Terrón de azúcar (Ismael Sesma)

Terrón de azúcar (Ismael Sesma)

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Categoría: La caja negra

La portera de aquel bloque se llamaba Abelarda, pero alguien la llamó avutarda una vez y la ocurrencia tuvo éxito en la vecindad, sobre todo entre los niños. La avutarda es un ave lenta, grande, pesada, como Abelarda, que parecía sacada de 13 rue del Percebe (jóvenes abstenerse de entender).

Mientras barría la entrada del portal un día ventoso, le cayó un tiesto de azaleas blancas primorosas que procedía del tercero exterior. La mató allí mismo. Ávidos de emociones, los niños miraban por entre las piernas del corrillo de vecinos. ‘Niños, a casa, que este espectáculo no es para tiernos infantes’ (¡hay que ver cómo se hablaba entonces!). El piso lo había heredado de sus padres un mozo de repostería que se dedicaba a la botánica en sus escasos ratos de ocio (ya se sabe cómo son los horarios comerciales), de nombre Nicolás Terrón. Nicolás decía que su apellido hacía referencia al azúcar; terrón de azúcar, afirmaba con gracejo en cuanto aparecía la ocasión (fuera calva o no). A Nicolás le cayó encima un veredicto de homicidio involuntario, que achacó a un error de la providencia (desde entonces, con minúscula) y digirió con amargura y estoicismo. Estuvo casi tres años en la trena (cárcel, para los no iniciados). Al llegar, después de otear el horizonte (es un decir) de humanidad allí congregada, solicitó destino en la cocina de la prisión; le pareció el lugar mas seguro del establecimiento. Con su currículum, le fue concedido. En aquella época, el director del presidio pretendía a una mujer que hacía honor a su nombre: Dulce. Era la mar de golosa, se pirraba por los pasteles. El director pensó que Nicolás podría ayudarle en la conquista y le dio carta blanca. Nicolás se ganó el respeto de sus compañeros de prisión por el estómago. Los domingos, día de menú especial, jaleaban sus postres y llegaron a sacarlo a hombros de la cocina, a gritos de ¡torero, torero! Nicolás estaba un día ojeando en su celda un libro de fauna ibérica, cuando vio la ilustración de un nido de avutarda. Una vez más, recordó a la pobre Abelarda, pero esta vez, al tiempo, tuvo una revelación (reposteril, que no mística). La ilustración estaba confundida, en realidad la avutarda solo (sin tilde) hace un agujero en el suelo y allí hace la puesta. Se conoce que es un ave práctica y poco dada a florituras en la crianza; un hoyo basta. Nicolás se transfiguró (también es un decir), y dedicó los últimos meses de su estancia en la cárcel a la sublimación de aquel dulce especial, cuyos ingredientes batían su cabeza desde el momento de la visión. Mientras, el director con su artes y Nicolás con sus dulces se emplearon a fondo, hasta que el primero logró el favor y el sí de Dulce. Tanto fue su agradecimiento, que el director planteó poner Nicolás a su primer hijo y Dulce estuvo de acuerdo. Cumplida la pena, Nicolás Terrón vendió aquel piso maldito, cambió de barrio y arrendó un pequeño local de repostería. Abandonó las plantas, mejoró recetas y por fin se decidió a publicitar su mejor dulce. El huevo de la avutarda, lo llamó, en honor a la portera, pues pensó (con buen criterio) que llamarlo el huevo de Abelarda podría resultar equívoco. El huevo de la avutarda se convirtió en la estrella de la constelación de dulces que iluminaban los escaparates de su negocio y los rostros de aquellos afortunados que los consumían. El boca oreja hizo el resto, pero eso,…, eso ya es historia (quizás con mayúscula).


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