los directivos, él tenía la convicción, como en otros muchos casos, que la decisión estaba tomada de antemano. Su dictamen solo serviría para reafirmar lo ya acordado.

Fue entonces cuando la memoria empezó a pasarle factura. Ahora era consciente de su madurez y de su relativo poder. Había pasado página, pero en aquellos años de la infancia y la adolescencia Alberto fue un niño delgado, casi escuálido, tímido y melindroso que apenas se relacionaba con los demás. En el barrio, en el colegio y en el ambiente donde se movía Alberto tuvo que lidiar con el acoso escolar y aquel sambenito de “El llorica”, un mote que le asignaron sus compañeros y del que nunca pudo desprenderse. Las pocas veces que volvió después de la universidad todos se dirigían a él con ese apelativo, que de cariñoso no tenía nada.

Ahora, posiblemente, algunos de aquellos “graciosos” trabajaban en el matadero del pueblo. Por un momento pensó que él, con sus informes, quizás podía enviarles al paro como una venganza por tanto agravio y humillación, pero enseguida rechazó aquel pensamiento de resquemor hacia sus paisanos.

Como tantas veces, Alberto reunió a su equipo y, aunque no les contó su triste experiencia vital, sí les expuso la indecisión personal que le suponía su estado emocional al tratarse de una zona conocida, de personas conocidas, de sus raíces y de los escasos recursos de sus pobladores que, una vez más, iban a sufrir las consecuencias de las políticas agresivas de los grandes grupos empresariales.

Solo les aconsejó que fuesen honestos al tratar los datos y las cifras. Y que, si en algún momento dudaban, debían anteponer la decencia y la dignidad de las personas ante la frialdad de los números. Él, “El llorica”, a pesar de las burlas y vejaciones que le propinaron aquellos patanes, no iba a influir en la decisión final, ni siquiera con el voto de calidad que, como gestor responsable del negocio, tenía otorgado.


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