Con las manos en la masa (Rafael Toledo Díaz)
Categoría: La caja negra
Cuando conocieron la noticia, María y Asun quedaron encantadas. La convocatoria de un concurso para elaborar un postre que fuese un referente de la ciudad les había ilusionado ¡y de qué manera! Pero a pesar de su complicidad, esa emoción la habían asumido de formas distintas porque, contrariamente a lo que pudiese parecer, eran tan diferentes como contrapuestas, por eso, cada una entendía el concurso a su manera.
Mientras que María pensaba que si lograban ganar el concurso su prestigio como repostera subiría muchos enteros, Asun solo pensaba en la prestación económica del premio y se conformaba con que sus amigas la llamasen divertidas “cocinilla” o “pastelito”.
Quizás, y por esa razón, cada una soñaba con sus egos personales y las dos se habían hecho su particular cuento de La Lechera. María ya se imaginaba presumiendo con su título enmarcado de ganadora y viendo su nombre reflejado en las redes sociales y en las páginas oficiales del consistorio. Asun, sin embargo, tenía muy claro qué hacer con los euros de la mitad del premio porque quería cumplir un sueño.
Aunque era bastante más joven que María, tenía una idea casi obsesiva y extraña para su edad pues, tarde o temprano, quería irse una semanita a Benidorm a bailar “Los pajaritos”, junto a una caterva de jubilados, ah y jubiladas (por lo del lenguaje inclusivo), pasear por sus calles abarrotadas de gente y pelear al amanecer por ser de las primeras en poner su sombrilla en la playa como quien pone una pica en Flandes. Y, al atardecer, disfrutar del pleno relax bebiéndose un cubata de ron sentada en una terraza y mirando al cálido Mediterráneo. Todo esto pensaba Asun, y no le importaba la opinión de los demás, aunque María estuviese constantemente diciéndole, cariñosamente, que era una desequilibrada y una friki.
Pero en cuanto a su afición por la cocina y la repostería lo llevaban bien porque sus diferencias las complementaban y lo que no ingeniaba una, se le ocurría a la otra. Las dos formaban un tándem repleto de talento y perspicacia, de inteligencia y razón, con una chispa de locura. Una mezcla tan sabrosa y dulce como cualquier tarta o pastel, o guiso, que de todo eran capaces.
Así que se pusieron manos a la obra, o manos a la masa. Y lo primero fue leer bien las bases y empezar a discernir su plan de actuación. El asunto era tentador pero nada fácil, así que había que documentarse. Sabían de la avutarda porque su silueta estaba dibujada en el escudo de la ciudad, pero poco más. De la misma manera, la ciudad se había transformado tanto que apenas era reconocible, la globalización había arrasado con los hábitos tradicionales en todos los sentidos, sociales y culinarios. En el término ya apenas se cultivaba el cereal y sólo quedaban algunas huertas como resquicio de un pasado agrícola.
Ahora, y como todas las poblaciones de alrededor, Parla se había convertido en un satélite de la capital, una urbe de cemento, hierro y ladrillos que servía de cobijo a gentes de todo origen y condición.
¿Dónde estaban las avutardas? Ahora únicamente se encontraban en la historia y la tradición, por eso trataban de recuperarla y ponerla en valor, pero era una tarea ardua a la que todos estaban invitados, por eso, para identificarse con la villa y su pasado, habían convocado el concurso los excéntricos de El Globosonda y patrocinado por el consistorio.
María y Asun, después de bucear por la red se planteaban como presentar el postre en cuestión, por eso discutían si era más conveniente mostrar uno o varios huevos y si debían desarrollarlo como si estuviese cocinado, aunque esa opción era muy atrevida puesto que no se sabía si en algún momento se habían utilizado como alimento de los vecinos, ni siquiera en épocas de hambruna.
María era partidaria de representar un nido realizado con hojaldre y con tres unidades, que era la puesta más común de estas grandes aves, y que cada uno estuviese relleno de diferentes texturas y sabores bien diferenciados. Asun, sin embargo, quería mostrarlo como si fuese un huevo frito, pero en pastel, y para ello elaboraría una mousse de limón con unas briznas de cabello de ángel y, en el centro, una yema de Santa Teresa. Al fin y al cabo el cabello de ángel se elaboraba con calabaza que era un producto de la huerta.
Todas estas ocurrencias e ideas se las enviaban mutuamente a través del WhatsApp y por correo electrónico, con bosquejos incluidos. A ratos estaban convencidas del proyecto y, al momento, se desanimaban ante el reto. Porque no era nada sencillo, pero ahí andaban perseverando en la idea y enterándose cada vez más de la pequeña historia de aquella ciudad que, como a tantos otros, en algún momento las acogió.
Lo cierto y verdad es que ambas, y ante la cómplice situación, recordaron a sus madres y abuelas cuando antes de Semana Santa se acercaban al horno de la panadería del pueblo cargadas de huevos, harina, aceite, limones y poco más para hacer cochura. Allí, entre risas y bromas, después de unas horas de palique salían con sus cestas de mimbre repletas de magdalenas y galletas artesanas. Sí, esas enormes galletas como ladrillos, terrosas, rayadas y apenas dulces, pero que a María y Asun, manchegas de origen, les recordaban su infancia. Y ahora, elaborando “El huevo de la avutarda” y soñando con ganar el premio, las añoraban con nostalgia.