Despedida (Carlos Candel)

Despedida (Carlos Candel)

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Categoría: La caja negra

La abuela está de cuerpo presente. Que es como decir que sólo quedan de ella los huesos, la carne y la piel que los recubre. Ni siquiera su expresión es la suya. La memoria líquida de su vida permanece sólo en nuestras conversaciones. Esa mujer poderosa que una vez se encaró con aquellos soldados, escopeta en mano, para que no se llevaran los pocos víveres que había almacenado, nos dejó ayer.

“Hace tiempo de aquello…”, lo cuenta uno de sus hijos, el tío Narciso. La madre con carácter de hierro que no nos permitía sentarnos a la mesa hasta que ella no estuviera probándola primero. “Era para que nadie le acusara de que estaba salada o sosa…”, aclara Gonzalo durante la comida, que hemos hecho en un restaurante cercano mientras dos tías abuelas, que apenas la han dejado sola, la acompañan con sus rezos. Delante de la abuela, en la casa, nadie se atreve a toser siquiera. “Siempre le molestó el ruido excesivo…”, comenta Clara en voz baja. Es como si tuviéramos miedo a despertarla, a incomodar su descanso eterno. Yo siento el movimiento de mis tripas, ahí abajo. Me sube el calor de la comida a la cara, espero que mis intestinos no desborden la paz que se respira en esta casa. En el restaurante tan sólo había un menú, el que sirve Tomasa cada jueves, el que hemos comido todos. Presiento que el resto está igual que yo. Junto a la cama, a ambos lados del cadáver, permanecen Juana y María, con un rosario entre las manos. Acarician esas pequeñas bolas de madera una y otra vez mientras murmuran algo entre dientes. Antiguos mantras. El aire es tan espeso en la estancia que siento que para moverme tengo que nadar.

“Ella sola se hizo cargo de todos nosotros, era la mejor…”, afirma Aniceto, el menor de los hijos. Mi madre asiente, aunque presiento que no le está escuchando realmente. Su cabeza parece estar en otra parte, quizás rememorando a aquella mujer con la que se crió de pequeña. “A mí me dio buenas tundas por mancharme la ropa…”, escupe Manuel. El aire se vuelve aún más denso. Todos dirigen la mirada hacia el suelo. No sé si van a llorar o a reír. Parecen contener la respiración. Las plañideras callan por un momento, como si el silencio se hubiera apoderado también de ellas. Y, en ese preciso instante, se escucha un sonoro pedo. Se detienen todas las conversaciones. Y, tras un breve momento de confusión, las miradas se dirigen hacia la abuela. El ruido procedía de allí. Excepto las plañideras, que no levantan la vista de su rosario y no han cesado de rezar. Nadie dice nada, pero todos piensan lo mismo. ¡Zaaascaaa! Suena otro retumbe junto a la puerta, que a todas luces parece provenir del tío Narciso. ¡Zuuumbaaa! Le contesta la tía María. ¡Zataclaca! Responde Gonzalo. ¡Puuumbaaa! Interrumpe mi madre, que parece quedarse a gusto. ¡Porrompompón! Se alivia Clara, que no quiere ser menos y que llevaba tiempo aguantándose. ¡Pimpaaam-púm! Reclama la tía abuela Juana. ¡Morrocotoco! Protesta Aniceto con alevosía.

Era como si la abuela, incluso después de muerta, estuviera concediéndonos el permiso para poder liberarnos en su presencia. Así que yo, como buen miembro de la familia, participé con un ¡Fiiiiiuuummmmiií! que terminó por llevarnos a todos fuera de la casa, entre carcajadas y retortijones. Y es que, en los velatorios, hay momentos para todo. También para las risas. ¿No os ha pasado algo parecido alguna vez? A la vuelta, paradójicamente, el ambiente era mucho menos denso y parece que la despedida fue mucho más ligera.


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